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El planteamiento de la serie danesa Que viene el lobo bien podría haber sido una pesadilla recurrente de Alfred Hitchcock, que acabó exorcizando sus propios miedos convirtiéndose en un experto generador de sueños angustiosos. Quien en su día dijo aquello de «nunca trabajes con niños, ni con animales, ni con Charles Laughton», se hubiera puesto las manos a la cabeza ante esta premisa: una adolescente de catorce años, Holly, pone a su familia en el punto de mira de los servicios sociales tras escribir una redacción escolar en la que detalla una escena de maltrato físico por parte del padrastro. Desde el primer momento surgen dudas sobre la fiabilidad de esta petición de ayuda encubierta, no tan sólo por la seguridad con que la madre defiende a su actual pareja, padre de su hijo pequeño, sino también porque en el comportamiento de Holly aparecen pequeñas grietas, sutiles muestras de manipulación de la verdad por parte de la chica, tanto en el pasado reciente como en este presente enturbiado por las dudas.
¿Realmente todo ha sido una pura fabulación? ¿Es posible basar en el comportamiento ambiguo y en la mirada herida de una niña que ya está dejando de serlo la trama vertebral de un melodrama familiar, que es también ejercicio de suspense a lo Rashomon en el que cada cual defiende enconadamente su perspectiva por equivocada que esté? ¿Y si los que mienten son los adultos? No me imagino a Sir Alfred, el mismo que hizo explotar una bomba transportada por un niño en Sabotaje, enfrentándose a un dilema de tal calibre. Y eso que él también nos mintió más de una vez, haciéndonos creer que una tal Marion Crane nos iba a acompañar a lo largo de un peligroso viaje al filo de la ley, hasta que le dio por darse una ducha… o que incluso llegó a colarnos un flash-back falso del que siempre aseguró estar arrepentido, el de Pánico en la escena.
Dejemos ya tranquilo al director más sádico y travieso que se haya puesto nunca tras una cámara. En Que viene el lobo, matizada y muy adulta reflexión sobre la naturaleza escurridiza de la verdad, la responsabilidad de los actores juveniles es enorme: Flora Ofelia Hoffman Lindahl, en el papel de Holly, nos mantiene en vilo a lo largo de los ocho episodios. Somos incapaces de decidir si esta niña es una oveja indefensa, o si bajo su mirada desprotegida asoman las fauces de la deshonestidad. Por momentos sospechamos que puede tener una buena razón para actuar como lo hace, pero nos resulta imposible empatizar del todo con ella. En buena medida porque nadie nos genera antipatía en esta telaraña. Theo, el hermano pequeño de una familia reconstituida (término terrible que parece referirse más a una fachada exterior que al calor de un hogar), sufre a causa de las acusaciones hechas contra su padre biológico, las que han modificado sus rutinas hasta convertirlo en pupilo de las instituciones. En su incomprensión de lo sucedido, en su frustración infantil expresada sin paños calientes, nos sentimos especialmente cercanos a él.
También vemos padecer al matrimonio formado por Dea y Simon Madsen, desconcertados ante el escándalo que se cierne sobre ellos dentro y fuera de las puertas de casa, consternados porque de repente ver a sus hijos se haya convertido en un trámite burocrático, en una condena sin juicio previo. Todos se mantienen en sus trece, y sin embargo alguien no dice toda la verdad. Quizás no sea una persona sola la que miente. Quizás todos acabamos mintiendo en nuestro afán de supervivencia cotidiana. Vete tú a saber.
Al otro lado de la balanza de la justicia encontramos a Lars Madsen, el asistente social que se hace cargo del caso, un hombre tan corpulento como imperturbable (¿cuántos dobles de Papá Noel podríamos encontrar sin apenas esfuerzo en las calles de Copenhague?). Toda la furia que resultaría lógica en un trabajo sometido a tanto estrés emocional, propio y ajeno, parece diluirse en las sesiones de rock duro que se marca dentro de su coche. Le da vida el actor Bjarne Henriksen (su rostro te puede sonar, ya que quizás lo hayas visto en The Killing, en Borgen, incluso en la ficción islandesa Atrapados). Algún trauma oculto debe yacer latente en la psicología colectiva de los países nórdicos en relación con su Estado del bienestar, aparente modelo de ecuanimidad. O por lo menos, una preocupación lógica por la dificultad de llegar hasta el último rincón donde se requiere una intervención rápida. Y eso en el país en que las salas de interrogatorio para menores están diseñadas como si fueran salas de estar de exposición en Ikea.
La conclusión se reviste de la agradable sensación de liberación de quien acaba por reconocer que las mentiras más tóxicas no son aquellas que contamos, sino aquellas que nos contamos
No hace tanto, en la noruega 22 de julio, impecable retrato coral de una sociedad atenazada por un acto terrorista de extrema derecha, un agente de servicios sociales se torturaba por haber sido incapaz de detectar un caso de malos tratos a un menor. Otro más. Nuestros vecinos de arriba han entendido que escrutar la intimidad de un salón o una alcoba a golpe de formulario, siguiendo el protocolo a rajatabla, tiene sus riesgos. Te puedes pasar por exceso y por defecto, y en ambos casos vas a estar en el punto de mira. Eso es precisamente lo que le ocurre al personaje de Lars. Un trauma doloroso derivado de una intervención anterior le lleva a actuar con una urgencia máxima, sin dejar apenas margen para la duda razonable. La audiencia que le sigue desde el sofá desea que el tipo tenga razón, que su instinto no haya fallado, porque nos cae bien, y a la vez espera que la imagen de los Madsen como familia feliz amenazada por una travesura algo más retorcida de lo normal no sea finalmente un espejismo.
Claro que Holly también nos preocupa. No queremos tener que añadirla a la galería ilustre de menores malintencionados del estilo de Niles y Holland Perry, los gemelos conflictivos de El otro, la película de Robert Mulligan de 1972; o de Esther, uno de los personajes más fructíferos del thriller reciente, protagonista de la algo infravalorada La huérfana; o de Mary, la alumna de internado dispuesta a destrozar la reputación de las propietarias de la escuela, Shirley MacLaine y Audrey Hepburn, en La calumnia, en tiempos en que no hacía falta mentir para desafiar cierta corrección política; o puestos a quedarnos en Dinamarca, de Klara, la alumna excesivamente imaginativa que en La caza complica la vida de su profesor de parvulario, un Mads Mikkelsen más desvalido que nunca, a años luz de su refinado Hannibal Lecter (que en su día también debió ser un niño al que tenerle pavor). Y no hablemos del bueno de Damien porque tampoco me querría pasar de frenada. A diferencia de la mayoría de estos angelitos, la protagonista de Que viene el lobo no está disfrutando con el resultado de sus acciones. Sea delirio, distorsión de la realidad o estrategia eficaz de denuncia, Holly lamenta haber llegado hasta tal punto. Lo vemos en cada secuencia, en esa mirada al borde de las lágrimas, en esa incomodidad manifiesta.
Ulven kommer (Cry Wolf en su título internacional, Que viene el lobo en su emisión por Movistar+) ha sido creada por Maja Jul Larsen, que fue guionista en la famosa ficción política Borgen, algo así como la nave nodriza de la ficción nórdica de la última década, y también escribió un capítulo del thriller financiero Bedrag (La ruta del dinero), disponible en Filmin. En esta ocasión ella es la mente pensante de todo el armazón, un drama social disfrazado de enigma adictivo. Sin intentar desvelar más de la cuenta, la serie se revela como una inteligente exposición, la más cruda posible, de ciertos comportamientos tóxicos. Quienes la hayan visto hasta el final pueden alegar que algunos ases en la manga quedan ocultos más allá de lo que sería aconsejable por pura coherencia narrativa. Pero es una objeción menor.
Que viene el lobo hace gala de la solidez a que nos tienen acostumbrados por allá arriba. Incluso en un tramo final que podría resultar algo moralista, con unas apelaciones genéricas a buscar el propio camino sin permitir que los conflictos ajenos enturbien la biografía personal de cada cual, la conclusión se reviste de sobriedad, de empatía hasta en las circunstancias más difíciles, y de la agradable sensación de liberación de quien, gradual y tal vez dolorosamente, acaba por reconocer que las mentiras más tóxicas no son aquellas que contamos, sino aquellas que nos contamos.