Comparte
Digamos que uno quiere saber más sobre la legendaria mafia japonesa, que se ha hecho inmensamente rica controlando infinidad de negocios a través de todo tipo de empresas, compañías y sociedades tapadera desde tiempos inmemoriales. Lo primero que debería hacer es comprarse Yakuza. Editado primero en 1986 y luego en 2003 (en edición extendida) por los periodistas estadounidenses David E.Kaplan y Alec Dubro, el libro es la culminación de años de investigación y explica a las claras los infinitos tentáculos del crimen organizado en Japón. Tanto es así que estuvo prohibido en el país hasta principios de este siglo. Si se desea ampliar el conocimiento, el otro incunable al que acudir es la obra del fotógrafo belga Anton Kusters, Oda Yakuza Tokyo (2011), que cuenta los dos años que Kuster se pasó con los Shinseikai, la familia que controla el distrito rojo de Tokyo.
No discutiremos la legitimidad del libro, pero la traducción televisiva parece una parodia del Saturday Night Live
Las dos son obras inmersivas, llenas de detalles, y en ningún caso dudosas. Kaplan y Dubro se meten hasta la cocina y las fotos de Kuster no dejan demasiado a la imaginación del lector: estos tipos no se dedican a estafar a viejas con el timo de la estampita; existen, mandan y no son hermanas de la caridad. Por eso, habiendo acudido a fuentes solventes, sorprende muchísimo la adaptación del libro, Tokyo Vice, de Jake Adelstein al formato catódico. No discutiremos aquí la legitimidad del libro, pero la traducción televisiva parece casi una parodia del Saturday Night Live. Por esa mirada de tintes cortos y ademanes occidentales que parece mirar por encima del hombro a una sociedad demasiado alambicada como para despacharla con tal desdén.
Así arranca la cosa: un periodista blanco listísimo llega a las pruebas para entrar a uno de los periódicos más grandes de Japón. Parece mentira, pero el periodista blanco con cara de estar recuperándose de una fuerte contusión craneal maneja el idioma mejor que cualquier nipón y consigue el puesto. A continuación, da una lección de ética, moral y escritura a todos esos malditos chupatintas de medio pelo. El tío hasta se gana a la yakuza con un par de paquetes de tabaco, un tarro de sashimi y cuatro raciones de pez globo. Qué demonios, porque él no quiere, pero si le hubiera dado la gana y se hubiera presentado a las elecciones para alcalde de Tokyo, hubiera arrasado.
Su absurda prerrogativa de periodista-misionero enseñándole a los indígenas cómo se hacen las cosas
Es colega de comisarios, gánsters, el tipo del estanco, el del carrito del ramen y la señora de los arreglos florales. El típico desconocido al que contarías que acabas de matar a tu familia porque es majo, pero majo de verdad. De hecho, hasta que él no llegó a Japón, aquello era un gigantesco despiporre. Un lugar lleno de tíos en albornoz peleándose con espadas y hurgándose en las tripas porque se les había quemado una tostada. Y, ya se sabe, allí lo solucionan todo cortándose los meñiques unos a otros o dibujándose una cruz con un cuchillo en el estómago. Como cuando el séptimo de caballería llegó para civilizar a esos indios del demonio que se pasaban el día cabalgando en pelotas. Dios les tenga en su gloria.
Es doloroso verbalizarlo, especialmente por las expectativas que se crearon alrededor del proyecto, pero Tokyo Vice es una serie low-cost disfrazada de energético thriller que tiene más en común con aquella perlita de Michael Crichton llamada Sol Naciente que con cualquier producto de primera clase cuyo piloto llegara de fábrica con el sello de Michael Mann. Y es que este show de HBO, que significaba el retorno de Mann a la casa (después de la muy fallida Luck), tiene más trucos que un show de David Copperfield, aquel tío que era como Kenny G, pero al menos no tocaba el clarinete.
En primer lugar, a Mann le ponen a dirigir el piloto. Y claro, te olvidas de que la serie no se aguanta por ningún lado. Te olvidas de su absurda prerrogativa de periodista-misionero enseñándole a los indígenas cómo se hacen las cosas. Estás demasiado ocupado en el hechizo de un tipo que maneja los tempos como un cocinero veterano despiezando a Godzilla. Su forma de ordenar los espacios con la cámara, su capacidad para crear tensión desde el encuadre, su increíble habilidad para la dirección de actores. Ah, y ese toque final que siempre ha tenido el responsable de obras maestras como Heat, El último mohicano o El dilema: un afiladísimo ojo para los detalles.
Así es como Tokyo Vice te coge suavemente de la mano para llevarte a sus paisajes de cartón piedra. Una entrada sutil, finísima, cronometro en mano. ¿Quién en su sano juicio podría resistirse a eso? Es como el hipnotista que te convence de que eres una gallina. Cada vez que dice la palabra clave, allí estás tu cacareando, moviendo los codos arriba y abajo como si te fuera la vida en ello. Eso nos pasa a muchos/as cuando dices, «Michael Mann»; perdemos los papeles.
A la que Mann se baja del avión, y le pasa el volante a otro, aquello se estrella con tal estruendo que podría despertar a Walt Disney
Naturalmente, la pócima funciona exactamente durante el mismo periodo de tiempo que va desde el inicio del piloto hasta el arranque del segundo episodio. Ya lo decía Abraham Lincoln: «se puede engañar a algunos todo el tiempo, o a todos durante cierto tiempo, pero que no se puede engañar a todos todo el tiempo«. A la que Mann se baja de la cabina del avión y le pasa el volante a otro, aquello empieza a caer en barrena y se estrella con tal estruendo que el ruido del impacto podría despertar a Walt Disney.
Es algo similar a lo de David Fincher con House of Cards o Martin Scorsese con Vynil: pones el nombre por ahí y te fumas un par de puros. Luego bajas en zapatillas al cajero a las dos de la mañana para asegurarte de que te han ingresado la panoja. Y luego te vuelves a dormir abrazado a tu contrato, contento como un niño la noche de Reyes.
Tokyo Vice tiene, entre productores, coproductores, productores asociados, consultores de producción y productores ejecutivos, a 27 tipos cobrando cheques. Mann es solo uno de ellos, probablemente supervisándolo todo desde un campo de golf en California. Y he ahí el problema; la bellísima fachada de la casa parece obra de Le Corbusier, pero el interior lo firma Santiago Calatrava: a la que entras al comedor se te cae el techo encima.
Lo que tenía que ser una peligrosa ruta por los templos del underground nipón acaba siendo una visita al Cirque du Soleil
Empezando por ese actor llamado Ansel Elgort y su manifiesta ineptitud para vestir a un protagonista aparentemente carismático y siguiendo por el retrato robot del japonés torpe y desangelado. Todo en esta serie parece provenir de una liquidación por cierre. Si la intención era subrayar el mérito de un periodista occidental para penetrar en las raíces de una de las organizaciones criminales más legendarias del mundo, les ha salido regulero; si era contar la historia de la Yakuza desde los ojos de un gaijin, les ha salido rematadamente mal.
Lo pedestre del planteamiento y la torpeza de la mirada a un país complejo encerrado en un gigantesco armario a través de lo que parece ser un catalejo estropeado, acaba por atropellarte. No se puede ser espectador de algo tan tremendamente pretencioso cuando a un tiempo se ejecuta un «con un 6 y un 4 hago tu retrato» para explicar cómo un don nadie acaba seduciendo a la mitad de una de las mafias más herméticas del mundo.
Claro que sí, hombre, déjame ir a por mi bloc de notas.
Así es como esta suerte de noir con hombreras de papel de aluminio se convierte en una decepción mayúscula, fiada a unos estereotipos tan rústicos que es imposible no reírse. Lo que tenía que ser una peligrosa ruta por los templos del underground nipón acaba siendo una visita al Cirque du Soleil. El señor blanco impone su ley ante los terratenientes feudales y al final todos se unen en una conga para salir bailando del karaoke. Y el escenario se llena de confetis que salen de unos cañones gigantes: occidente vuelve a vencer a los malvados delincuentes asiáticos. Alegría, coño.
Ay Michael Mann, vaya ejercicio de trilerismo que nos has encasquetado, truhán.