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¿Quién muestra a un niño tal como es? Se lo preguntó Rilke en las Elegías de Duino y la pregunta sigue y seguirá sin hallar respuesta. Sí que se puede mostrar, sin embargo, un niño que deja de serlo. Eso es precisamente lo que hace la maravillosa serie animada Samuel, y lo hace a través de un camino tan agreste y bello como es el del primer amor.
La plasticidad de la animación resulta hipnótica hasta el punto de abismar al espectador en la pantalla
Samuel se encuentra en el último curso de Primaria. El instituto está a la vuelta de la esquina. Sabe que pronto ya no será un niño, pero a la vez no sabe cómo dejar de serlo. En mitad de tanta confusión, siente. Cuando una compañera de clase, Julia, se siente a su lado en el autobús que los lleva al colegio, decide que le gusta. Que será ella con quien descubra el significado de esa palabra confusa y espinada que es amor. Que en su diario personal, extensión de una maraña de pensamientos titubeantes, relatará el periplo hasta conseguir que sus sentimientos sean correspondidos. Cada uno de los veintiún capítulos de cuatro minutos de Samuel es una entrada de dicho diario y un pasito menos hacia el fin de la infancia de su autor.
Antes de seguir zambulléndonos en la historia de Samuel, es necesario hacer un parón en el apartado técnico de la serie. La plasticidad de la animación, que alcanza sus máximas cotas de esplendor en los muchos bailes que se dan a lo largo de la serie, resulta hipnótica hasta el punto de abismar al espectador en la pantalla. Estás allí. No en un espacio físico: en el ajetreo que da vida a los lugares y los convierte en tales. El mejor ejemplo de ello es el juego de la araña que vemos en el séptimo capítulo al ritmo del temazo Palos de La Paloma. Resulta imposible no ser partícipe de ese juego de niños ni de la épica que se desprende de él. La animación, encolerizada pero elegante, nos atrapa, nos agita y, finalmente, nos eleva. No se puede pedir más.
Hay una gracilidad en los movimientos de los personajes de Samuel que me recordó al fluir del tiempo en los años de la niñez. El tiempo, en esa primera etapa de la vida, es líquido, expansivo, perfectamente libre; hay quien dice que ni tan siquiera existe. La animación de Samuel, cada trazo oscuro hiriendo el fondo blanco de sus escenas, es un pequeño recordatorio de los días en que las horas no tenían minutos, de los días en que el tiempo danzaba muy lejos de nuestras ansiedades y nuestras muñecas. Pero volvamos al amor.
El primer amor es siempre difícil de gestionar, en gran parte porqué conlleva una felicidad tan distinta a lo hasta entonces conocido que nos resulta imposible de asumir. Abruma. Así relata el escritor noruego Karl Ove Knausgård en el libro La isla de la infancia el momento de darle la mano a su primer amor: “Cogerla de la mano era casi insoportable, todo el rato sentía la necesidad de retirar la mano para acabar con toda aquella felicidad”. ¿Qué es esa felicidad tan insolente? ¿Por qué los latidos de otro me hacen sentir tan vivo a mí? ¿Cómo es posible que el amor por otra persona me permite existir fuera de mi?
Nada tiene sentido, y no está muy claro que en algún momento llegue a tenerlo. La metafísica entra en nosotros como un elefante en una cacharrería y, claro, nos noquea. Todo ello está muy presente en Samuel, y de hecho la serie será un vaivén constante entre los nuevos sentimientos experimentados por su protagonista y las dudas –e inseguridades– que estos conllevan. Más allá de Julia, el amor platónico y por lo tanto inalcanzable de Samuel, la serie propone una constelación de personajes más que interesantes.
‘Samuel’ es la historia de una persona convirtiéndose en extranjera de sí misma, es decir, abandonando la infancia para adentrarse en lo ignoto que viene después
Alberto, el mejor amigo de Samuel, nos regala uno de los capítulos más emotivos de la serie cuando muere su abuela. Samuel, gracias a él, no es solo una serie sobre el primer amor, si no también sobre la primera muerte. El grupo de colegas se amplía en el instituto, y la creadora Émilie Tronche lo hace con un único objetivo: mostrarnos en un momento dado que todos ellos están enamorados de Julia.
Este detalle tiene una importancia suprema, puesto que nos indica que la infancia de Samuel no es solo suya, es una infancia universal. Dimitri, compañero de clase que durante un tiempo sale con Julia, empieza siendo todo lo que Samuel querría ser –por eso lo detesta– y se termina mostrando igual de vulnerable que nuestro protagonista. Son niños dejando de serlo, entrando a tientas a un nuevo mundo, y ya se sabe que todo lo nuevo es aterrador.
Aunque el personaje clave de la serie, más allá del propio Samuel, es Berenice. Una compañera de clase tímida y solitaria con la que irá creciendo una conexión pellizco a pellizco. La incomprensión –la incapacidad aún de comprender, más bien– hará que Samuel no se dé cuenta hasta al final de su diario de quién es Berenice para él. Si con Julia debe hacer esfuerzos titánicos para dar cuenta de su presencia en este mundo, con Berenice todo será mucho más fácil: a su lado simplemente será.
A nuestro primer amor le corresponde la responsabilidad de enseñarnos que somos. Que estamos aquí. Y que eso importa. Desde ese momento ya no podremos dejar de perseguir en los demás que nos proporcionen esa experiencia tan básica y decididamente mágica. Lo dice bien Irenegarry en su canción Contéstame a la historia: “Recuérdame que existo”. Berenice, en un último capítulo de la serie enternecedor, le muestra por primera vez a Samuel que existe. Es en ese momento en el que deja de ser un niño.
Samuel se enamora y deja de ser un niño para algún día enamorarse y volver a serlo. Esta idea permite a la serie proyectarse en el futuro y dejar entrever su vida entera, mucho más allá del último capítulo
Nadie en España ha escrito mejor sobre la infancia que Ana María Matute. Fue ella quien, con la voz de un niño en su novela Primera memoria, describió a los adultos como a una “extranjera raza”. Samuel es la historia de una persona convirtiéndose en extranjera de sí misma, es decir, abandonando la infancia para adentrarse en lo ignoto que viene después, sea lo que sea eso. El viaje empieza con la certeza de querer querer, sigue con la confusión de no saber cómo ser querido y concluye descubriendo que para que te quieran a lo mejor solo hay que ser; algo tan fácil y complejo como tan solo ser. Creo que todo ello se encuentra encapsulado en los efímeros episodios de la serie, y creo que si podemos percibirlo es porque en algún momento todos hemos sido Samuel, Berenice, Dimitri, Alberto.
Nuestras vidas, sin embargo, son tozudamente cíclicas. Tienden a la repetición. Eso, en ocasiones, es bonito. Aunque el primer amor nos robe la infancia, después solo volveremos a la ligereza de sus días azules cuando llegue el segundo, el tercero, el cuarto, el quinto, el sexto amor. Samuel se enamora y deja de ser un niño para algún día enamorarse y volver a serlo. Esta idea permite a la serie proyectarse en el futuro y dejar entrever la vida entera de Samuel, mucho más allá del último capítulo y el duodécimo aniversario del protagonista. Por mucho que pasen los años, siempre volverá a ese momento iniciático del capítulo final. El día que fue. Sí, Samuel se enamora y deja de ser un niño para algún día enamorarse y volver a serlo.
Eso, por lo menos, es lo que quiero para él, para mí, para quien haya llegado hasta la última de estas palabras embelesadas por una serie inolvidable.