Comparte
Hace no mucho leí el reportaje “Cuando éramos adolescentes” publicado en esta misma revista, que tras hacer un interesante barrido por la historia contemporánea de la televisión púber, terminaba asegurando algo aún más interesante si cabe: que series como Glee o Gossip Girl influirían en los adolescentes de esta generación tanto como Dawson Crece o Sensación de Vivir lo hicieron en la nuestra. Y automáticamente, oí un “amén” salir de mi boca mientras lo leía. El género adolescente es, sin duda, una entidad en sí mismo que ha ido evolucionando a largo del tiempo y que no deja de maravillar a aquellos que retrata y encumbra como centro de sus tramas. Ya sé que, en tanto a teenager, Glee me ha pillado un poquito tarde, pero que os voy a decir…, como uno de mis guilty pleasures que ha estrenado su series finale recientemente, estoy aquí para alabarla y destrozarla en su justa medida; la adolescente tocapelotas que todavía vive en mí no lo ha podido evitar.
«Pocos programas de televisión tienen el poder de recuperar un icono musical del pasado, hacerlo propio y convertirlo en su himno»
Para empezar, es un musical. Esto es un arma de doble filo, dado que dicha condición nos ha obligado a beber mucha agua para tragar capítulos enteros como aquél en que se rindió tributo a Britney Spears. Pero oye, gracias al bendito karma que equilibra el sufrimiento en su justa balanza, nuestro aguante se vio premiado con joyitas del Broadway más mítico como “Rain on my Parade” o “Defying Gravity”. Para bien o para mal, Glee es cultura musical a diestro y siniestro; y a veces lo siniestro adopta las más aterradoras formas, como esa versión acuática descafeinada a lo Busby Berkeley (perdón Busby) del “We Found Love” de Rihanna. No la busquéis por favor. Bueno sí, vale la pena ver a Artie tirarse al agua en silla de ruedas. En efecto, la oferta musical toca todos los palos y la hay para todos los gustos, desde la exquisita sofisticación de Barbra Streisand hasta los más estrafalarios ochentas de Journey. De hecho, si hay algo que le agradezco personalmente a Glee es la selección musical hecha para el finale de la primera temporada, donde los “New Directions” (el coro protagonista de la serie) concursa en la final regional con un Journey Medley, un popurrí que se dice en esta tierra vamos, interpretando los temas “Faithfully”, “Any Way You Want It” y “Don’t Stop Believing”. Pocos programas de televisión tienen el poder de recuperar un icono musical del pasado, hacerlo propio y convertirlo en su himno de modo que vuelva a formar parte del imaginario musical de generaciones que siquiera estaban en proyecto (y aquí me incluyo) cuando canciones como aquéllas se vendían en discos de platino en la era pre-Internet. Por ello, te damos las gracias Ryan Murphy, dios y creador de Glee.
«Glee es el triunfo del inadaptado, del antihéroe adolescente. Además, en la serie no hay cabida para tópicos convencionales»
La serie se configura como puerta de entrada al postmodernismo de las series adolescentes. ¿Por qué? Para empezar, porque se le da la vuelta a la tortilla del star system de instituto donde los guays se llevaban los papeles protagonistas. Aquí cuanto más pringado seas, mejor, o como mucho puedes ser popular, pero de esos que bajo sus chaquetas de jugador de fútbol o trajes de animadora esconden a un ser inseguro y acomplejado, un loser de corazón. Glee es el triunfo del inadaptado, del antihéroe adolescente. Además, en la serie no hay cabida para tópicos convencionales. ¿Que eres una cruel animadora hiperpopular to buenorra? Pues lesbiana. ¿La típica barbie tonta que en los exámenes no subía del 0,5? Pues una superdotada de mente genial e incomprendida. Y lesbiana también. ¿El quarterback? El chico más sensible del instituto, por supuesto.
Glee no se esfuerza en mostrarse como creíble. La serie es una sátira que parodia los formatos adolescentes de finales del siglo XX y principios del XXI donde el drama era solemne y la comedia estilizada. Bajo la batuta de Murphy, el humor irreverente y falto de escrúpulos cae sobre los personajes protagonistas como el chaparrón de slushies (o granizados de colorines) que los chicos populares arrojan sobre ellos continuamente. Los tópicos deconstruidos son la fuente principal de humor e irrealidad que mana de unos personajes cuyos rasgos definitorios se estiran hasta introducirse en el terreno del esperpento. Sue Sylvester, la malévola y ególatra entrenadora de las cheerios, es la personificación de lo grotesco. El personaje de Jane Lynch está loco de atar: quema coches, lanza mesas por los aires, secuestra alumnos, sabotea, conspira…, pero lo más increíble es que digerimos toda esta actividad delictiva sin plantearnos que en el mundo real, esta señora que para más inri en el fondo es buena persona, iría a la cárcel de cabeza.
«La serie triunfa, cuando los clichés están tan pasados de vueltas que no puedes más que entrar en su juego»
Por ello, cuando la serie se mantiene fiel al espíritu Sue Sylvester, la cosa va como la seda. Los “New Directions” originales, llenos de carisma y talento artístico, se mueven en el campo del ridículo y la caricatura, y es ahí donde la serie triunfa, cuando los clichés están tan pasados de vueltas que no puedes más que entrar en su juego y dejarte arrastrar a ese universo de extremos y contrastes tan hipnotizador. Ejemplifico. Rachel Berry es un retaco irritante y obsesivo que no es capaz de ver más allá de sus narices, deslumbradas como están por las luces del Broadway en el que anhela triunfar. Escucharla hablar provoca jaquecas la mayor parte del tiempo y te entran ganas de coger el atril y tirárselo a la cabeza. Pero ay cuando se sube al escenario y abre la boca. Transformación digna de “Lluvia de Estrellas”. El carisma empieza a salirle a chorros por las orejas y esa voz extraterrestre que tiene estalla en notas redondas y perfectas acompañadas del justo movimiento de cabeza, o de culo, en el momento exacto. En el contraste está el gusto; así pervirtiendo frases hechas.
Sin embargo, ¿qué pasa cuando Glee se aleja del espíritu Sue Sylvester? Pasan la cuarta y quinta temporada. Pasan el error garrafal de casting de unos actores sin carisma artístico y la pobre definición de unos personajes que, despojados del tono caricaturesco, se quedan en el simple y patético cliché. Menos mal que los guionistas supieron reaccionar, no sé si a tiempo, y a la chita callando fueron mandando a freír espárragos a la segunda generación de “New Directions” para, poco a poco, volver a centrar la trama en la vida universitaria de la primera generación y así rematar la serie con un poco de dignidad.
El formato ofrece un menú bien surtido de engranajes postmodernos que encajan muy bien con la sociedad actual. Destaca la inclusión indiscriminada de nuevas formas de familia, orientaciones sexuales y relaciones interraciales. Y todo este revuelto en Lima, Ohio, que no es precisamente Nueva York. Podría decirse que es una realidad forzada y estadísticamente improbable…, pero ante todo es necesaria y cumple una función normalizadora que busca que, algún día, una chavala con dos padres no sea algo a destacar.
Por otro lado, y siguiendo con la ruptura de la verosimilitud, Glee pone al descubierto algunos de sus mecanismos narrativos sin pudor alguno. Sin ir más lejos, los números musicales se plantan en medio de las escenas y nadie se pregunta de dónde han salido, entre otras cosas, esos treinta bailarines y seis músicos que acompañan la actuación. Excepto Sue claro, que como buena hater del glee club se dedica a resaltar las irregularidades, interrumpir duelos musicales repentinos en su momento álgido o a apuntar que sus complots durarán tanto como decidan los guionistas. De buen rollo. Y la amas por ello; porque en nuestro mundo hiperaudiovisualizado esto ya no molesta, sino que se agradece. Y así, entre los vientos frescos que se cuelan por los agujeros de la ficción clásica, la nave marcha viento en popa… Hasta que le ponen masilla a esos agujeros, los personajes dejan de dudar, los conflictos pierden dimensión y de repente todos viven felices y comen perdices en una piscina de merengue mientras a ti te salen caries de tragarte tal pastel. Y qué le vamos a hacer, ¡si es una serie de adolescentes!, esos pequeños seres definidos básicamente por el drama, así que es normal que tal y como hace su público objetivo, Glee se tome demasiado en serio a sí misma en más de una ocasión y se asfixie en consecuencia. Pero oye, seamos francos, a todos nos gusta un poquito de happy ending acompañado de su correspondiente merengue poco saludable. Siempre habrá tiempo para ver True Detective y abrazar el nihilismo.