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La sinopsis de la primera producción islandesa de Netflix nos trae a la memoria un tema del penúltimo trabajo de Love of Lesbian, El poeta Halley, titulado «Bajo el volcán». En realidad, a medida que se desarrolla la trama nos damos cuenta que el símil musical es otro, no menos ilustre. Nos encontramos en aquella cara oscura de la Luna a la que los Pink Floyd le dedicaron un disco, una obra maestra del rock conceptual (que no sinfónico), destinada a desgranar algunas de las adicciones y flaquezas del ser humano: la depresión, el dinero, la locura, el individualismo, el paso inexorable del tiempo… Algunas de esas cuestiones apuntadas en The dark side of the moon aparecen en Katla.
Este volcán subglacial que da título a la serie, activo después de un año de erupción, ha depositado innumerables nubes de polvo y ceniza en el pueblo semiabandonado de Vík, pero también un misterio que amenaza con socavar la estabilidad emocional de aquellos, valientes o imprudentes, que han decidido seguir viviendo en un ecosistema condenado a la decadencia social y económica. En la zona volcánica de Islandia, por el humo se sabe dónde está el silencio, un silencio pesado y espeso.
La referencia al disco de Pink Floyd tiene otra razón de ser puramente visual. Gracias a un trabajo de fotografía especialmente cuidado, Katla nos ofrece algunas de las imágenes más apabullantes de la temporada, tan crudas como hermosas, tan gélidas como espectaculares, tan etéreas como terrenales: montañas cubiertas por material procedente de la erupción, laderas cortadas a plomo que dejan al descubierto una estratificación geológica producto de milenios de evolución, extensiones de desierto negro y árido, costas azotadas por vientos despiadados, nubes densas como un engrudo de cemento…
Pese a que la columna vertebral de este drama cocinado sin prisa hay que localizarla en el interior desolado de sus protagonistas, los recurrentes planos aéreos de transición nos trasladan a unos escenarios de pesadilla, lo más cercano a un paisaje lunar que debe ser posible rastrear sin poner los pies fuera de este planeta. Lo mejor del caso es que los creadores de la serie no han recurrido a ninguna topografía imaginaria, ya que el pueblo de Vík y el cercano volcán Katla existen realmente y son perfectamente visitables. Por lo visto, a los islandeses no les hace falta inventarse un Macondo. Afortunadamente, eso sí, el auténtico Katla no ha entrado en erupción desde 1918.
Ser consciente de que el paraje que te vio nacer y crecer difícilmente volverá a ser el mismo también supone la aceptación de una pérdida
Vamos a dar por sentado que realmente se llegó a la Luna, porque somos de natural confiado, y no nos añadiremos a las huestes airadas de Miguel Bosé y compañía, esos que deben seguir sosteniendo que lo de Armstrong, Aldrin y Collins fue un tinglado perpetrado por Kubrick. De todos modos, no hace falta dar un gran paso para la humanidad ni plantar una bandera más allá de nuestros confines; a ras del suelo se puede sentir igualmente el peso de una escafandra y una mochila cargada de neuras. Al menos eso parece, viendo lo que les cuesta avanzar en estas tierras a unos seres encallados, no únicamente a causa de la ventisca del norte.
Por seguir con los símiles melómanos, ya lo cantaba The Police: «I hope my leg don’t break / walking on the moon». En este paraje lunar, en que los vehículos de transporte son coches abandonados por sus anteriores propietarios con la llave puesta, la única ley de la gravedad aplicable es la de la gravedad de los hechos ocurridos en un pasado reciente. Porque de eso nos habla Katla, de lo frágiles y quebradizos que se pueden llegar a sentir los seres humanos ante cualquier variación en la atmosfera. Y se me ocurren pocos cambios más bruscos en la vida de una persona que la desaparición de un ser querido. A lo largo de ocho capítulos, todos los personajes deben lidiar con un proceso de duelo mal cerrado. Algunos en el sentido real y más doloroso posible; otros, en el figurado. Ser consciente de que el paraje que te vio nacer y crecer difícilmente volverá a ser el mismo también supone la aceptación de una pérdida.
La otra dimensión del reto al que se enfrentan en Vík, esta especie de Pompeya bajo cero, tiene que ver con una mirada a lo más profundo del propio ser. Una pista concluyente es la importancia de los espejos en algunos de los espacios. El astronauta perdido en la inmensidad de un mundo que le da la espalda acaba contemplando su reflejo y preguntándose si al final va a resultar que el alienígena es él. El fenómeno inquietante e inesperado que empieza a surgir del volcán altera la relación de confianza entre personas estrechamente ligadas, ya sean amantes, hermanas, padres e hijos…
Cuando nada se puede dar por sentado respecto al prójimo, sobre todo el más próximo, llega el momento de cuestionarse los límites de la propia identidad y establecer hasta qué punto proyectamos nuestra visión del mundo sobre los demás. ¿En qué medida los vemos como realmente son, o cómo deseamos, o tememos, que lleguen a ser? Salvando las distancias, y sin salir de la órbita de los países nórdicos, un sueco genial se planteó preguntas similares en su obra maestra definitiva, Persona. Si no la has visto, tendrías que hacerlo hoy mismo. Al fin y al cabo, la película de Ingmar Bergman, amigo de la concisión, dura menos que ciertos episodios piloto con bastantes menos ideas.
En este empeño por asomarse al interior, Katla entronca con algunas series fantásticas europeas recientes en las que el elemento inexplicable y paranormal es la coartada para desplegar un análisis psicoanalítico de los personajes. Ahí están en la memoria la francesa Les revenants o la alemana Dark, con la que la propuesta islandesa ha sido perezosamente comparada. En Katla no hay zombis, ni viajes en el tiempo en el estricto sentido del término. Hay algo mucho más insondable, una exploración del propio subconsciente.
Si ese territorio vastísimo descrito por Freud fuera un satélite espacial, antes de llegar al famoso y anhelado Mar de la Tranquilidad, es muy probable que nos tuviéramos que adentrar en grutas profundas, en las que inseguridades, complejos y traumas colgarían sobre las cabezas de los hipotéticos aventureros cual estalactitas de Damocles. Islandia siempre se ha caracterizado por ofrecer una vertiente existencialista en un género ya existencialista de por sí como es el llamado nordic noir (dicho así, podría ser una eau de toilette, pero es una de las tendencias más rentables de la literatura y el audiovisual europeo).
Es curioso comprobar de qué manera la orografía islandesa suele determinar sus ficciones más exportables, historias de soledad y supervivencia en un entorno adverso. Pese a que el enclaustramiento va por dentro, igual que la procesión, los creadores islandeses destacan por los esfuerzos invertidos a la hora de mostrar en todo su temible esplendor el combate que ha de enfrentar al ser humano contra la naturaleza. De ello sabe mucho el cocreador y director de Katla, Baltasar Kormákur, cineasta que ha desarrollado su carrera con un pie en Islandia y otro en los Estados Unidos, hijo de la escultora Álfrún Gunnlaugsdóttir y del pintor catalán Baltasar Samper, quien en los años 60 escogió Islandia como patria de exilio para vivir de la pesca del arenque y ha acabado siendo el pintor más cotizado de la isla.
De hecho, lo de Kormákur es un apellido artístico que le sirve al hijo para no ser confundido con su padre, también artista. Autor de películas como Everest, que por su épica impostada se sitúa en las antípodas de Katla, Kormákur tiene pendiente de estreno la tercera temporada de otra serie islandesa de éxito, Atrapados, ésta disponible en Movistar. De nuevo, una ficción policial es el vehículo para mostrar un entorno natural fascinante y hostil, idóneo para sentir claustrofobia al aire libre.
El entramado urdido por Kormákur y Kjartansson nos hipnotiza y nos conduce a un clímax vibrante, en el que es menos importante el quién que el por qué
A Katla tan sólo le podríamos achacar que algún personaje masculino sea irritantemente flemático. La sufrida Gríma, situada en el epicentro de la tormenta, vive rodeada de hombres a los que les falta un hervor. Tanto a Thor, el padre, un amante retirado sin sangre en las venas, como a Kjartan, el marido, granjero impasible, te entran ganas de pegarles un par de gritos. Puede ser el ADN nórdico, o un rasgo universalmente masculino, pero no hay manera de que espabilen y tomen algún tipo de iniciativa. Claro que todavía es peor en el caso de los que sí la toman. Gísli, el policía marcado por el fundamentalismo religioso, presenta una construcción dramática algo brusca e incoherente.
Quizás uno de los pocos que se salva sea Darri, el científico obligado a confrontar fenómenos que no encajan en ninguna fórmula. Incluso cuando su reacción inicial ante lo inexplicable resulta algo parsimoniosa, su evolución y la de su esposa Rakel es de las más acongojantes. La ropa blanca que viste ella, cada vez más sucia, sirve como termómetro del descenso a sus infiernos íntimos. Son las mujeres las que sustentan el peso de tanta zozobra emocional, dejando de lado algún personaje estereotipado, como la dueña del Hotel Vík, que se pasa media serie encendiendo velas con mirada de tarotista sabelotodo y la otra media susurrando historias que vinculan los hechos presentes con supuestas leyendas del folklore islandés.
Katla construye su intriga a través de un ritmo reposado pero seguro. Igual que anda un astronauta de paseo por otros mundos, con pies de plomo, midiendo muy bien cada paso y, eso sí, fiando la fidelidad de la audiencia a unos cliffhanger de manual, de esos que ves venir pocos minutos antes de que sucedan y aun así mantienen una eficacia innegable. El entramado urdido por Kormákur y Sigurjón Kjartansson, ayudados por la banda sonora hipnótica y sutil de Högni Egilsson, nos hipnotiza y nos conduce sin esfuerzo ni sensación de alargamiento innecesario a un clímax vibrante, en el que acaba siendo menos importante el quién que el por qué.
El capítulo final contiene dos escenas de una gran intensidad dramática, difícilmente olvidables. Una de ellas, la que transcurre en una playa grisácea que casi parece el negativo de una imagen tomada en algún soleado paraíso mediterráneo, desafía uno de los tabúes firmemente establecidos en la ficción. Y de paso nos recuerda que absolutamente todo en esta vida, empezando por la luna, tiene su reverso oscuro.