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A veces las habitaciones se vacían pero nosotros seguimos dentro. Es una sensación extraña. Estar sin estar. Como una reunión de lunes por la mañana en el trabajo, como mirarte en el espejo del ascensor volviendo de fiesta, como escuchar aquella canción de la adolescencia cuando ya has pasado la treintena. Las habitaciones vacías duelen, son un tifón de nostalgia exacerbada. Por eso los finales de sitcoms son siempre tan dolorosos.
Rachel, Phoebe, Ross, Joey, Chandler y Monica saliendo del piso por última vez; los trabajadores de Dunder & Mifflin abandonado la oficina tras años de caos sublime; Will Smith cerrando los párpados -es decir, las luces- de la mansión de Bel Air donde fue feliz y nos hizo felices. Sitcom, comedia de situación, series donde los escenarios suelen ser de granítica invariabilidad, comedores que se convierten en el salón de nuestra casa tras verlos decenas -centenares- de veces en la pantalla, decorados que nos dejan huérfanos de risas cuando aquellos personajes que aprendimos a amar se largan del universo catódico y, sin cura conocida a fecha de hoy, provocan un agujero del tamaño de una boca de cañón en nuestro pecho. Esa lágrima que se escurre por la mejilla al ver la maldita habitación vacía es el peaje a pagar tras tantas temporadas de risas. Pero deshagamos el nudo de la garganta para hablar del final de The Big Bang Theory (HBO).
Este no va a ser un artículo donde se intente dirimir la calidad del humor de -abreviaremos así a partir de ahora- Big Bang. Es lo que es. Una serie de humor blando sobre científicos brillantes en sus campos de estudio pero con graves problemas de adaptación social que forman un alocado grupo de amigos junto a su vecina rubia con sueños de estrellato interpretativo. A lo largo de los 255 capítulos de la serie hay gags buenos, situaciones hilarantes, bromas flojas y chistes tan lamentables que las risas enlatadas que les siguen provocan vergüenza ajena. Es el mercado de las sitcom, amigo. Pocas -poquísimas- comedias de situación logran mantener un nivel humorístico por encima del sobresaliente en todos los episodios de todas sus temporadas, y podemos asegurar que Big Bang no es una de ellas. Eso no impide que se pueda disfrutar de lo lindo y reír de la lindo con Big Bang, y por supuesto echarla de menos de lo lindo tras su punto y final.
Los protagonistas de la serie –Leonard, Sheldon, Penny, Amy, Howard, Raj y Bernadette– son tan planos como la Tierra en la Edad Media, cuando te mandaban a la hoguera si te atrevías a decir lo contrario. En esa divertidísima época de oscuridad y sífilis, la Tierra era plana en la cabeza de todos sus pobladores. Sin embargo, no lo era. En este ambivalente funambulismo se mueve la tropa de protagonistas de Big Bang. Son personajes planos pero a la vez no lo son. Sus personalidades varían poquísimo a lo largo de la serie -más allá de que Raj pueda finalmente hablar con mujeres sin tomar alcohol antes-, pero no así su vidas. Sus situaciones vitales fluctúan y mucho, se imponen al hieratismo de sus caracteres cómicos. Aunque el guion de la serie no pretenda acometer este propósito, la realidad es que de forma absolutamente natural vemos cómo los personajes de Big Bang van cambiando por la simple inercia provocada por la vida empujándolos hacia nuevos derroteros. A pesar de ser planos, no lo son. El último capítulo de la serie da fe de ello.
Donde mejor podemos apreciar todo esto es, cómo no, en Sheldon. Aunque cuando los productores se dieron cuenta de su potencial decidieron exprimirlo hasta llegar a caricaturizarlo en demasía -uno de los grandes pecados de la serie-, resulta evidente que se trata del personaje más memorable de un elenco ya de por sí tremebundo. Un ser prácticamente alienígena, inteligente a rabiar, odioso como un martillo neumático a las ocho de la mañana de un domingo, arisco, narcisista hasta la arcada, alérgico a la inteligencia emocional, francotirador de humillaciones intelectuales, dementor de la sexualidad, agricultor de miradas condescendientes y, por encimo de todo, pésimo amigo.
‘Big Bang’ muere cuando Sheldon, al fin, cambia. ‘Big Bang’ muere cuando Sheldon deja de ser Sheldon
Sheldon es un amigo de mierda. Lamentable. La amistad con él vale tanto como un yen en el desierto de Atacama. Es incomprensible cómo sus colegas han conseguido soportar sus continuas faltas de respeto y su ferviente egonanismo durante doce años. No hablemos ya de su pareja, Amy. Una santa. Pero es que precisamente esa insoportabilidad de Sheldon es el éxito de su personaje y, por ende, de Big Bang. Nos encanta el Sheldon cretino. Mientras siguiera viva la llama de su absoluta mezquindad con todos los seres humanos que le rodean, la serie podría no terminar jamás. Por eso mismo el último capítulo de Big Bang hace saltar ese Sheldon por los aires. Sí, Big Bang muere cuando Sheldon, al fin, cambia. Big Bang muere cuando Sheldon deja de ser Sheldon.
No es que lo diga yo. Simplemente lo suscribo. Lo anuncia el propio Leonard en el hotel de Estocolmo en el que se hospedan en su viaje a la capital sueca, donde se encuentran para acompañar a Sheldon y Amy a recoger el tan ansiado Nobel de Física. Tras enterarse de que Leonard y Penny están embarazados -bien, ella lo está, hay que ser imbécil redomado para usar el plural para describir un estado de gestación-, Sheldon muestra por enésima vez su egocentrismo desmedido: en vez de alegrarse por sus dos mejores amigos, se siente aliviado porque los síntomas de Penny no son producto de una enfermedad contagiosa, como temía, y por lo tanto su gran día no corre peligro de verse alterado por un inoportuno incendio de virus infecciosos. Leonard, cabreado y dolido, le dice a Penny: «Por una vez después de tantos años podría preocuparse por los sentimientos de los demás». Touché, señor Hofstatder. Los guionistas siembran en esta frase la simiente del bonito final de la serie.
Ya en la gala de los Nobel, y tras un desaprovechado discurso de Amy, llega el turno de los agradecimientos de Sheldon. Por supuesto, lleva veinte páginas redactadas con elogios a sí mismo. Para sorpresa de todos los presentes, Sheldon decide prescindir del discurso prefabricado y hablar desde el corazón. Es en ese momento cuando la Tierra deja de ser plana. Es en ese momento cuando nace Sheldon, la persona, y muere Sheldon, el personaje. Uno por uno hace levantar a sus amigos y amigas y les dedica una palabras profundamente emotivas, a su pareja Amy incluida. El colofón de este arranque de humanidad en el hasta entonces robótico Doctor Cooper es el siguiente: «Os quiero».
Sheldon quiere a su grupo de amigos. A pesar de todo, tiene la capacidad de amar. Ese es su gran logro, olvidaos del Nobel. Esas dos palabras arrancan de sus adentros un multiverso desconocido para él, el de los sentimientos. Tanto mirar allá fuera, al vasto Universo, y a Sheldon jamás se le había ocurrido mirar aquí dentro, al inabarcable hombre. Amy, Leonard, Howard, Raj, Bernadette y Penny aceptan sus palabras emocionados, como un niño el primero helado del verano. Big Bang llega a su fin.
Esta habitación no se vacía
Para hablar de la última escena de la serie, retomaremos la reflexión de las habitaciones vacías del primer párrafo. Estamos en la mítica casa de Leonard y Sheldon. Según los cánones de las sitcom, sería momento de abandonar aquel comedor para siempre. Los personajes se reúnen con los ojos cubiertos de rocío para despedirse de ese espacio, su mundo, por última vez. Uno por uno, van saliendo por la puerta, que se cierra para jamás volver a abrirse. Quizás, desde fuera, Sheldon la golpea tres veces mientras repite otras tantas veces la palabra adiós. Nada de eso. Big Bang termina en ese mismo comedor, sí, pero sin nadie yéndose de allí. Están cenando. Hablan. Ríen. Como tantas otras veces han hecho, como tantas veces harán. Esa es la gran virtud del final de la serie. No hay habitación vacía. The Big Bang Theory se funde a negro pero no así las vidas de sus protagonistas tal y como las hemos conocido. No los volveremos a ver, pero gracias a esa última escena sabemos que seguirán allí siempre. No hay vacío que nos vacíe esta vez.
Y, mientras vemos a ese tropa de genios locos y entrañables alejarse al ritmo de un zoom out parsimonioso, un big bang de satisfacción dibuja sonrisas cuánticas en nuestros rostros multidimensionalmente felices.
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