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Pongamos que lleva usted un tiempo haciendo algo. Lo hace usted bastante bien. Ya le tiene cogido el tranquillo. Le sale casi solo. De hecho, no necesita hacer ningún esfuerzo, porque le da de sobras con lo puesto. Hasta que, de repente, llega alguien nuevo a la oficina. No solo tiene más talento que usted, sino que tiene más energía, más ganas y mucha, mucha más hambre. Y de un día para otro, el que lo tenía todo, se convierte en alguien obsoleto. Lo que hace sigue interesando a algunos, porque no está mal, pero los que necesitan productos estimulantes le han abandonado.
Podría ser el relato de un funcionario, un burócrata, de un escritor o un actor común o -en general- de cualquiera que haya hecho cualquier cosa durante mucho tiempo. Es también el relato, veraz, del estado de la ficción auto-conclusiva estadounidense, que amenaza ruina desde hace ya un tiempo. Por cada The Good Fight, aparecen cincuenta Salvation y treinta Walker Ranger de Texas (sí, han hecho un remake; no, no es culpa mía). No se trata solo de la pobreza creativa que escenifican series como Magnum o McGyver, que cumplen su función en un universo en el que actúan de refresco con mucho azúcar, ideal para una noche tonta o un domingo de lluvia. El problema es que la degeneración del formato, o el género, que cada uno escoja sus armas, ha llegado a un punto de no retorno por culpa de algo tan sencillo como la propia evolución.
Hablamos de grandes tótems del procedimental como ‘Chicago PD’, ‘Ley y Orden’, ‘Blue Bloods’ o del nuevo orden de ‘SWAT’, ‘The Rookie’ o la -terrible- ‘Clarice’
No hablamos de las sit-com, que aún tienen cosas que decir y que hacen cosas como Call me Katz, The Major o hasta Kenan y The Unicorn, y que suplen con creces su función de entretenimiento digno. La comedia siempre ha tirado del carro en tiempos de crisis. No. Hablamos de grandes tótems del procedimental como Chicago PD, Ley y Orden, Blue Bloods o del nuevo orden de SWAT, The Rookie o la -terrible- Clarice. Todos ellos, como si fueran en la cubierta del Titanic, han empezado un lento proceso de degradación por culpa del progreso. El #metoo, el Black Lives Matter, la cultura de la cancelación, Trump, las fake news, la teoría queer, las nuevas masculinidades y, en general, cualquier cambio socio-político del último lustro, ha encajado mal en la lenta pero gigantesca rueda que hace girar el universo autoconclusivo estadounidense.
Como si hubieran juntado a todos los guionistas estadounidenses de los mencionados shows y unos cuantos más y les hubieran dicho que la cosa estaba jodida, que había que meter más personajes afroamericanos, mas asiáticos, más mujeres, más trans, más tramas sociales, más polis malos, más madera. Sin embargo, en el mismo briefing se olvidaron de decirles que no basta con poner a un policía negro, a un personaje trans o a alguien dando un discurso sobre el final de la impunidad del señor blanco de traje impoluto y mano larga. Esos personajes deben ser orgánicos, necesitan tiempo, tienen que ser de hormigón armado porque lo que pasa cuando no lo son es que parecen pegotes, caricaturas, esbozos de roles que nunca antes habían creído necesarios y que ahora dibujan con el trazo de un niño pequeño que tiene mucha prisa.
El resultado son series que frenan y aceleran, que van a trompicones, donde todo resulta artificial, como un mal decorado de bajo presupuesto. Es el problema de llegar tarde a un mundo que ha cambiado y no saber por qué o cómo ha sobrevenido ese cambio. Es imposible atender a los síntomas sin dictaminar la dolencia. Como ese personaje de The Rookie interpretado por Brandon Routh, un policía racista tan sumamente pedestre que acaba siendo risible. Al verlo, es imposible no pensar en un lavado de conciencia express, una excusa barata por las ofensas pasadas, las propias y las ajenas; o la subtrama del policía negro en la última temporada de Chicago PD, resuelta con tal torpeza que a uno le entra la duda de si estos guionistas son los mismos que trazaron con Elias Koteas uno de los mejores arcos dramáticos de la ficción estadounidense de los últimos años.
Al final, uno se pregunta si no va a ser tanto un problema de talento, como de titubeo y rigidez, de pánico al propio quintacolumnismo
Lo mismo puede decirse de series de nuevo cuño como FBI o FBI Most Wanted. En la primera han empezado a crecer como setas los soliloquios en los que alguien (normalmente un agente afroamericano o asiático) examina el rol de la agencia de espionaje en la historia reciente de los Estados Unidos. El soliloquio se finiquita con algún otro agente (normalmente blanco) contestando con un nuevo soliloquio que -inevitablemente- concluye, «es lo que hay»; en la segunda de estas series se afronta -por fin- el problema del terrorismo supremacista blanco. ¿La pega? Un esquema que se repite hasta la saciedad: el del blanco de trailer park de alma carcelera que un día decide que va a matar a unos cuantos enemigos. Cero matices, cero perspectiva, cero ambición. Como si el espectador no esperara otra cosa.
He aquí el auténtico desafío: ¿Cómo cambias las normas del propio formato? ¿Cómo encajas lo nuevo en un envase caduco? Hasta SWAT, que tiene el único showrunner afroamericano de la parrilla, ha caído en su propia trampa: el policía negro que tiene que justificar permanentemente que es policía; el policía blanco que se va a vivir a un barrio deprimido porque así los vecinos (seguro) van a fiarse más de él. El policía asiático que se cansa de ver (un minuto por episodio) cómo atacan a su comunidad; el policía veterano que lucha por no ser percibido como una amenaza. Todos cortados por un patrón miedoso, preocupado por no chocar directamente con el fondo de la serie: ser un show policial de una cadena generalista en la que los policías son buenos justos y casi siempre heroicos. Al final, uno se pregunta si no va a ser tanto un problema de talento, como de titubeo y rigidez, de pánico al propio quintacolumnismo.
Bull trató de hablar del fulgurante éxito de figuras como Tucker Carlson, de las fake news y del desprecio de cadenas como Fox News por la verdad, en términos absolutos. Fracasó; Ley y Orden intentó retratar el sucio universo de Jeffrey Epstein. Fracasó; The Rookie trató de sublimar la idea de la oveja negra, el policía racista, como si solo hubiera uno por comisaria. Fracasó. La lista es larga y densa, nadie vio venir el tsunami de ítems sociales, culturales y de identidad étnica y social que iban a surgir y que obligarían a la televisión, espejo a veces cóncavo, a veces convexo, pero -casi- siempre perverso, a correr para ponerse al día.
Obviamente, la llegada del streaming ha resultado ser el último clavo del ataúd. Nuevos showrunners, nuevas series, tipas y tipos que no necesitan imaginar personajes distintos porque proceden de otras realidades. Los personajes de Euphoria, los personajes de It’s a Sin o los personajes de Así nos ven, son herederos directos de A dos metros bajo tierra, The Wire o En terapia. Personajes de titanio cuya complejidad se despliega con la elegancia del que sabe muy bien que la ambición es una planta carnívora pero no teme poner la mano ahí, básicamente porque han tenido que lidiar con plantas carnívoras toda su vida: son hijos de una civilización de plantas carnívoras.
Los autoconclusivos, especialmente aquellos que pretenden brillar en el ámbito del drama, pueden optar por la jubilación anticipada, la estrategia kamikaze (alienar a su propia audiencia arriesgando de verdad con el contenido) o, lo más probable, seguir haciendo aquello que siempre han hecho mejor: mirar a otro lado, rascarse la cabeza y silbar. Al fin y al cabo, hacerse el loco también tiene su mérito.