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Hay un viejo refrán ruso que reza, ‘el futuro es previsible, lo que es imprevisible es el pasado’. En el caso del protagonista de The Old Man (inmenso Jeff Bridges), el pasado vuelve para morderle el culo, como en la escena post-créditos de una película de terror en la que el asesino acaba con el superviviente cuando éste ya creía haberse librado de la maldición de turno.
El precepto es aparentemente sencillo: un espía retirado se ve obligado a salir de la trinchera al darse cuenta de que lo único que le importa podría estar en peligro. El problema es que el agente secreto está ya demasiado cerca del final y demasiado lejos del principio como para poder ir por ahí liquidando malotes como si fuera Jason Bourne: cuando ya se es demasiado humano para ser un superhéroe. Por eso todo en este show que huye de las hipérboles como la gacela de un león con hambre, acaba siendo pausado y metódico.
Nada se resuelve con dos guantazos y un rodillazo, no hay peleas de dos segundos, ni patadas voladoras, ni golpes de efecto. Cada vez que alguien quiere liquidar al viejo, la pantalla se llena del mismo esfuerzo que uno experimenta el primer día de gimnasio, encerrado en un aula con un monitor de spinning. Y sin embargo, en esa exasperante lentitud del que ya no puede resolver las cosas por la vía rápida, se encuentra la -cansada- alma de esta maravillosa serie: todo en ella es más real que la vida misma.
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The Old Man es una serie de espías que se pasa por el forro todas las convenciones de las series de espías al uso. Transcurre alrededor de larguísimas conversaciones perfectamente tejidas alrededor del paso del tiempo, la venganza y la(s) familia(s). La de sangre y las otras. Quien se adentre en ella buscando misterios internacionales, gadgets e irresolubles enigmas que solo conducen a otros enigmas, se va a dar de bruces con una pared de hormigón. Seguramente, esa es su mayor virtud y también su mayor problema, convencer al espectador hiperestimulado acostumbrado a las explosiones, los montajes a 78 planos por segundo y los ingeniosos 007’s low-cost, de que hay personas que hablan, piensan, sienten y sufren. Y que sí, amigos y amigas, esas personas también pueden ser (o haber sido espías).
‘The Old Man’ es la bicicleta en una carretera llena de camiones: no puedes dejar de admirar su valentía mientras temes por su destino
De hecho, The Old Man está más cerca de La conversación, El espía que surgió del frío o Todos los hombres del presidente, que de cualquier hijo del género de señores con gabardina, micrófonos y armarios repletos de esqueletos y -seguramente, también- nada de ello sería posible sin un reparto de hormigón armado encabezado por el citado Bridges y anclado por John Lithgow y Alia Shawkat. Lithgow es ya un monstruo familiar, uno de esos actores que podría romperte la espalda mirándote de reojo; Shawkat ya demostró en Arrested Development que era una bestia parda, pero la exhibición en esta serie le augura un porvenir prometedor en los altares del drama.
La cuarta pata es Amy Brenneman, que los catódicos veteranos reconocerán de Policías de Nueva York y los cinéfilos con memoria por su papel en esa obra maestra llamada Heat. Con este coro, es bastante difícil que la obra salga mal y a pesar de los aguafiestas de siempre y el eterno mantra de ‘baja a partir del capítulo x’, lo cierto es que la serie mantiene la excelencia hasta el último segundo del último minuto del último capítulo. Teniendo en cuenta que se las apaña para explicar todo lo que le da la gana en solo ocho capítulos, no cuesta creer que The Old Man va a estar en todas las listas que pregonan lo mejor del año.
En este universo de incontables novedades, presuntas obras maestras que desaparecen de la cabeza del espectador con la misma rapidez que una aspirina efervescente se difumina en un vaso de agua y shows que hacen del efectismo su razón de ser, la serie de Robert Levine (que hasta ahora no tenía nada excesivamente memorable en su currículo) es una manera de volver a la tele con conciencia, a la ficción ambiciosa, desacomplejada. Es en ese paisaje lleno de diálogos de piernas largas y palabras envenenadas, completamente desprovistos de chatarra, por donde pululan los depredadores de verdad, los que no le cuentan los planes a James Bond antes de que éste se desate y los tire por un barranco, The Old Man no tiene competidor posible.
No hay barroquismo, ni barullo, ni nada más que la sempiterna perfección del negro sobre blanco
No se puede acabar sin destacar la espléndida dirección de la serie. Una dirección contenida, minuciosa y perfectamente calculada para envolver a los personajes a los que retrata. Si nos dijeran que la planificación es obra de un cirujano, sería perfectamente razonable. Lo mismo pasa con los flashbacks, acostumbrados como estamos a que nos los metan con calzador y a traición, los viajes al pasado de The Old Man son gloria bendita, redondos en su concepción y nunca simples recursos de pico y pala.
Lo único malo que puede decirse de esta receta es que queda por ver si recibe el favor de un mundo que parece ir en sentido contrario al de sus pilares. Esta receta es en realidad la de la simplicidad de un guion desnudo. No hay barroquismo, ni barullo, ni nada más que la sempiterna perfección del negro sobre blanco cuando llega a las manos adecuadas y la aparente facilidad con la que alguien transforma unas palabras en un papel en una epopeya sobre lo jodido que es ser un maldito viejo en un planeta en el que todos compiten por ver quien corre más.
The Old Man es la bicicleta en una carretera llena de camiones: no puedes dejar de admirar su valentía mientras temes por su destino. También es una aguja en un pajar dominado por productos de usar y tirar que se autodestruyen para acabar en el inacabable cementerio del streaming. Una serie sobre tipos tozudos que ya son demasiado viejos para salvarse a sí mismos, pero aún tienen la esperanza de salvar un pedacito de futuro.
Un pequeño milagro a prueba de ateos: solo te lo crees porque lo has visto.