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Michael Chiklis es inmortal. Su papel de policía al margen de la ley, de la moral o de cualquier otra consideración humana en The Shield, sirvió para conducirle en volandas al Olimpo de los cabronazos al que entregaríamos las llaves de casa aún sabiendo perfectamente que cuando llegáramos habría matado a la familia, al perro y prendido fuego al jardín. Ese bastardo con el tren de gravedad bajo que igual le descerrajaba un tiro en la frente a un chivato, que le atizaba con un listín telefónico a un pederasta o atropellaba a un traficante, conquistó corazones y mentes del teléfilo avezado desde los primeros compases de la serie. Chiklis (1963, Massachusetts) llevaba el timón de un show donde no había piedad: ni para los malvados, ni para nadie más.
De descargar camiones doce horas al día a competir en todos los deportes posibles, Chiklis empezó siendo un rostro habitual de los castings en Boston, para después largarse a buscar fortuna a Nueva York. Los más cinéfilos le recordarán por su controvertida actuación como John Belushi en la terrible Wired. La película era poco agraciada, pero sirvió para que algunos empezaran a fijarse en aquella mole de ojos azules que tiraba de cualquier cosa como un tráiler de dieciséis ruedas al que se le han roto los frenos. Hasta que llegó aquel sociópata llamado Vic MacKey, un policía de Los Ángeles al mando de una unidad de élite en la peor zona de la ciudad. Un Messi de la corrupción y la ira, que no dejaba nada en pie, obsesionado por destruir cualquier cosa que se cruzara en su camino; una versión con placa del caballo de Atila que robaba, mataba y mentía con la misma facilidad con la que otros respiraban o se fumaban un pitillo.
El problema de The Shield en genérico y de Chiklis en particular, es que no hay lugar donde ir desde allí. No hay un post-The shield. Hay trenes que pasan una vez en la vida y el actor se subió a él, sacó la mano por la ventanilla y fue dando collejas a todos los que se apilaban en el andén. Con la serie se abrió la veda de la televisión por cable y de repente todos se preguntaron qué se podía hacer allí. Los polis de El corral: Dutch, Shane (maldito Shane, otro personaje de esos que te hace amar y odiar la caja tonta a un tiempo), Aceveda y todos los demás, parecían diseñados para encajar con los recovecos de Mackey. Como si Vic fuera el troquel de un puzle al que van añadiendo piezas, una tras otra. Algunos dirán que los grandes actores siempre tienen química, pero lo de Chiklis con Glenn Close, Forrest Whitaker, Walton Goggins o CCH Pounder, es otra cosa.
Metido en experimentos cinematográficos que no funcionaban, y series con la misma complejidad que un paquete de galletas, Chiklis parece haber encontrado un vehículo a la altura de sus chacras
Coronado con uno de los mejores finales de la historia de la tele, Chiklis ha tardado mucho en recuperar el paso. Como estar toda la vida sorbiendo champán francés de un cáliz de plata para que un día lleguen y te comuniquen que ya solo hay agua y que te la van a servir en un vaso de plástico. Metido en experimentos cinematográficos que no funcionaban, cameos de poca monta y series con la misma complejidad que un paquete de galletas, el actor parece haber encontrado por fin un vehículo a la altura de sus chacras. La serie en cuestión se llama Coyote (estreno el 25 de enero en AXN) y cuenta la historia de un policía que por razones que no vienen a cuento (no vamos a empezar ahora con los spoilers), se ve obligado a trabajar con un cartel de México, haciendo toda clase de recados.
Por fin se ve al intérprete volviendo a gobernar al potro enloquecido que puede llegar a ser el formato. El género (las series) se han convertido en un caníbal al que nadie ha dado de comer durante una eternidad y al que luego han soltado para que devore lo que le apetezca. Chiklis parece haber esperado que llegara el momento adecuado para ponerse de nuevo al frente de un show. No es que haya estado en el sofá de su casa: cuando acabó la serie de su vida, se enzarzó con una familia que tenía superpoderes (Los Powell), luego se fue a la ciudad del juego (Vegas) y más tarde sembró el pánico en American Horror Story. Aun así, siempre dio la impresión de que mandaba más la contención que el despiporre.
El de Massachussets -que conste- sigue siendo un animal escénico, capaz de llenar las cuatro esquinas de cualquier tele, sin importar las pulgadas. En un papel más reposado, que no tranquilo, aparece un actor con una vis cómica enraizada en el hecho de que su partenaire es un mexicano que no habla inglés y de que el personaje de Chiklis domina el español como si hubiera nacido en Canberra. La falta de comunicación propicia momentos gloriosos y sirve para demostrar que Vic MacKey tiene una retranca considerable.
Coyote es una miniserie de seis episodios, con lo que uno no tiene que arrastrarse por interminables tramas para acabar llegando a un cliffhanger que lo deja en territorio de nadie, esperando siete temporadas más. Que nadie se engañe, la serie contiene suficiente acción como para llenar dos franquicias y una cantidad notable de tortas al por mayor, pero no se parece a The Shield. La brújula moral de los protagonistas se halla en un sitio razonable y hasta se lanza un mensaje que hemos visto muchas veces en la pantalla grande (y otras tantas en la pequeña): hasta las ideas más aparentemente inmutables pueden verse alteradas cuando se altera el contexto. En la pequeña fábula socio-política que dibuja Coyote, se vislumbra otra serie. Y Chiklis, obviamente, manda en las dos.