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«Como iba diciendo, este país también es una ilusión, la más grande de todas. La raza blanca cree, y lo cree de corazón, que está en su derecho de apropiarse de la tierra, de matar indios, de hacer la guerra, de esclavizar a sus hermanos. Si hubiese justicia en el mundo, esta nación no debería existir, porque está fundada sobre el robo, el asesinato y la crueldad«.
Quién así se expresa en John Valentine (Peter De Jersey), fundador de un idílico enclave en el estado de Indiana en el que una pequeña comunidad afroamericana ha logrado, gracias a la producción vitivinícola, independencia económica y, por extensión, un mínimo grado de libertad al que sus habitantes, todos ellos hijos de la esclavitud, han bautizado como paz.
Las palabras de Valentine atraviesan como una corriente sísmica The Underground Railroad esta teleficción situada en pleno siglo XIX hasta impactar, como placas tectónicas en lento pero incesante desplazamiento, con una montaña de títulos que remueven la blanquísima concepción que de la historia de Estados Unidos hemos tenido hasta ahora.
Para impugnar el mito fundacional norteamericano, Jenkins se mantiene fiel a su exuberante manera de entender el lenguaje audiovisual.
Que ‘Indiana Invierno’, el noveno episodio de la más reciente creación de Barry Jenkins en el que Valentine arenga a sus conciudadanos, termine con el ‘This is America’ de Childish Gambino (es decir, de Donald Glover) y que la canción empiece, al contrario de lo que sucede con el resto de temas contemporáneos que cierran cada capítulo, cuando el relato no ha sido clausurado para acompañar un largo desplazamiento de la cámara que nos conducirá hasta el rostro moribundo de Ridgeway (Joel Edgerton), alguien que se dedica a cazar a los negros que han escapado de sus amos, no es un movimiento guiado por el azar.
En esta odisea individual que narra la huida de Cora (Thuso Mbedu) desde una plantación en Georgia hasta que encuentra su camino hacia un futuro incierto, el gesto fílmico que clausura el 1×09 puede verse como acto de justicia poética y como fruto polisémico. Pues, de un lado, conecta la controvertida letra de la canción de Glover con los hechos relatados y, de otro, se incardina en una tradición de la que ya forma parte la novela de Colson Whitehead que adaptan Jenkins y su nutrido equipo de guionistas.
Y en la que, dando el salto al mundo audiovisual, se incluyen ficciones que reescriben la historia pasada y presente de Esados Unidos como puedan ser Altanta (2016-?) -Donald Glover again-, el díptico formado por los dos largometrajes de Jordan Peele, la obra más reciente de Steve McQueen o títulos como Judas y el mesías negro (Shaka King, 2021) y, por encima de todos ellos, la inconmensurable Exterminate All The Brutes (Raoul Peck, 2021).
Sin entrar a valorar la calidad de cada propuesta, las coincidencias temáticas entre estas y otras ficciones recientes de muy distinto pelaje – de Black Panther (Ryan Coogler, 2018) a Watchmen (Damon Lindelof, 2019), pasando por Una noche en Miami (Regina King, 2020), Da 5 Bloods: hermanos de armas (2019) y Infiltrado en el KKKlan (2018), ambas de Spike Lee, o Así nos ven (Ava DuVernay, 2019) – constatan la traslación a las pantallas de una serie de vibraciones contestarias impulsadas desde la comunidad afroamericana cuyo ulterior objetivo no es otro que vindicar su papel en la construcción de un país que únicamente utilizó a las personas de color como mano de obra gratuita y que trató, por casi todos los medios, de erradicar cualquier tentativa de emancipación de las llamadas minorías.
Para impugnar el mito fundacional norteamericano, Jenkins se mantiene fiel a su exuberante manera de entender el lenguaje audiovisual, con unos modos que, en no pocas ocasiones, incurren en excesos formales en los que la mirada del realizador termina por devorar el propio relato, como si necesitase mostrarnos su destreza para la caligrafía elegante o para capturar la luz como solo saben hacerlo los grandes maestros (esos que se apoyan en los trabajos de directores de fotografía como Néstor Almendros, Christopher Doyle o Vittorio Storaro).
The Underground Railroad se abre con ‘Georgia’, en el que abundan las soluciones toscas y los subrayados groseros, tanto que parecen entresacados de 12 años de esclavitud (Steve McQueen, 2013), como si Jenkins y McQueen se hubieran intercambiado su puesto tras las cámaras para que el británico rodase este piloto y Jenkins el ‘Lovers Rock’ de Small Axe (Steve McQueen, 2020).
‘The Underground Railroad’ es un río caudaloso que atraviesa Estados Unidos de sur a norte con desigual cadencia.
Sus 68 minutos de metraje están plagados de decisiones visuales discutibles, aunque las más irritantes se encuentran en esa secuencia en la que el dueño de la propiedad manda azotar a un esclavo rebelde mientras sirven la comida a sus atentos y distinguidos invitados, bloque que termina con varios planos subjetivos del torturado mientras se quema en la hoguera.
Solo hace falta comparar esta secuencia con otra similar que aparece en el episodio final y que contiene prácticamente los mismos elementos para entender la importancia de conceptos como la distancia (dramática) y la sobrecarga textual. Dejando a un lado tan cuestionable arranque, The Underground Railroad es una narración torrencial en el sentido estrictamente fluvial de la palabra.
Es un río caudaloso que atraviesa Estados Unidos de sur a norte con desigual cadencia; se toma su tiempo para beber de sus afluentes y deja que la historia de Cora descanse en alguno de sus muchos meandros mientras se abastece de las corrientes del pasado y deja que sus aguas reflejen quien fue Ridgeway o qué le sucedió a la pequeña Fanny Briggs (Mychal-Bella Bowman).
Esa estructura plagada de excursos, de episodios con duraciones divergentes (de los 20 a los 77 minutos), sería impensable en una teleficción tradicional y, sin embargo, en la era del streaming y en una plataforma proclive al cultivo de rarezas (ahí está el Too Old To Die Young de Nicolas Winding Refn y Ed Brubaker) el megaproyecto de Jenkins encuentra acomodo sin necesidad de renuncias.
La historia de Cora se forja a partir de una falta irreparable (la de su madre), al igual que la historia de los afroamericanos se explica a partir de la libertad negada.
Que justo cuando la trama ha despegado y asistimos angustiados a la fuga de Cora, la historia se detenga para explicar detalladamente el pasado de Ridgeway -en un giro anticlimático que, casi con toda seguridad, desaconsejaría cualquier script doctor- demuestra, por un lado, la libertad con la que el director de El blues de Beale Street (2018) ha desarrollado su trabajo y, por otro, su fidelidad a la novela original, adherida a una voluntad descriptiva que busca que ningún personaje se vista con los ropajes del estereotipo (una determinación que contrasta con algunos de los modos vistos en el piloto).
Si señalábamos los excesos iniciales, también habrá que convenir que a partir del segundo episodio -el mejor junto con los dos finales- la serie se adhiere al estilo que Barry Jenkins ya acuñó en la oscarizada Moonlight (2016); pero ¿cuáles son los rasgos que lo conforman?
En primer lugar, la preferencia por las tomas en continuidad, renunciando casi por completo al uso del plano/contraplano. De hecho, cuando emplea este recurso suele hacerlo con clara intención expresiva, como sucede en la separación definitiva entre el joven Ridgeway y su padre (Peter Mullan) en el 1×04: el juego con la luz roja de la fragua y el negro de la noche, la posición de los personajes en el plano (no mirándose o dándose la espalda) y los cortes de montaje indican que la relación entre ambos está rota.
El último plano nos ofrece al hijo frente a la cámara, con el rostro anegado de oscuridad, y a su padre de espaldas con la cara alumbrada por el fuego (lo veremos en la toma siguiente), la llama que contiene ese gran espíritu del que se enorgullece y que no ha sabido transmitir a su único descendiente (un espíritu que pasa por tratar del mismo modo a todos los seres humanos, sin importar el color de su piel).
El correlato de esa querencia por las tomas largas no es otro que la proliferación de movimientos envolventes y del uso constante de la forma circular, convertida aquí en geometría de la pérdida. La historia de Cora se forja a partir de una falta irreparable (la de su madre), al igual que la historia de los afroamericanos se explica a partir de la libertad negada.
La teleserie de Amazon Prime Video recurre de manera fehaciente a la figura de la guía, de aquellas que portan la luz y que han de conducir a los suyos a un lugar mejor.
En numerosas ocasiones, Jenkins rodea con la cámara a sus personajes, como si auscultara el espacio a su alrededor para hacernos notar que siempre falta algo, que no puede haber simetría en los encuadres y que sus personajes rara vez pueden ocupar el centro del plano (o solo de manera temporal) porque existe un desequilibrio que no puede ser compensado.
El mejor ejemplo lo encontramos en el octavo capítulo, cuando Royal (William Jackson Harper) ha abandonado el hogar que comparte con Cora y la cámara entra con ella a la cabaña, da un giro de 360º grados por la estancia y regresa con Cora al exterior para hacernos notar la ausencia del que quizá pueda ser su compañero de viaje. Como bien explica Aarón Rodríguez Serrano en este magnífico análisis de Moonlight, detrás de los movimientos de cámara orquestados por Jenkins no suele esconderse el virtuosismo vacuo.
Otro de los tropos visuales recurrentes en The Underground Railroad son los planos elevados construidos a partir de un suave movimiento de grúa en lo que, para quien esto firma, podría entenderse como una composición de orden teológico que revela la existencia de una entidad superior que vigila por el futuro de una raza largo tiempo condenada (vuelvan a ver el penúltimo plano de la serie y vayan revisando los episodios buscando trazos idénticos). Quizá incurramos en un delito de sobreinterpretación, pero no parece casual que Jenkins asocie, en instantes decisivos, esas tomas que responden a un punto de vista exógeno a la narración -no están a la altura de los personajes ni están guiadas por sus movimientos- con lecturas bíblicas o diálogos referidos a la religión.
Tampoco resulta descabellado asociar la persecución y el exterminio sufrido por la población afroamericana con la del pueblo judío, hasta el punto de que ‘Fanny Briggs’ (x.07) bien podría leerse como una versión del cautiverio de Anna Frank. El director de Miami parece decirnos que, después de tanto sufrimiento, la ansiada libertad se impone como un hecho incontestable, como si la perseverancia -que no es más que otra forma de fe- garantizara la emancipación y la infatigable Cora fuera su apóstol (de hecho, es un personaje condenado a la huida permanente, a un nomadismo forzado que la convierte en la gran difundidora de la palabra).
Ese ferrocarril apela a la hermandad entre afroamericanos, pero también a una parahistoria que ha ido labrándose bajo tierra, escrita en libros secretos, ignorada por los manuales oficiales.
Siguiendo con esta línea argumental, la teleserie de Amazon Prime Video plantea la lucha entre la luz y la oscuridad y recurre de manera fehaciente a la figura de la guía, de aquellas que portan la luz y que han de conducir a los suyos a un lugar mejor (Cora, Fanny).
Antorchas, faros y linternas servirán para alumbrar las cavidades subterráneas por las que viaja el tren que da nombre a la ficción y al que tan poca atención le hemos prestado hasta ahora, quizá porque su presencia no funciona ni desde un punto de vista verosímil ni como baza simbólica dentro de una narración que no necesita esta coartada para articular todo su potencial dramático y discursivo -algo que sí sucedía, por ejemplo, en Nosotros (Jordan Peele, 2019) con la que guarda ciertos paralelismos.
Ese ferrocarril que los blancos no han sido capaces de sabotear -siquiera de encontrar- y que no buscan con mucho ahínco (por más que algunos jefes de estación tengan la piel del color del algodón cual Schindlers teletransportados al Midwest), apela a la hermandad entre afroamericanos, pero también a una parahistoria que ha ido labrándose bajo tierra, escrita en libros secretos, ignorada por los manuales oficiales.
La gramática Jenkins incluye otras formas harto reconocibles, como los flashbacks convertidos en herida, breves fogonazos que, al igual que sucedía en Podría destruirte (Michaela Coel, 2020) reabren la cicatriz del trauma (funcionan peor cuando devienen explicativos y se vuelven suspicaces para con la retentiva del espectador). Ahí están, también, esa especie de fotografías grupales en movimiento, con la cámara planeando sobre los rostros de hombres y mujeres negros que miran desafiantes al objetivo (casi parece que, de un momento a otro, vayan a ponerse a corear el ‘we shall not be moved’).
Está, también, la desmitificación del imaginario acuñado por el western clásico: el mismo periodo visto desde otra perspectiva pide otras imágenes, imágenes en consonancia con el pasado de quien las fabrica, un pasado marcado por la devastación como se observa en el apabullante ‘Tennessee Exodus’ (1×05).
Y por último están las herencias tonales procedentes del cine de Wong Kar-wai, pero también del misticismo teleológico de Terrence Malick que trata de capturar el infinito en el roce de una brizna de hierba (la secuencia del maíz en el 1×09 remite claramente a los modos del autor de Días del cielo).
Tampoco convendría pasar por alto el uso del formato panorámico 2.39: 1 para los episodios situados en el pasado (4, 7 y casi todo el capítulo final), ni la bárbara banda sonora original compuesta por Nicholas Brittel y el uso que Jenkins hace de ella, apartados que darían para un análisis pormenorizado para el que necesitaríamos otro artículo.
- Coda
Al inicio hablábamos de las conexiones existentes entre The Underground Railroad y la obra multidisciplinar de Donald Glover, figura a la que Jenkins acude para cerrar el 1×08. Atlanta, sobre todo en su segunda temporada, vertía una mirada crítica sobre el conjunto de la sociedad norteamericana, incluida la población de color.
En ‘This is America’, Glover habla de racismo, pero también de los males introducidos por el ultracapitalismo o de esa superficialidad que todo lo contamina. Son discursos que prescinden de todo maniqueísmo sin dejar de tomar partido y con los que Jenkins se alinea evitando crear una ficción unívoca.
Es cierto que propone una enmienda a la totalidad de la ‘historia blanca’ y que contradice una iconografía fuertemente asentada, pero no lo es menos que diseña personajes que nos hablan de los problemas a los que se enfrentan los ‘suyos’.
Nos habla de cómo el capitalismo impulsa movimientos de integración verticales -si tienes dinero podrás ser libre, incluso podrás ser tolerado- y de cómo engendra desigualdades entre aquellos que creían defender una causa común (el debate Mingo/Valentine). Nos habla, a través de la figura de Homer (Chase W. Dillon), del síndrome del Tío Tom (la cabaña es otro motivo visual recurrente), de cómo el sometido asume como propias las razones de su amo.
Nos habla, en definitiva, de una América injusta, compleja e iracunda, de una civilización construida sobre las bases del genocidio y la esclavitud y de un movimiento que, cargando con sus contradicciones, no descansará hasta conquistar la igualdad.