Jode, pero todos somos un poco Fleabag
Del teatro a todas las casas

Jode, pero todos somos un poco Fleabag

En esta era marcada por el superávit de series, es cada vez más difícil encontrar propuestas que despunten y aporten un valor diferencial. Pero cuando ya nos íbamos para casa irrumpe una chica nueva en la fiesta: ‘Fleabag’
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Los derroteros de la industria televisiva son impredecibles. Que en marzo la cadena BBC Three pasase a ser un canal de emisión exclusivamente online parecía ser terreno menguante para los contenidos propios que estaban por llegar. Que luego una de sus apuestas fuera una serie que procedía del circuito teatral underground –aún habiendo cosechado varios premios– no parecía ajustarse a los parámetros de éxito establecidos. Sin embargo, a veces las buenas historias tienen la virtud de sobreponerse a los apriorismos que tanto gusta blandir a los pitonisos que conjuran en las mesas de los despachos. Y para muestra, Fleabag; una pequeña comedia british que se sube al carro de series que hacen de la zozobra existencial su motor y que en su primera temporada ya se ha ganado la estima tanto del público como de la crítica. Tanto es así que desde el pasado 16 de septiembre ya puede verse al otro lado del charco de la mano de Amazon. Y de ahí, pues a dónde sea.

fleabag-teatro-jode-pero-todos-somos-un-poco-fleabag-arnau-margenet-serielizadosFleabag, la serie, es la deriva que tomó una pieza teatral en formato monólogo que empezó a gatear por los escenarios alternativos del Soho de la mano de una fulgurante Phoebe Waller-Bridge y su socia Vicky Jones –ésta a cargo de la dirección–. En ella se narraban las vicisitudes de una joven treintañera cuya vida difería a todos los niveles de la imagen de ‘chica moderna en Londres’ tipo Bridget Jones, reivindicando que la mujer no es un ser preconfigurado, inmaculado y exento de juicios e instintos, y que es libre de expresarlos cómo y cuándo le salga de la vagina (suena obvio y, lamentablemente, hacemos buena la reflexión). La obra obtuvo muy buena acogida y pronto se vieron llenando teatros por toda Gran Bretaña. Fue cuestión de tiempo que los efluvios del éxito llegaran hasta las puertas de la BBC –¡Un saludo a RTVE!–, que no tardó un segundo en ver su potencial y decidieron sacarle jugo con una adaptación a la pequeña pantalla. El resultado es una comedia de autor con mucha personalidad, un desparpajo casi insolente y un sentido del humor del que te arranca amargas carcajadas.

Escrita y protagonizada por la misma Phoebe Waller-Bridge –que ya la vimos en Broadchurch, por cierto–, la versión seriéfila de Fleabag trata las desventuras de una joven londinense obligada a lidiar con un largo listado de lastres existenciales: una relación de pareja instalada en el ‘ahora sí, ahora no’, el recuerdo flagelante de una mejor amiga muerta semiaccidentalmente, un padre que reniega de su progenie o la gestión de una cafetería sin apenas clientes y unos precios, por necesidad, desorbitados. A tenor de estos cimientos dramáticos, Fleabag lo tiene todo para convertirse en una exitosa tragedia venezolana de sobremesa, si no fuera porque –afortunadamente– no busca ser eso. Así pues, el infortunio que vive esta pésima feminista sirve, precisamente, de sustrato para exponer una mirada sobre el amor, la familia y las relaciones humanas en general tremendamente subversiva y descreída, socarrona y desacomplejada hasta el último de sus píxeles. Un verdadero manjar para los que hemos hecho de Catastrophe, Louie o todo-lo-que-haga-Ricky Gervais una religión a la que aferrarse cuando Dios nos da la espalda.

 

Rompiendo la cuarta pared… para darnos una hostia

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Decidida a no ser derivativa de otras –en esta llamada Peak Tv el conformismo penaliza–, Fleabag es una de esas series que toma conciencia de si misma para convertir el propio formato audiovisual en una pieza más del juego narrativo. Lo vemos cuando nuestra chica rompe la llamada cuarta pared para interpelarnos con un “Hola tú, soy toda esa mierda que piensas y no dices”. Un recurso que en una serie como ésta, dispuesta a girar el calcetín de la mojigatería y el tópico manido –tan habitual en el género de la comedia romántica–, encaja como anillo al dedo. Y es que aquí –a diferencia del que emplea el temible/querido Frank Underwood en House of Cards, mucho más orgánico– el interpelar juega una especie de papel autoboicoteador, un premeditado fusilamiento del subtexto y el juego narrativo de ‘llena los huecos’ del que emerge un nuevo punto de vista, burlón y afiladísimo, sobre las relaciones humanas. De este modo, expuestos a sus constantes confesiones, Fleabag consigue confrontarnos con nuestro lado más visceral y reactivo, aquél que quién más quién menos reprime en pos del civismo, el amor bien llevado y la harmónica convivencia entre congéneres a fin de evitar la exterminación de la especie. O dicho de otro modo: cada vez que esa chica nos mira y hace públicos sus pensamientos e interioridades quedamos irremediablemente retratados como los HIPÓCRITAS que somos. Y jode, sí, pero TODOS somos un poco Fleabag.

 

El subtexto hecho texto, en tu cara

Construida por exceso, adrede, esta serie le propone al espectador un texto sobreexplicado y más masticado que el chicle de una choni esperando el resultado de un tester. Esto tiene su sentido si entendemos que la serie no es una comedia al uso que pretende narrar con sutilidad, sino todo lo contrario, Fleabag agota todos los mecanismos que tiene a mano (forma y contenido) para lograr su objetivo, que no es otro que subvertir el imaginario colectivo y triturar toda idea preconcebida de cómo debe ser una comedia. Algo que en una serie convencional, instalada en el pragmatismo de ‘hacer que funcione y sea rentable’, sería motivo suficiente para arrojarla a los tiburones, aquí deviene en un efectivo e hilarante artefacto de romper esquemas, y también de producir risotadas –de las que pican, eso sí–. Porque, como decíamos, Fleabag también es tragedia, y en ese doble polo se establece su eje de acción, dando lugar a un bendito humor negro, un punto surrealista, que encuentra en el cinismo y la obscenidad un espacio de consuelo existencial en el que combatir la mierda que la vida te arroja, invariablemente, a la cara.

«‘Fleabag’ encarna ese dramita occidental que es sentirse sola, incomprendida y mísera en un mundo lleno de oportunidades que te da la espalda»

Atascada a medio camino de la madurez y envuelta por una suerte de desencanto vital dignamente llevado, esta chica bien daría para personaje de alguno de los cuentos de Raymond Carver, cuyos relatos, envueltos de una cotidianidad inocua, eran a su vez precisas disecciones de las miserias del individuo moderno en los Estados Unidos del American way of life. Un poco como aquí. A hombros de una Waller-Bridge que hace sencilla la interpretación de un personaje desdoblado y complejo, Fleabag encarna ese dramita occidental que es sentirse sola, incomprendida y mísera en un mundo lleno de oportunidades que te da la espalda, del que no te sientes parte y que gira a toda velocidad mientras tú sólo puedes mirártelo con los brazos abiertos, perplejo, con cara del gif de John Travolta en Pulp Fiction. Eso, dramitas etnocéntricos.

Por otro lado, la serie también hace bueno un feminismo que no se rompe la camisa ni reniega por sistema de todo lo relativo al llamado patriarcado. Y es que, mira, Fleabag quiere estar buena y utiliza sus ‘armas de mujer’ para follar –como hacerse selfies al choto y mandárselos a sus amantes, por ejemplo–, y no por ello es una ingenua. Que sí, que está alienada, pero asume sus contradicciones y las gestiona como mejor puede. O sea, como todo hijo de su madre. Y aquí toca insistir: jode, pero TODOS somos un poco Fleabag.

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