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Hace ya un par de años de aquella manifestación imaginaria, en fila india, que llevó a miles de indignados fans de Juego de Tronos hasta la calle 42 con la 5ª Avenida, delante de Bryant Park, frente a los cuarteles generales de HBO. Con sus portátiles por encima de sus cabezas, cada uno de ellos conteniendo un documento en Word en el que había el final «bueno» de la serie, escrito en Calibrí 12, una tonelada de ofendidos dictaba sentencia contra el final del show más popular de todos los tiempos.
En el mismo documento se especificaba cómo debía resolverse la batalla contra el Rey de la noche, enviando primero al Dragón, luego a los Inmaculados y luego a los Dothrakis y al final, solo al final, a Melisandre a prenderle fuego a todo (obviamente). Gentes que eran guionistas, expertos en táctica militar, directores de fotografía, diseñadores de producción y realizadores de series con 100 millones de dólares de presupuesto. Que vivieran con sus padres a los 47 años había sido solo mala suerte. El universo no les había tratado bien.
La paradoja es que cuando HBO estrenó Juego de Tronos, todos esos voceros del Apocalipsis no existían. Si existían, su voz era como el llanto de un bebe en medio de un huracán: invisible. Estos días se cumple una década del estreno de la serie más grande que ha parido la televisión moderna; el mayor fenómeno de masas que ha engendrado la cultura audiovisual en el siglo XXI. Desde aquella tarde en Pasadena, de caras largas y ceños fruncidos después de ver el primer avance de la serie en un salón de un hotel a tener entre manos el éxito más descomunal de todos los tiempos desde La guerra de las galaxias, El señor de los anillos o Harry Potter, solo ha habido un escalón: la paciencia.
Es bastante sencillo llegar a la conclusión de que, si hoy intentaran estrenar algo similar, quedaría enterrado por el ventilador del fandom. En su momento, a nadie le importó demasiado la primera temporada de Juego de Tronos. No había mucha pasta, los libros aún residían en una parte de la comunidad popera que gustaba de lo de leer lo suficiente como para saber que todo desarrollo narrativo necesita su tiempo, y el tratamiento de la propia cadena era muy discreto: como el que tiene un arma nuclear en un maletín, pero se presenta a la pelea con un garrote y una lima de uñas.
El presupuesto no fue ninguna barbaridad (similar al de True Blood), el marketing fue medido y nadie dijo una palabra más alta que la otra. Hasta cuando le cortaron la cabeza a Ned Stark, hubo risitas y codazos entre los sabios de la montaña. Nadie en las altas esferas del negocio daba un duro por el show y nadie se molestaba en disimularlo.
Pero Juego de Tronos contaba con un elemento clave que ahora brilla por su ausencia en el tablero en el que se dirime el futuro del universo del streaming: la capacidad de resistir en circunstancias adversas, hasta que estas mejoraran, si la misión lo merecía.
‘Juego de Tronos’ es uno de esos case-study que explica a la perfección cómo escalar una serie desde el nicho hasta el mainstream
La cúpula de HBO en aquellos días estaba encabezada por dos de los tipos más listos que jamás han transitado por el catodismo: Richard Pleper y Michael Lombardo. El primero era un hombre de negocios con el mejor olfato de la profesión; Lombardo era puro talento, de agenda inabarcable e intuición enorme. La pareja formaba el dúo más letal desde Sam & Dave o Bonnie & Clyde y bajo su batuta HBO se convirtió en una máquina implacable que devoraba todo lo que se ponía a su paso. Como el caballo de Atila, pero sin hierba. De las tripas de aquella bestia salieron Los Soprano, A dos metros bajo tierra, Deadwood, Carnivale, The Wire, Roma o Hermanos de sangre. Y sí, esto se ha explicado muchas veces, pero sin aquella carne nunca hubiéramos podido armar esta barbacoa.
Sin esa filosofía del aguante, de la espera, de estofado vs fritura, Juego de Tronos no existiría hoy. No porque la serie no fuera digna, o porque visto en perspectiva uno pueda opinar que la teoría es peregrina, sino porque en estos tiempos, no hay ni un minuto que perder. Las opiniones deben ser inmediatas y rotundas, los resultados deben aparecer ipso facto. Si los guerreros del teclado y los magos de las corbatas no dan su visto bueno, no hay show que valga. Encharcados como estamos en naderías bajo del manto del YA, sobredosis de true crimes que siempre duran el triple de lo que deben, tremendos dramas a los que se ha roto la ruedecita del volumen para que siempre suenen a voz en grito y comedietas de medio pelo pergeñadas con un solo adjetivo: que nos sintamos más inteligente ante tamaña idiotez.
Juego de Tronos es uno de esos case-study (perdón por el esnobismo; en este caso aplica) que explica a la perfección cómo escalar una serie desde el nicho hasta el mainstream y que al mismo tiempo es absolutamente inaplicable en un panorama basado en dos parámetros cada vez más marcados: el volumen y el cronometro.
Cada semana deben aparecer cinco o seis series nuevas, alguien que diga que son lo mejor del año, una plataforma dispuesta a cancelarlas inmediatamente y un ejecutivo quejoso que ansía repetir el proceso: hemos pasado del ensayo-error al error-error.
Solo hay que ver los intentos por repetir receta, con bodrios como The Witcher o la reciente Sombra y Hueso, punteadas por descomunales campañas de marketing y la (inevitable) etiqueta ‘la nueva Juego de tronos’. No hace falta ser muy listo para saber que nada es la nueva Juego de tronos, pero que hay alguien ahí fuera muy interesado en que lo pensemos. Luego se publican unas cifras desmesuradas, ‘la serie x ha sido vista por 7.000 millones de personas’, que nadie puede confirmar, ni desmentir. Y a correr. Porque sí: porque así es la vida.
El show de los Baratheon, los Stark, los Lannister y los Greyjoy triunfó porque en 2011 alguien mantuvo alejado el dedo del botón de «destruir». En 2014, nadie hablaba de otra cosa, en 2015 se emitía simultáneamente en más de 100 países y lo de después es historia de la tele. Y nadie le importa un bledo que no gustara el final, ni a los fanses comiendo doritos y poniendo tuits, muy enfadados. A nadie le importa nada porque Juego de tronos es el fenómeno más brutal que ha vivido la generación del streaming y la demostración definitiva de que, desde siempre, ser paciente es mucho mejor que ser un charlatán.
Aquí y en Desembarco del Rey.