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En abril de 2021, el diario El País publicó Marbella, sede social del crimen organizado. El reportaje, firmado por Nacho Carretero y Arturo Lezcano, hablaba de la violencia creciente y cada vez más salvaje en una Costa del Sol conquistada por el narcotráfico. Un centenar de bandas criminales, de más de 50 nacionalidades distintas, comparten un espacio de menos de 100 kilómetros, a escasa distancia tanto de Marruecos, el mayor productor de hachís del mundo, como del puerto de Algeciras, una de las más populares vías de entrada de la cocaína a Europa. Este largo y exhaustivo artículo está en la base de la nueva producción de Dani de la Torre y Alberto Marini, que llega a Movistar Plus+ tras su estupenda experiencia previa con La Unidad.
“Marbella es muchas cosas. Buenas y malas. Y una de ellas es que es la ONU el crimen organizado”, dice el protagonista de la serie que nos ocupa en los primeros minutos de su episodio inicial, en una ajustada descripción del ecosistema delicitivo marbellí. Que si los serbios y los de Liverpool, que si los albaneses y los de la camorra, que si los de aquí y los de allá. Nos lo cuenta, mirando a cámara, el mismo personaje que retuerce las leyes hasta el infinito, abogado sin demasiados escrúpulos, manipulador, más listo que el hambre, y tan canalla como majete: “Soy fan de las películas de mafiosos, con esos ajustes de cuentas, con esos diálogos… Creo que me gustan porque no tienen nada que ver con cómo se hacen las cosas aquí».
Si atendemos al trabajo periodístico referenciado unas cuantas líneas más arriba, podemos sacar algunas conclusiones al respecto de eso que dicen que ocurre en la ciudad malagueña, en pasajes extraídos del texto como los que siguen: “La policía ha rescatado a un hombre de un garaje con los dedos de los pies taladrados. Se trata de un amarre, un secuestro entre bandas para ajustar cuentas”. Otro: “Un joven en chándal y tatuajes estrella el Rolls Royce que conduce contra otro coche en un cruce. Mientras inspecciona el frontal destrozado de su vehículo, sostiene tres móviles en la mano y mira desafiante a quien atraviesa la escena”.
Aún otro párrafo más del reportaje en cuestión: “El jefe de una organización criminal que lleva años instalado en Marbella habla con desprecio del nuevo perfil de delincuencia que hay en la Costa del Sol: los jóvenes que vienen ahora no tienen códigos, no respetan nada. Está toda esa gente de las riñoneras cruzadas, mientras sus jefes están en Dubái”.
Un inspiradísimo Hugo Silva se echa la serie a los hombros con toneladas de carisma y muchísimo sentido del humor.
Las palabras de Nacho Carretero y Arturo Lezcano son significativas porque todo eso que escriben aparece reflejado en los seis estimulantes capítulos de Marbella. Sus creadores, Dani de la Torre y Alberto Marini, son tan rigurosos como los mencionados periodistas de El País, que, por cierto, colaboraron activamente en la elaboración del guion de la serie. Pero en su detallada mirada al narcotráfico, las venganzas y los asesinatos, apostada al lado de la denuncia, también hay una clara apuesta por el puro entretenimiento. Contaba recientemente Hugo Silva al firmante de esta crítica que uno de los grandes referentes de esta ficción era el Martin Scorsese más gamberro, el de Uno de los nuestros y El lobo de Wall Street. Y, más que en su espídica forma de mover la cámara, hay una serie de recursos narrativos y formales que emparentan a Marbella con el cine del genio neoyorquino.
Desde la narración en primera persona de un personaje que abraza la pillería y, a menudo, rompe la cuarta pared para hacernos cómplices de sus tejemanejes, a la ligereza tonal, o a la capacidad de seducción que tienen el mal y la inmoralidad, representados por personajes que hacen de la ostentación su modus vivendi. Los criminales, como el propio picapleitos que borda Hugo Silva, viven en casoplones con piscina y coleccionan relojes exclusivos y joyas que brillan en la oscuridad, trajes de precios prohibitivos (lo de los chándals de diez mil pavos es para volverse loco), o cochazos de gama más alta que Wembanyama.
En el primer episodio de Marbella se ponen los puntos sobre las íes: el abogado liante especializado en solucionar problemillas gangsteriles tiene un nuevo cliente, un magrebí con las cosas muy claras y el orgullo subido llamado Yassim, nuevo representante en la Costa del Sol de la sanguinaria Mocro Maffia holandesa.
La cosa es estructurar su aterrizaje en Puerto Banús, organizar reuniones con los capos de otras organizaciones, facilitar contactos en las aduanas y escuchar lo que su topo en la policía tiene que contarle. Es el rey del chanchullo: “Vivo de la pereza de los jueces y del crimen desorganizado. Nosotros no lo vamos a sacar, es el sistema”, explica mirando a cámara, tras liberar a un mafioso tarado que casi atropella a un policía después de arrancarle la oreja de un mordisco a un pobre fulano que celebra una despedida de soltero. «Tuvo un ataque de epilepsia, señoría”, y a otra cosa.
‘Marbella’ apuesta por la diversión a raudales, la narración lúdica y simpática, los giros de guion juguetones, y un sentido disfrutón de los relatos de mafiosos.
Pero, con la cercanía como bandera, el letrado Silva va estrechando lazos personales, incluso familiares, con el recién llegado delincuente, y, preso de su propia ambición, se va viendo cada vez más atrapado por la telaraña de violentos toques de atención y favores delicados tejida por el narcotraficante y su banda. “Lo tengo todo controlado”. Va a ser que no. Y mientras tanto, un inspiradísimo Hugo Silva se echa la serie a los hombros con toneladas de carisma y muchísimo sentido del humor, convertido en el mejor cómplice posible para Dani de la Torre y Alberto Marini.
Director y guionista vuelven a mostrar su buenísimo pulso para dibujar la tensión que se respira en un entorno de amenazas, ajustes de cuentas y disparos en la nuca. Pero también saben darle una ligereza tonal que le va que ni pintada a una serie en la que hay sordidez y lujo hortera, chantajes y vendettas, kalashnikovs y fajos de billetes, toneladas de cocaína y chivatazos, redadas y policías íntegros (ahí están la siempre estupenda Elvira Mínguez y su equipo) que intentan hacer su trabajo pese a las corruptelas de dentro y las burlas de fuera.
Pero, hablando el mismo idioma que Guy Ritchie y sus gentlemen, en realidad, Marbella apuesta por la diversión a raudales, la narración lúdica y simpática, los giros de guion juguetones, y un sentido disfrutón de los relatos de mafiosos. No podía ser de otro modo si el plató es la ciudad que eligió como alcalde a Jesús Gil y Gil. Y tal y tal.