Crítica de 'Possessions' (Filmin): "Hablar ahora o callar para siempre"
'Possessions'

Hablar ahora o callar para siempre

Analizamos la sensación seriéfila del año en Francia, 'Possessions', una intriga psicoanalítica compleja sobre el peso de la tradición y la condición femenina.
POSSESSIONS FILMIN SERIE

Las estrategias de promoción de los productos culturales que nos llegan de Francia, específicamente sus películas y más concretamente las comedias con vocación popular, nos han acostumbrado a desconfiar de lo que podríamos denominar el redondeo millonario. Igual que les pasaba a los paisanos de Pedro cuando el fantasioso muchacho les tomaba el pelo anunciando la irrupción del lobo, hemos visto tantas veces reproducido en carteles y publicidad diversa el lema «3 millones de espectadores en Francia» (a veces pueden ser cuatro, o cinco, o vete tú a saber), que al final ya no sabemos separar el grano de la paja. De la paja mental, se entiende. En tiempos de dictadura de la cantidad sobre la calidad, en que los miembros de un reparto se escogen en función de su número de seguidores en Instagram y todavía encuentras quien defiende la validez de ciertas fórmulas televisivas esgrimiendo su consumo masivo, cabe ser prudente con las cifras, no sea que te den dato por liebre. Por suerte, la última sensación francesa aterrizada en Filmin es una serie, considerada una de las mejores del año por la crítica de allá, suficientemente exigente con el espectador como para hacer innecesario conocer sus datos de audiencia. Además, ¿cómo no iba a caernos en gracia si el primer capítulo se titula «La boda roja»?

La coproducción franco-israelí Possessions (es más aconsejable que nunca disfrutarla en versión original, ya que el doblaje nos hace perder los matices de los diálogos en francés, hebreo, inglés y árabe) arranca de manera desconcertante. Si bien la sorpresa inicial queda desactivada con cualquier sinopsis, por somera que sea, lo que viene a continuación, a lo largo de seis episodios que mantienen la tensión por todo lo alto, es tan desconcertante como el punto de partida. Nos situamos en Tel Aviv, un escenario cada vez más habitual ante el flujo creciente de ficciones televisivas israelíes que nos van llegando, y que va a condicionar buena parte de la trama. Durante la ceremonia de boda de Natalie y Eran, justo antes de cortar el pastel, se apagan las luces. Al volver a encenderse, el novio yace degollado en el suelo y la novia sostiene en sus manos un cuchillo ensangrentado. ¿Ha sido ella quien ha boicoteado su propia luna de miel del modo más radical posible? ¿Y si es así, qué motivos la pueden haber inducido a cometer tal crimen a la vista de todo el mundo?

Interrogada por la policía israelí y puesta en prisión preventiva, Natalie insiste en su inocencia. El único que parece creerla, o por lo menos empatizar con su situación, es el vicecónsul de Francia en Tel Aviv, Karim Taleb, un individuo taciturno y solitario, consagrado a sus tareas de asistencia a ciudadanos franceses en apuros, que se obsesiona progresivamente con el drama de esta novia sospechosa y llega a desafiar los límites de su cargo diplomático para intentar defenderla. Este papel, el de nuestro cicerone en este laberinto de verdades reprimidas que se extiende entre las dunas azotadas por el viento del desierto del Néguev, lo asume con solvencia el actor de origen argelino Reda Kateb, a quien podemos recordar de películas como Un profeta o Hipócrates, que ha acabado dando pie a una versión para la televisión, otra de las grandes producciones francesas de los últimos años.

Las similitudes con otra serie reciente, si es que el período transcurrido desde 2017 no se puede considerar una eternidad al ritmo del calendario de estrenos, son tan casuales como obvias. También en la primera temporada de The Sinner un acto brusco de violencia aparentemente ilógico necesitaba ser explicado y tan sólo un paladín de la verdad parecía decidido a llegar hasta el fondo (allí un policía, aquí un empleado consular). La diferencia estribaba en que no había ninguna duda sobre la autoría material de los hechos: el personaje de Jessica Biel había cometido un asesinato a plena luz de un caluroso día de verano, junto a un lago, rodeada de bañistas inesperadamente convertidos en testigos oculares.

En una boda suele haber mucha gente, pero la oscuridad en que se ha cometido el crimen permite mantener la incertidumbre sobre la identidad del culpable hasta el final. Eso no quiere decir que Possessions se limite únicamente a jugar las cartas del «quién lo hizo», el famoso whodunit que Agatha Christie convirtió en un arte. En esta intriga, como en la mayoría de ficciones policíacas actuales, entender las causas es más importante que identificar al culpable, aun siendo conscientes que no todas las respuestas van a ser concluyentes. ¿Natalie es una mujer fatal o una mujer víctima de la fatalidad? ¿Ha sido manipulada, o es ella la manipuladora? En la búsqueda de este porqué, la serie que nos ocupa se vuelve a aproximar a The Sinner, ya que toca hurgar en el pasado.

Estamos lidiando con unas represiones sistemáticas, que a la larga acaban conduciendo a un tipo de posesiones más humanas que sobrenaturales

Decía antes que el marco en que se desarrolla Possessions tiene bastante que ver con el desarrollo de la historia de Natalie y su familia. Seguramente, en pocos lugares del planeta como en Tierra Santa resulta tan evidente el choque entre tradición y modernidad, el peso de un pasado mítico que pretende condicionar un presente algo más terrenal. La protagonista, a quien la joven actriz Nadia Tereskiewicz aporta la mirada entre soñadora y alucinada, tan hipnótica como hipnotizada, de quien anda buscándose a sí misma y no se resigna a permanecer en silencio, es la hija pequeña de una familia judía que ha estado viviendo en Niza y recientemente se ha mudado a Israel. Los mayores depositan sobre las espaldas de las nuevas generaciones una pesada carga en forma de herencia ideológica y cultural. En este caso, y en esta casa, la máxima autoridad parece ser la matriarca, Rosa, una mujer aferrada a las supersticiones que conoció en su juventud, en la comunidad judía de la isla tunecina de Djerba, y que se oponía de manera vehemente al matrimonio de la hija. La veterana Dominique Valadié aporta el patetismo necesario a la figura de la madre, una especie de Casandra trastornada, profeta de un desastre anunciado, quizás propiciado. A su lado, una amiga de infancia, Louisa (interpretada por otra de las grandes, Ariane Ascaride, musa del director marsellés Robert Guédiguian), una costurera que contribuye a urdir parte de la trama.

Las reacciones paradójicas de la madre después de la tragedia la sitúan en nuestro punto de mira: en lugar de ir a visitar a Natalie a la cárcel, se dedica a quemar fotografías y otros recuerdos en una especie de pira sagrada. Esa es una de las razones que provocan extrañeza al ver Possessions, por lo menos entre quienes no conocemos el talante israelí. No es únicamente la novia enviudada la que actúa como bajo los efectos de la hipnosis; muchos personajes parecen estar en trance. Pueden llegar a la impulsividad, pero después de unos segundos de pausa incómoda o de réplica inesperada, a diferencia de lo que es habitual por estos lares, en el Mediterráneo occidental. Ocurre lo mismo con el padre, Yoel, que nos permite reencontrarnos con el gran Tchéky Karyo, uno de esos actores con una trayectoria tan vasta, a las órdenes de cineastas como Eric Rohmer o Luc Besson, que recordarle solo por su papel de policía en The Missing parece casi una ofensa. Yoel se muestra superado por los acontecimientos, aunque rápidamente esa tibieza frágil en que se refugia se nos revela sospechosamente ambigua.

POSSESSIONS SERIE FILMIN

‘Possessions’ está disponible al completo en Filmin desde el 23 de noviembre.

En una cultura tan marcada por la tradición y las inercias estipuladas siglos atrás, todos los miembros de esta familia acaban siendo cómplices por acción o por omisión. Ahí está un personaje poco desarrollado, aunque imprescindible, el hermano del novio, que según manda la Torá, en caso de fallecimiento del esposo debe convertirse en el nuevo marido de su cuñada. Es lo que se conoce como ley del levirato. Si quiere renunciar a este matrimonio impuesto por la costumbre religiosa, la viuda puede hacerlo mediante la ceremonia de la Halizah, arbitrada por un rabino. En ella, la mujer debe quitarle el zapato al hermano y escupir en el suelo, tal como recoge uno de los capítulos. Se trata de un rígido ritual que se ha mantenido inalterable, ajeno a la evolución social y a unos nuevos tiempos, unos tiempos en los que una costumbre de raíz tan heteropatriarcal, que concibe a la mujer como un ser indefenso necesitado de protección, resulta difícilmente asumible. Sostener que cualquier religión, en su vertiente más ortodoxa, tiene un carácter feminista, no es más que un oxímoron de padre y muy señor mío.

De eso nos habla también esta historia, creada por Shahar Magen, escrita por Magen y Valérie Zenatti, y dirigida por Thomas Vincent (director de Versalles y El guardaespaldas). Del peso de unos simbolismos pretéritos que amenazan con pisotear la autonomía de una mujer del siglo XXI, mantenidos en buena medida por aquellas que la han precedido… como si el siglo en el que estamos no presentara ya suficientes retos para cualquiera que pretenda ser mujer libre de peajes. Sin querer desvelar del todo el sentido de un título abierto a múltiples interpretaciones, estamos lidiando con unas represiones sistemáticas, que a la larga acaban conduciendo a un tipo de posesiones más humanas que sobrenaturales. Por el machismo incrustado en nuestro ADN cultural y por los recelos de un género hacia el otro, por un miedo cebado durante generaciones en la ignorancia, la generalización y el oscurantismo, que suelen ser enemigos del amor y del deseo en su expresión más pura y desatada. Es aquí donde Possessions esboza un discurso de género poco complaciente, insinuando que tan nocivo es el mal como alguna respuesta desproporcionada que pretenda hacerle frente preventivamente.

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