Comparte

Laia Costa y Guillermo Pfening en Foodie Love. Imagen: HBO
Para algunos el nombre de Isabel Coixet es sinónimo de indigestión y para otros es sinónimo de billete a un universo muy particular. Quien se encuentre en la primera situación es mejor que se abstenga de hincarle el diente a Foodie Love, el debut televisivo de la directora barcelonesa que se puede ver en HBO.
Esta dramedia, que supura romanticismo intensito, es un compendio de todos los elementos que conforman el microcosmos de Coixet: el placer por el comer, los diálogos susurrantes, la fascinación por Japón, una selección musical molona y una colección de referencias culturales casi inabarcable.
En Foodie Love, ella y él – no sabemos los nombres de los protagonistas- se conocen a través de una aplicación que junta, con supuestos fines amorosos, a personas que comparten la pasión por una buena mesa. Más allá de este elemento, los personajes interpretados por Laia Costa y Guillermo Pfening parecen no compartir mucho más, aunque se intuye que ambos cargan una mochila llena de piedras surgidas de relaciones anteriores.
El punto de partida de la trama permite a la serie hacer un catálogo de manjares diversos que se pueden saborear en Barcelona, pero también en Roma, en Francia y Japón, y regodearse en ellos con fervor hedonista. Si con la serie Cites, que se pudo ver en TV3, el espectador podía hacerse un mapa de escenarios barceloneses para vivir sus propias historias de amor, con Foodie Love puede hacerse una guía de locales para ir a saciar el hambre con garantías.
Si a la serie de TV3 se le criticaba que mostraba espacios y sobre todo pisos poco realistas, a Foodie Love se le tiene que reconocer el mérito de hacer un retrato muy ajustado de la variedad gastronómica que ofrece la ciudad mostrando desde locales para todos los bolsillos (como La pepita, en Gràcia) a lugares más prohibitivos como el restaurante de los hermanos Torres.
El festival culinario de Foodie Love es, en realidad, lo de menos, una simple excusa que sirve de nexo de unión de dos desconocidos, que son lo que, en un principio, nos tendrían que importar. La intimidad entre los dos personajes se va construyendo poco a poco, conversación a conversación y, especialmente, silencio a silencio. Haciendo un juego con el título de una de las primeras películas de Coixet –Cosas que nunca te dije-, queda claro desde casi los primeros minutos de metraje que son aquellas experiencias y pensamientos no verbalizados los que les impiden lanzarse sin temores a una nueva relación.
Como en algunos inicios amorosos, los primeros pasos del romance entre Foodie Love y el espectador son titubeantes. El primer episodio, que como los siguientes, a excepción del último, tiene una duración de media hora, tiene tantos inputs visuales -con bocadillos de cómic y emoticones sobreimpresionados- que resulta difícil concentrarse en esas dos personas que están compartiendo un (y dos y tres) café por primera vez.
Los apoyos visuales para entender qué pasa por la cabeza de los protagonistas desparecen por completo a partir del segundo capítulo y son substituidos por monólogos interiores que, a menudo, caen en una retórica lánguida que pueden exasperar al espectador más reticente a la ficción de Coixet.
Los pensamientos en off de los dos protagonistas son un elemento central de la serie, que incluye varios homenajes confesos a la nouvelle vague, y hacen que la historia coja unos tintes etéreos que provoca que el espectador entre en una especie de letargo.
Como en Fleabag, la serie de Coixet se guarda un as en la manga, un misterio final que conduce a la exploración de conceptos como la culpa o las complejidades. Sin embargo, a diferencia de la excitante y terrenal dramedia de Phoebe Waller Bridge, en Foodie Love los bocados amargos aplacan los momentos chispeantes y dejan un regusto que no invita a repetir si no eres un fan acérrimo de Coixet.
Escrito por Alejandra Palés en 03 diciembre 2019.
Ver más en First World Problems, Producto Interior.