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Si lo pensáis un momento, hay pocos chistes protagonizados por animales que no tengan una eficacia garantizada, a prueba de levantamientos de ceja. El simple hecho de visualizar un elefante o un perro en actitud humana nos provoca, como mínimo, una sonrisa. Quizás la única excepción poco honrosa sería el del pobre Mistetas, un perro absurdo condenado a habitar por siempre en un chiste desarmante de tan ingenuo. Puestos a elaborar una supuesta antología del humor zoológico, uno que no podría faltar sería este:
Una cabra se encuentra a otra al pie de un árbol, comiéndose un rollo de celuloide con máxima fruición, disfrutando golosamente de este momento de placer. La otra cabra, sorprendida, le pregunta: «¿Qué haces?». Su amiga casi no puede hablar, porque tiene los carrillos llenos, pero consigue articular muchas más palabras de las que una cabra estándar llegará a pronunciar en toda su existencia: «Me estoy comiendo una película». La otra cabra, que sigue sin salir de su asombro, decide seguirle el rollo (nunca mejor dicho, ya hemos colado un gag dentro del gag): «Ah… ¿y está buena?». En ese punto el humorista en potencia debe prolongar el momento, imitando durante unos segundos a la cabra comedora, moviendo mucho los maxilares, como si estuviera intentando deshacerse de ese pedazo rebelde de jamón con tendencia a incrustarse en nuestra dentadura. Y finalmente, sueltas la respuesta del animal: «Me gustó más el libro». Redoble y ovación.
No sabemos si la dieta de la cabra incorporaba alguna serie, pero está claro que en estos tiempos de nouvelle cuisine audiovisual las raciones la decepcionarían bastante. Del celuloide o el VHS hemos pasado al bit y el disco duro, bastante más indigesto. Cosas del encapsulamiento de películas y capítulos en paquetes de información digital, más fáciles de compartir pero también de acabar perdiendo en el limbo de los derechos de emisión, en comparación con los formatos físicos que sólo son susceptibles de extravío si le dejas el DVD a un amigo despistado.
Aun así, en la comunidad seriéfaga, como en la cinéfaga, abundan los rumiantes omnívoros, que consumen de todo para poder sentenciar en un momento u otro que dónde vas a parar, que el libro es muchísimo mejor, porque permite desarrollar más el conflicto, porque los personajes están trazados con mayor profundidad, porque lo plasmado en la pantalla no coincide con lo imaginado durante la lectura… Seamos sinceros: todos, absolutamente todos, hemos acabado recurriendo a esta ristra de obviedades cuando nos ha parecido que juzgar una serie por sus méritos (o deméritos) intrínsecos no tenía suficiente valor probatorio.
Seguramente es en el género fantástico en el que la comunidad fan suele ser más reactiva a los cambios
De todos modos, en la comparación de una serie con su original literario surgen nuevas trampas, no tan frecuentes en el caso del cine. Así como una película, aunque sea de tres horas, suele tener un principio y un final más o menos claros, las series siempre tienden a la expansión temporal. Es cierto que de las películas basadas en libros también se ruedan secuelas, pero incluso entonces se utiliza un mapa prefijado, el de alguna saga literaria de éxito, facilitando que la ruta siga siendo cómoda y libre de sorpresas agradables o desagradables, ya que las coordenadas del GPS han venido definidas por los gustos del público.
A quien no le gustara una entrega de Harry Potter, la que sea, podía parapetarse tras el libro correspondiente para justificar su punto de vista (de las sagas frustradas al estilo de Divergente no hablaremos si no es en presencia de nuestro abogado). Aquellos otros que casi dos décadas más tarde siguen subrayando la ausencia de Tom Bombadil en la versión de Peter Jackson de El señor de los anillos como una cuestión de Estado (o de Comarca), se refugian en las páginas escritas por Tolkien como quien cita un versículo de la Biblia de la Tierra Media. Seguramente es en el género fantástico en el que la comunidad fan suele ser más reactiva a los cambios.
Saliendo de ese ámbito, la lista inacabable de películas que adaptan más o menos libremente novelas grandes, regulares o flojitas también se nutre de diferencias necesarias, dictadas por la lógica narrativa de cada medio, algunas veces superando al original (tengamos siempre Psicosis en mente). Pese a los cambios puntuales, tarde o temprano todas acaban volviendo a su cauce, aunque luego cada cabra sea libre de dictar su particular sentencia haciendo gala de su nivel de ilustración.
¿Y qué pasa cuando la cabra no puede comparar la serie y el libro, porque ya no hay libro? Junto a las adaptaciones canónicas de novelas de prestigio en un número previamente cerrado de capítulos, algo en que los británicos son los reyes por lo menos desde los tiempos de Yo, Claudio, si no antes, cada vez es más habitual que los showrunners se fijen en todo tipo de obras literarias como un big bang, un punto de partida a partir del cual imaginar nuevos esquejes narrativos. Se trata de invertir el proceso marcado por la saga de Star Wars en el siglo pasado, cuando los escenarios de las películas originales se multiplicaban a través de cómics, novelas y series, sin olvidar esos ejercicios tan curiosos de transcripción de obras audiovisuales al papel, las novelizaciones.
Ahora en cambio son las series las que, en caso de aceptación de una primera temporada, prolongan las tramas de un libro para satisfacer a las respectivas plataformas y a millones de cabras sedientas de nuevas andanzas de sus personajes preferidos. En los últimos años algunas producciones han conseguido dar el salto sin pegarse un batacazo en el intento. Pienso en The Leftovers, cuya primera temporada, quizás la más cuestionada, adaptaba muy libremente la novela de Tom Perrotta, con dos entregas adicionales cargadas de emoción y de mística bien entendida, libres ya de hoja de ruta, que elevaron la producción al estatus de serie de culto.
‘Big Little Lies’ en el punto de mira…
En estos momentos estamos en pleno juicio a la continuación de Big Little Lies. La primera tanda de capítulos, fiel reflejo de los conflictos descritos por Liane Moriarty en sus páginas, presentaba una estructura circular, la de un flashback descomunal pensado para desentrañar un misterio: quién había muerto, quién había matado y por qué. Años atrás esta ingeniosa reformulación de una historia de mujeres desesperadas azuzada por el cebo del «whodunnit», con un reparto de estrellas como Nicole Kidman, Reese Witherspoon, Laura Dern o Shailene Woodley, hubiera llevado el sello inconfundible de una miniserie. Ahora no. A nadie le chirría el estreno de una segunda temporada pensada para explorar las consecuencias de los hechos traumáticos narrados hasta el momento, con la novedad de una Meryl Streep que se ha revelado ya como el principal sostén de la trama, reina indiscutible de la función que está por venir.
También han entrado con buen pie las recientes versiones televisivas de grandes best-sellers de la literatura fantástica de trasfondo mitológico con el sello de Neil Gaiman, como American Gods o Good Omens, un camino que aspiran a seguir los futuros estrenos de La materia oscura en HBO, a partir de la saga de Philip Pullman, o la enésima relectura de la Tierra Media en Amazon.
En el otro plato de la balanza están las adaptaciones polémicas, por causas más o menos justificadas. Ha llegado el momento de adentrarnos en Poniente. Que la Madre nos coja confesados. Después de unas semanas de ostracismo digital, David Benioff y D.B. Weiss han anunciado su participación en la Comic-Con de San Diego, dando muestras de cierta valentía. Hay que ver la de dardos envenenados que han apuntado a estos dos señores desde que empezaron a pisar el terreno todavía no transitado por los libros de George R.R. Martin, Jorge I el Meticuloso.
La apuesta de la pareja más rentable para las cuentas de la HBO por una saga in progress comportaba un riesgo evidente, el de levantar las iras de ese escritor agazapado en el interior de todo fan. Es cierto que sin la orientación de las cinco primeras novelas de la Canción de hielo y fuego los guionistas apretaron el acelerador, desafiando la épica de las largas distancias y convirtiendo el Mar Angosto en un riachuelo. Según dicen, el orondo escritor tan sólo les chivó un par de pistas sobre el devenir de la historia, en concreto el origen del nombre de Hodor y quién iba a acabar reinando. Tampoco era tan importante. En el fondo, la insistencia machacona en conocer quién ocuparía el Trono de Hierro, quizás confundiendo a Martin con Agatha Christie, no dejaba de parecer una preocupación algo superficial, que obviaba la profundidad y amplitud del discurso esbozado a lo largo de todos estos años. Por suerte, en la serie todas las teorías y expectativas fueron literalmente carbonizadas.
Sólo hay un espécimen más cargante que el lector snob que pretende marcar distancias con la masa: el individuo empeñado en proclamar que no ha visto ni piensa ver ningún capítulo
Y si Martin decide concluir su saga en otro sentido y coronar a otro personaje, ¿cuál es el problema? Si lo hace, no creo que sea para satisfacer a los lectores premium, aquellos que se frotan las manos sabiendo que «su» final soñado todavía es posible, que alertan de que para ellos Canción de hielo y fuego todavía no ha acabado y se vanaglorian de haber renegado de la serie, como si fuera imposible disfrutar de dos productos culturales por sí mismos, asumiendo sus diferencias. Sólo hay un espécimen más cargante que el lector snob que pretende marcar distancias con la masa: el individuo empeñado en proclamar a los cuatro vientos de las redes sociales que no ha visto ni piensa ver ningún capítulo, como si esa declaración infantil de rebeldía cultural le importara a alguien, como si aquellos a los que el fútbol no les apasiona lo tuvieran que ir anunciando cada día de partido, es decir, casi todo el año.
Cuestionar las tramas de las últimas temporadas, planteando una moción a la totalidad, o considerarlas incoherentes con el supuesto espíritu sacrosanto de lo imaginado por Martin, incluso afirmar que en las últimas entregas de la serie los diálogos no estaban a la altura de esa gran reflexión sobre el poder que ha sido Juego de tronos, es propio del forofo convencido de conocer las verdaderas claves de una saga más allá de sus propios creadores, pariente cercano de aquel otro fan dispuesto a practicar el vudú con una figura de George Lucas. Por supuesto que todos los puntos de vista son respetables, siempre que no se pase de la opinión a las acciones ridículas, como recoger firmas para cambiar una temporada final.
No olvidemos otro de los recientes fenómenos televisivos, surgido de la extraordinaria novela de Margaret Atwood. ¿Quién se acuerda ahora de los elogios desmesurados recogidos por El cuento de la criada en su primera temporada? ¿No tenéis la sensación de que, una vez agotado el catálogo de expresiones del sufrimiento físico y emocional que es capaz de desplegar Elisabeth Moss, el estreno de la tercera temporada ha quedado algo eclipsado por las nuevas producciones de moda? En sus diez primeros capítulos, la serie de Hulu ofreció una traducción modélica de la irrespirable distopía moral descrita por Atwood en 1985, consiguiendo que incluso un actor generalmente tan soso como Joseph Fiennes no desentonara. Treinta años después de su publicación, la denuncia del patriarcado ultra-religioso se revelaba todavía más necesaria y encajaba como un guante en la era del #MeToo. Que la serie se atreviera a desvelar el verdadero nombre de Offred, el de su vida en libertad, ese que la escritora no mencionaba en ningún momento, era un detalle anecdótico.
Fuéramos lectores o no del original, todos seguimos con el corazón en un puño esta descripción lacerante de una nueva forma de esclavismo, no tan alejada de la realidad de algunos países, y contuvimos el aliento ante un final inquietantemente abierto, el mismo de la novela. Y nos preguntamos qué iba a pasar con la inevitable continuación de la historia. La respuesta fue una segunda temporada correcta pero monótona, criticada por muchos por su progresivo encarnizamiento, por un sadismo que nos hacía exclamar desde el sofá que ya habíamos captado el mensaje. Por no hablar de su cliffhanger tramposo, que hizo ingresar El cuento de la criada en la liga de los finales de temporada gratuitos, forzados únicamente para poder seguir con más capítulos, una liga encabezada con todos los honores por Prison Break (al final, la vida de June es una fuga en bucle).
A estas alturas, la odisea de la protagonista se ha alejado totalmente del espíritu literario que le dio forma y se ha convertido en otra cosa, una recreación menos inspirada, la oportunidad perdida de cerrar una historia por todo lo alto, en el mismo punto que lo dejó Atwood. Lo que no presupone que alejarse de las páginas escritas para especular con otras direcciones que puede tomar una historia tenga que ser siempre una decepción. Debemos huir del «me gustó más el libro» de manual, sin aportar más argumentos. Por muy tentados que nos sintamos de hacerlo, que al final, ya se sabe, la cabra tira al monte.