Crítica de 'Sonny Boy': "Imágenes inagotables, universos infinitos"
'Sonny Boy'

Imágenes inagotables, universos infinitos

La nueva serie de Shingo Natsume ('One Punch Man') es una joya imprescindible y arriesgada del anime contemporáneo.
sonny boy anime serie

Yo siempre había creído que las imágenes eran suficientes. Luego, si me paro a pensar, descubro que este “siempre” en realidad nace en una conversación hace no tantos años, cuando alguien con suficiente autoridad espetó un “una película es buena si puedes verla con el sonido apagado y aún se entiende”. Idea tan perentoria como seguramente replicada de alguna otra parte, me ha estado persiguiendo durante años, poniendo la verdad ulterior de las imágenes como principio desde el que reducir toda película, o serie, a un seguido de planos que “cuentan cosas”, que se limitan a explicar una trama de forma visual. Como si dar imágenes a una trama fuera como vestir a diario un mismo jersey arrapado, solo que de colores diferentes. Aburrimiento multicolor. Siguiendo la metáfora, con Sonny Boy, descubro un anime que, por fin, me da palabras para desnudarme de prejuicios y practicar una moda que no responda más que a sí misma.

En el cuarto capítulo de la nueva serie de Shingo Natsume, Cap (un secundario cortado al patrón adolescente del «Gigante» de Doraemon) invita al trío protagonista a entrenar béisbol en un campo improvisado en medio de la nada. Una vez allí les contará la trágica historia de la Monkey League, una competición de béisbol entre monos invisibles que se juega en esa misma isla: hace años, los primates empezaron a organizar torneos, que siempre ganaba el habilísimo Steroid Monkey, una especie de Messi entre monos. Un día, a causa de un accidente, Steroid Monkey falló su tiro y fue eliminado de la competición. Su expulsión causó tan furor que la multitud bajaría al campo para acabar con la vida del árbitro que pitó la falta, un mono manco que fallecería aplastado por sus compañeros.

Aunque la dramática historia de la League no vuelva a mencionarse en toda la temporada, su parábola (cómo el mundo se confabula para dictar el destino de un puñado de caracteres trágicos) la vuelve una especie de asidero desde el que interpretar una narrativa despedazada en cuatro capítulos del todo crípticos… Con ello, la exime de ser mero ruido de fondo. Sin embargo, lo que ocupa la pantalla durante los prácticamente diez minutos que ocupa la historia (casi la mitad del capítulo, que no es poco) no tiene nada que ver con la caída de los primates trágicos. Es, más bien, la nada. Los personajes, capturados como figuras en la lejanía y prácticamente ni dueñes de sí mismes, al no tener rostro ni contornos dibujados, simplemente se pasan la pelota. Su presencia podría ser parte integral del paisaje.

Escapa así de una jugosa tentación, heredada del género del que se nutre: el isekai, centrado en el viaje de unes adolescentes a un universo fantástico que pone a prueba el orden social del mundo real. El isekai, endeudado con la satisfacción de gamers, hikikomoris y otro tipo de hambrientes consumidores de anime en Japón, suele entronar en sus narrativas a muchachos inicialmente apáticos y desocupados que se embarcan en una fantasía de poder, hasta convertirse en salvadores proactivos de un grupo a la deriva, ya sea su clase o el mundo de destino en general. Así es que el isekai haya crecido ocupado en dotar a sus protagonistas de rasgos identificativos y carismáticos, que los alejan de ser reflejo de aquelles que los consumen al otro lado de la pantalla. En un mundo paralelo, el potencial interior del otaku despierta y se da a sí mismo gravedad (la gravitas griega), peso y complejidad. Devuelve la imagen de un tipo con una personalidad rica y un alma atractiva.

En Sonny Boy, una treintena de alumnes de secundaria se encuentran, sin previo aviso ni señal de alarma, abandonades en su instituto, cuyo edificio se hunde lentamente en un mar de oscuridad intraspasable. A partir de este “despertar colectivo”, que además confiere poderes sobrenaturales a algunas de las cabezas de la comunidad estudiantil, el rol de cada joven dentro del sistema va a ser cuestionado y constituido de nuevo (ahí se acercaría la serie al género de las clases fantásticas, al estilo de la Assassination Classroom de Matsui). En este sistema en construcción, gracias a su superpoder (que le permite abrir portales a otras dimensiones, aun remotas y aleatorias), Nagara, el muchacho epónimo y un nini de cabo a rabo, se descubrirá como el único capaz de retornar sus compañeres al mundo real.

En ‘Sonny Boy’, las imágenes no cuentan cosas, sino que reconstruyen miradas, proponen nuevas formas de contemplar aquello que nos rodea, crean ontologías autónomas a cada plano

No obstante, aun habiéndolo acompañado durante los doce episodios de la serie, resulta difícil argüir que este termina deviniendo alguien carismático, un auténtico líder. De hecho, más seguro es que ni lo recordáramos, si no fuera el protagonista. Pero, y sin miedo al spoiler, observamos que el cambio que en Nagara se produce es tan profundo y discreto que convierte cualquier viaje del héroe en una fantasía megalómana y, en comparación, en algo tan frágil como la propia frontera entre mundos. Su arco narrativo, al fin y al cabo, se dirige a aceptar el mundo en que vive, ya sea mágico o no. Conocemos a Nagara tan sumido en la oscuridad como lo está el propio instituto, tirado en el suelo de un aula mientras se compadece de su desgracia. Al final de la serie quizás haya esbozado solo un par de sonrisas, y haya reído otras pocas ocasiones. Poderes a parte, el suyo es un viaje de vuelta hacia lo cotidiano, de vuelta a la comunión con lo humano. Estar bien con lo que eres, aunque eso signifique continuar siendo “uno del montón”. Resulta imposible no sentirse más cercanes a Nagara que a cualquier emperifollado líder isekai.

La cercanía se debe, claro, a la ligereza que poseen todos y cada uno de los personajes esbozados en la serie de Shingo Natsume. Importa poco, por ejemplo, que en el episodio piloto Cap actuase como un pequeño dictador, para cuando tres capítulos más tarde este decida formar un equipo de práctica de béisbol con las personas que había estado maltratando. Tal es el carácter líquido de los personajes –los roles de buenos, malos, mejores y peores intercambiados capítulo a capítulo– que pareciera que cada uno de sus retratos-robot se construyera a partir de una suma cubista de versiones, incluso algunas de ellas prácticamente incompatibles (la imagen pública y privada de Asakaze es clave, en este sentido). Por paradójico que parezca, en el fondo, tampoco fuera de la pantalla viviremos dibujades claramente… Lejos de toda épica, nunca deberemos entender nuestra personalidad, ni el mundo que nos rodea, como si estuvieran delimitados con un crayón negro, de contorno sencillo, engañoso.

Ahí cabe retornar a las imágenes. Navegando por entre las apabullantes corrientes de la psicología de personaje, Sonny Boy alterna en su seno varias formas de cotejar el retrato como herramienta expresiva, como objeto para una mirada con sujeto propio. Auténtico abanico, toda la estética de la serie va a orbitar, de hecho, alrededor de esta personalización del retrato, de este regalar a cada plano un enfoque concreto. Cada busto con su tema y, para empezar, un trabajo a fondo sobre el realismo como materia de emoción prima, con algunos primerísimos primeros planos de ojos y el sombreado casi cientifista de los rostros.

Estos momentos, breves destellos de reacción, son terreno para la ambivalencia, nos recuerdan que el gran enigma del mundo sigue siendo el humano. También en terreno de lo realista se asentará el uso recurrente de la técnica de la rotoscopia, ágil y fluida como solo la réplica del movimiento humano real puede serlo, pero también tan marciana como cualquier técnica fotográfica resulta ante un mundo de movimientos pautados a entre 8 y 12 fotogramas por segundo (esa es la velocidad media de un personaje animado para la televisión japonesa).

Aunque más reivindicados serán, y deberán serlo, aquellos cuadros en los que se trasciende el realismo y se apuesta tangencialmente por la sustracción y el trabajo con la forma plástica. Habrá vistas en que, casi como en un Gauguin, las figuras sean abstraídas en enormes planos generales como lejanos brochazos de color, sin más propiedad que su propia naturaleza de mancha. O, directamente, primeros planos de una simplicidad tal que es inevitable incurrir en su parecido a la caricatura o al dibujo infantil.

A la vez, no es extraño encontrar las capas de acetona, con los personajes dibujados sobre un fondo transparente, superpuestas por encima de imágenes claramente capturadas con una cámara fotográfica. Con la discrepancia entre la naturaleza de ambos planos de representación (uno capturado, el otro creado), también la puesta en escena mezcla mundos con la libertad desprejuiciada del meme, del collage y del arte digital en conjunto. El mayor prodigio de Sonny Boy es que permite recorrer toda la Gran Historia del arte occidental, con sus más atinados hallazgos expresivos, en solo doce capítulos. Todo ello, únicamente a través de la torsión de la representación humana.

En Sonny Boy, las imágenes no “cuentan cosas”, sino que reconstruyen miradas, proponen nuevas formas de contemplar aquello que nos rodea, crean ontologías autónomas a cada plano. Con ellas, ya no explicamos un universo: al contrario, aprendemos a movernos en él, descubrimos nuevas perspectivas, nos volvemos partícipes de su reformulación constante. Si fuera de la pantalla nuestra imagen cambia según quien nos observe, si cada vez somos alguien diferente, ello significa que también formamos parte del mundo de les otres, del paisaje que rodea al resto de personas. Que somos sujeto y objeto a la vez y que, por lo tanto (y ello pertenece al Pensamiento Oriental más básico), no solo habitamos el mundo… También pertenecemos a él.

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