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Netflix ha escogido el verano para el regreso de una de sus producciones más exitosas, La Casa de Papel. En esta época del año tan calurosa, tan propia de piscinas y escapadas, tan alejada del sofá y la televisión, también son habituales los festivales multitudinarios y los conciertos a la luz de la luna. Eventos que, salvo deshonrosas excepciones, no terminan cuando parece, sino cuando el artista de turno reaparece, toca un par de canciones más de las previstas y satisface los deseos de muchos de los que, religiosamente, han pagado su entrada. Esa generosidad mal entendida, porque “para qué se despide usted si va a volver”, es comúnmente conocida como “bises”. Y para algunos espectadores este generoso recurso consigue poner la guinda a un pastel perfecto, mientras que para otros simplemente sirve para justificar el deseo insaciable del respetable, pero no aporta nada nuevo.
La tercera parte de La Casa de Papel es algo así. Un bis que deja un regusto desigual, que depende del amor incondicional que la audiencia profese por el producto para evaluar su calidad. Yo no soy de las fanáticas, pero tampoco de las “haters”. No me he comprado un mono rojo, ni entono el “Bella Ciao” en cada cita multitudinaria, pero por razones que no vienen a cuento tengo una careta de Dalí en el armario. Me enamoré de la primera parte, me desanimé algo con la segunda, y lo achaqué a un romance que se extiende demasiado en el tiempo innecesariamente. Ahora, los dos primeros capítulos de la nueva entrega me han sentado como esa cita que tienes con un ex, en la que las risas, los guiños y las bromas te recuerdan a un tiempo pasado, pero no te dibujan un presente que añoras, ni un futuro mejor.
Me gustaría haber visto más, para saber si la culpa de esta desazón la tiene la brevedad de la cita o si se asienta en la apatía que te producen esos vicios que ya habías dejado atrás. Pero no ha podido ser. Y todo lo que me he encontrado son momentos que, para mí, no argumentan el regreso, pero trabajan para hacer las delicias de una audiencia planetaria con la que nunca soñaron sus creadores. Estos niegan la mayor y afirman que la vuelta está más que justificada, porque una de las criaturas del Profesor está en peligro, y la banda debe reunirse de nuevo. Mire usted, sí, pero no. Y así, a cada minuto del metraje.
La razón que alegan los padres de la criatura nace de la inconsciencia de la juventud, la felicidad que da estar enamorado y el aburrimiento que proporciona vivir en una isla sin más contacto humano que los nativos con los que todavía no has aprendido a comunicarte. Río y Tokio se refugian en una remota isla del mar Caribe sin más preocupaciones que pensar dónde y cómo vas a pasar la tarde, cuándo vas a follar o qué vas a comer. Es lo que tiene que te sobre el dinero. Pero el personaje interpretado por Úrsula Corberó se aburre y decide ir a correrse una juerga, o dos o tres, a Panamá. Al bueno de Río la ausencia le mata y decide contactar con ella. El problema es que el método utilizado para comunicarse se lo proporcionó un tipo poco fiable, y ahora la Europol pasa noche y día esperando a que esos teléfonos se enciendan para descubrir dónde se encuentran.
Fuegos de artificio que preceden a playas espectaculares, países más budistas de lo necesario… Todo para juntar en la misma mesa a aquellos que juraron no volver a verse
Lo que sigue a las ansias del amor es pura acción, fabricada para deleitar a la audiencia y para construir un lustroso tráiler que haga las delicias del espectador más reticente. Carreras en barrios de chabolas y cuestas interminables, ansiedad a la orilla del mar armado con un artefacto que ni tiene sentido exhibir ni acaba por dispararse. Fuegos de artificio que preceden a playas espectaculares, países más budistas de lo necesario y reencuentros llenos de emoción. Todo para juntar en la misma mesa a aquellos que, tiempo atrás, juraron no volver a verse salvo imperiosa necesidad. La necedad de los jóvenes amantes es suficiente.
El amor también se ha encargado de cubrir algunas bajas, y donde antes había rehenes y policía ahora hay mujeres dispuestas a dejarlo todo por seguir a su enamorado ladrón. ¿Quién no ha hecho alguna locura por amor alguna vez? Y entre miradas cariñosas, madres aquejadas de Alzheimer y padres (putativos) que apelan a la responsabilidad, la acción baila hasta en cinco líneas temporales diferentes, porque lo importante es que el espectador esté atento, pero también entretenido. Y las historias lineales, al parecer, tienen menos gracia. Cuando llega el consenso, y la merecida bofetada, la nueva entrega de La Casa de Papel planta al espectador ante una nueva maqueta, una nueva estancia con apariencia de clase y un nuevo y revolucionario plan. Que más que preocuparse por liberar al miembro retenido, del que el mundo no tiene constancia de su detención, tratará de poner patas arriba el maldito sistema. Para qué conformarnos con menos. Otra vez.
El Profesor recluta a nuevos alumnos para completar su particular mapamundi, lo que supone que se sumen a la producción algunas caras conocidas que los fans internacionales acogerán con agrado. Otras, a la vista de lindezas como “patriarcado el que tengo aquí colgado”, no tanto. Por si no hemos tenido suficiente, en el segundo episodio, el líder de la banda se marca un guiño que solo los fenómenos globales se pueden permitir. “La máscara se ha convertido en un símbolo” dice el personaje de Álvaro Morte a sus aventajados alumnos mientras les muestra imágenes, ficcionadas, del fenómeno que su revolución (la serie) ha supuesto a lo largo de todo el mundo, en manifestaciones, reivindicaciones y campos de fútbol. Y una ya no sabe si está viendo la “necesaria” continuación de una historia, o el bis que se permiten los grandes artistas cuando regalan a su ansiosa audiencia un “greatest hits” de esos que no mejoran el resultado final, pero redondean el sabor de boca de los más fans más entusiastas.
Tras despedir a ‘Juego de Tronos’ la televisión anda falta de fenómenos globales que nos atrapen y nos hagan vomitar nuestra emoción en las redes sociales
La nueva entrega de La Casa de Papel es un regalo para aquellos que sintieron como suyas las aspiraciones y las demandas de ese particular hombre que hizo del anhelo de su padre su propio sueño y asaltó uno de los lugares más poderosos que tenía a mano. Es una demostración de que, cuando Netflix se hace cargo de algo, todo es más bonito, más lujoso, más lucido, aunque nadie haya sido capaz de poner una cifra al evidente dispendio. Tal vez porque alguno dude de la conveniencia de explicar que con esa inversión se podría haber hecho una temporada de The Crown, que no mueve masas pero da más prestigio. Con dos episodios no parece que esta nueva reunión sea algo más que el deseo de aprovechar una ola inesperadamente propicia, en un universo, el televisivo, que tras despedir a Juego de Tronos anda falto de fenómenos globales que nos atrapen ante la pantalla, nos hagan vomitar nuestra emoción en las redes sociales y hagan posibles entusiastas notas de prensa adornadas con cifras que nadie sabe de dónde salen.
A la espera (poco esperanzada) de que esta desazón desaparezca cuando disfrute del resto de la temporada, solo me queda celebrar que Madrid, y alrededores, se haya convertido en un escenario tan hermoso, y millonario, que se colará en miles de hogares en todo el mundo. La paradoja de que para narrar una revolución antisistema se utilicen como escenario edificios públicos, el CSIC fue los exteriores de la Casa de la Moneda y ahora Nuevos Ministerios se ha convertido en el Banco de España, la dejo para otra ocasión.