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Los miembros de la familia Stark, la gran vencedora de la partida, se despiden para siempre / Crédito: HBO
Ya se ha dicho todo de Juego de Tronos. No solo eso, sino que todo se ha dicho por triplicado, de todas las formas posibles: si Juego de Tronos fuera heroína, estaríamos todos muertos.
Las redes sociales se han convertido en una suerte de pozo en el que millones de creadores de Juego de tronos (los que antes sabían cómo ganar la Champions o cómo hacer que fuéramos millonarios sin movernos del sofá) debaten sobre su propio final de la serie, sin saber –quizás- que el final lo han escrito otros. En el debate de egos, Juego de tronos ha perdido, por goleada, y ha quedado claro que el universo entero sabía cómo debía finiquitarse la serie, excepto los guionistas de la serie. Ellos no.
En este paisaje monopolizado por los ofendidos, los afectados y las víctimas de ‘Juego de Tronos’, hemos tenido que transitar los que pensamos que era solo una serie
En esta pelea de cuadrilátero de fango en el que se ha convertido la contemplación de esta (maravillosa) adaptación de los libros de George RR Martin, hasta hemos tenido que contemplar, atónitos, a los que no veían la serie destacando su peculiar singularidad. Los quejosos de Twitter, las plañideras de Juego de Tronos, personas aparentemente normales que presumían de forma rutinaria sobre algo que no estaban viendo. Como un tipo delante de una sala de cine clamando que no pensaba ir a ver esa película. Cogiendo a los transeúntes por el brazo y gritándoles al oído, a voz en cuello, que él no entraba porque no quería. Así, en este paisaje monopolizado por los ofendidos, los afectados, las víctimas de Juego de tronos, hemos tenido que transitar los que pensamos –Dios nos perdone- que era solo una serie. Una gran serie.
Sin embargo, puede que al final estuviéramos equivocados. Al fin y al cabo, estamos hablando de un fenómeno global que se ha alargado una década y ha colocado en la mitología popular a un buen nombre de personajes: Arya, Jon, Daenerys, Tyrion, Cersei o Jamie ya forman parte del Olimpo de la cultura pop, allí donde residen los que rompen la puerta de la ficción y consiguen sentarse en la parte más alta del escalafón espiritual. Personajes a los que amas u odias, o las dos cosas a un tiempo, algo que podría ser extrapolable a la propia serie.
Fans, analistas y críticos ya clamaban la palabra «traición» cuando apenas había llegado el ecuador de la temporada. ¿Para qué esperar? Decía el Cardenal Richelieu que «la traición es una mera cuestión de fechas», pero él no veía Juego de tronos. Y en esa contaminación ambiental, con tipos aleatorios soltando boutades del tamaño de «han hecho el guión con algoritmos» o «¿Ya podemos decir que es peor que Perdidos?», la convivencia al final se ha hecho insoportable. Pensábamos que nadie podía competir con el agraviado de Star Wars, pero nos equivocábamos: el agraviado de Juego de tronos quiere que repitan la temporada. Que la repitan. No es tanto el cómo, como el qué.
Sería injusto arrancar una despedida sin mencionar todos esos detalles, los artículos de clickbait, la botella de agua, el tercer brazo de Jamie, los Beatles, Sherlock Holmes o la madre Teresa, porque antes de hablar del último episodio de Juego de tronos hay que bajar la ruedecita del volumen y recordar que si uno mira imdb, la calificación popular del finale es de 4’5. Para entendernos, el de Dexter tiene 4’7 y el de Los Serrano 6’3. Es decir, que la gente piensa que el desenlace de Juego de tronos es peor que el de Dexter y el de Los Serrano.
Decía William Blake que los contrarios son necesarios para progresar y que por eso necesitamos el amor y el odio. Blake debe estar sonriendo desde su tumba sin nombre en Bunfill Hields.
En ese breve espejismo que fue su romance con Snow, pudimos ver a otro personaje, pero el real es el que quiere destruir a su enemigo y a cualquiera que se atreva a abrir la boca sin permiso
El último capítulo de Juego de tronos ha sido magnífico. Empezando por ese discurso de corte mesiánico, rodado a lo Leni Riefenstahl en el que Daenerys esboza su plan maestro para la guerra eterna. Como un general Patton con dragón. Es curioso esa especie de lamento colectivo por el presunto twist de la rompedora de cadenas. «Es que ella no era así». Debe ser porque es bien sabido que los señores (y señoras) de la guerra son siempre gente considerada y atenta que dejan sitio a los viejos en el bus y devuelven la pelota a los niños pequeños. Los caudillos son caudillos, independientemente de su género y (cosas de Chejov) uno no lleva una pistola a un duelo en el Oeste y luego cambia de opinión y lee un poema. Daenerys está sola, cabreada y tiene un arma de destrucción masiva. En ese breve espejismo que fue su romance con Snow, pudimos ver a otro personaje (curiosamente, ese le pareció coherente a todo el mundo), pero el real es el que quiere destruir a su enemigo, a los súbditos de su enemigo y a cualquiera que se atreva a abrir la boca sin permiso. O en palabras de William Munny: «Hombre, mujer, niño o a cualquier cosa que camine o se arrastre».
Lo mismo puede decirse de Tyrion: el personaje que más gustaba. Ahora resulta que tenía que haber muerto. O Arya, que tenía que haber muerto. O Sansa, que tenía que haber muerto. Los fans tienen más hambre de destrucción que el presidente de Siria.
Tyrion ha hecho lo que tenía que hacer: sobrevivir. Siempre fue célebre por ello. Por ello y por sus borracheras. Nadie esperaba que fueran a matarle, porque él representa al truhán, al trilero, al tipo que siempre guarda una última carta en la manga. Si te sientas en una mesa de póquer con el enano, todos saben quién es el primo. Y no, no es Tyrion.
Arya es otra superviviente, de distinto cariz y desde luego mucho más letal que el Lannister bueno. Su viaje a tierras desconocidas tiene todo el sentido narrativo del mundo y completa un arco dramático fascinante, punteado por esa sensación de que estamos ante el personaje mejor escrito de la serie o como mínimo el más completo.
Sansa, cuya secesión ha molestado a ciertos analistas con querencias políticas concretas, es la otra gran jefa del show: no ha habido manera de derribarla. Muchos los han intentado; muchos han fracasado. Ella es el faro del norte y su destino estaba claro: reinar. Al fin y al cabo, es lo que hacen las reinas.
Si ha habido un personaje cristiano, ese es Jon Snow, al que solo le ha faltado una crucifixión y multiplicar algo: panes, peces o lo que sea
Y llegamos al pobre Jon Snow. Abnegado, con su manto de anti-héroe, diseñado para pasar frío hasta en Hawaii. Al pobre Jon le ha tocado el spa de Juego de tronos: enviado al muro, asesinado, resucitado, puteado hasta la extenuación, renacido como soberano, rendido a Daenerys, novio de Daenerys, sobrino de Daenerys, asesino de Daenerys, enviado al muro.
Si ha habido un personaje cristiano en la serie, ese es el pobre Aegon Targaryen, al que solo le ha faltado una crucifixión y multiplicar algo: panes, peces o lo que sea.
Su plano final, esa sonrisa que nunca acaba de asomar, es un precioso testimonio de lo difícil que es despedir a un personaje como él. El tipo al que contarías que acabas de matar a un desconocido, te miraría, iría a su casa y volvería con dos palas y una propuesta para enterrarlo en su jardín. Un hombre justo y bueno, ingenuo y bondadoso, cuyo sentido de la justicia no le ha dado demasiadas alegrías.

Jon Snow (arengado por Tyrion) comete el magnicidio que cambiará la historia de Poniente / Crédito: HBO
Se podrá hablar de Lady Brienne, de Bron, de Tormund o de Samwell Tarly, pero creo que todos/as les queremos lo suficiente como para desearles buen viaje y dejarles en paz.
De Bran no hay más que decir, probablemente el gran deus ex machina de la serie. Y un aplauso al actor que se hizo rico por sentarse en una silla y mirar a los demás como si acabara de meter la cabeza en un barril de LSD.
¿Había una manera definitiva de acabar bien la serie? Por supuesto, no emitiendo el capítulo. Dejando un fundido a negro de 90 minutos y que cada uno imaginara su propio final.
Deberían haberlo hecho, y todo eso que nos hubiésemos ahorrado.