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2003 fue un año crucial para el guionista de cómics Robert Kirkman. En aquel momento, empezó a publicar dos series distintas para la editorial Image Comics, dos asaltos posmodernos al género de zombis —The Walking Dead— y de superhéroes —Invencible—. Dos historias que encontraron su público y se aseguraron la continuidad no tanto por la subversión con la que trataban los lugares comunes de sus respectivos géneros como por su inteligencia a la hora de estresarlos, de llevarlos al límite.
The Walking Dead —el cómic y la exitosa serie de televisión— se diferenciaron por convertirse en en una huida constante que deshecha el the end del cine de zombis. Cuando ninguna victoria es definitiva, todo empieza a saber a derrota: la obra de zombis de Kirkman, Moore y Adlard presenta un Apocalipsis trágico cuya duración como serie televisiva y su sadismo ya están empezando a alcanzar cotas paródicas, pero de una potencia imaginativa indiscutible.
Por su parte, Invencible tomó también un lugar común de la historia de formación superheroica —la responsabilidad del héroe, con la búsqueda del equilibrio entre su parte humana y su parte justiciera, una relectura, en fin, del clásico «un gran poder conlleva una gran responsabilidad»— para imaginarse la más trágica de las posibilidades: ¿qué ocurre cuando esa responsabilidad no es para con la Humanidad…sino para con otros, seres superiores?
Mark Grayson, Invencible, protagonista del cómic y la serie de Prime Video, es un adolescente medio humano y medio extraterrestre: su padre, un trasunto de Superman llamado Omni-Man, lleva años ejerciendo de justiciero en la Tierra… pero su verdadero objetivo es otro. Un objetivo que pondrá en tensión las partes superheroica y humana de Mark recorriendo argumentalmente la primera temporada de la serie, y que garantiza que, aún en una época de saturación de historias de gente con capa, cueste lo suyo despegar los ojos de la pantalla.
En ese sentido, como decíamos antes, la operación de Kirkman —también productor ejecutivo y guionista de dos de los mejores capítulos de la serie— no consiste tanto en la subversión como en llevar al límite los mimbres habituales de una historia de superhéroes, en buscar el peso dramático en ideas que para otros autores no pasarían de material de derribo pulp. En la primera temporada de Invencible tenemos clones gigantes, invasores de otro planeta y de otra dimensión, poderes tan derivativos que casi causan vergüenza ajena y tal cantidad de explosiones craneales que no vale la pena ni ponerse a contarlas. Pero lo importante es que todos estos elementos funcionan a la perfección para contar una historia que consigue no tomarse demasiado en serio a sí misma cuando toca y sobre todo cambiar de registro sobre la marcha para ser también capaz de entregarnos momentos emocionalmente sobrecogedores. Es un equilibrio delicado, Invencible supera el examen con nota.
El totalitarismo ciego, el egoísmo, la exaltación extrema del yo… son males que pueden combatirse con un recuerdo feliz de la infancia
A nivel plástico, eso sí, en la serie se da una contradicción interesante: sus escenas de acción están brillantemente animadas y ejecutadas, mientras que cada vez que sus personajes ponen los pies en el suelo y mantienen conversaciones entre sí, es difícil no fijarse en ciertos problemas de ritmo y en un trabajo sobre las expresiones que peca de simple. Por momentos, hay una especie de dejadez en la animación, una sensación de «esto ya lo he visto pero mejor», que fue seguramente la culpable de que los tráilers de la serie no se recibiesen con particular alegría.
Aunque, finalizada la temporada, uno se pregunta si esto no se ha acabado convirtiendo en uno de los encantos de la serie. Así como los cómics de Kirkman, Walker y Ottley nunca han dejado de abrazar un estilo saturado e infantil, propio de la ficción de superhéroes más canónica, la serie parece beber de la misma escuela que los dibujos animados clásicos protagonizados por Spiderman, Batman o la Patrulla X. En ambos casos, el contraste de la sangre, salpicando sobre elementos que la mayoría asociamos a nuestra infancia, funciona estupendamente bien.
Pero Invencible destaca sobre todo porque no se limita a utilizar la sangre como mero elemento decorativo —una estrategia en la que sí que incurre con más frecuencia The Boys, mucho más nihilista que la serie que hoy nos ocupa— sino porque utiliza dramáticamente el desagrado que nos genera el gore para hacernos sufrir junto a sus protagonistas. He aquí una serie en la que he tenido que ver más vísceras animadas de las que me habría gustado ver en toda mi vida, y que en paralelo es capaz de acabar convirtiéndose en una reivindicación del poder de la amistad. En Invencible, hasta el peor de los villanos es capaz de llorar: el totalitarismo ciego, el egoísmo, la exaltación extrema del yo… son males que pueden combatirse con un recuerdo feliz de la infancia. Con Invencible, por muy desagradable que sea el camino, lo último que sentimos es esperanza.