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Eduard Fernández es el padre Vergara en '30 Monedas' / HBO España
Las series españolas han tenido un buen año. Incluso mejor que eso: han tenido un año sobresaliente. Ni siquiera hay que haberlas visto para darse cuenta: nunca se hablado tanto de las series españolas, para destacar la calidad de una u otra ficción o para utilizarlas como arma arrojadiza política (nuestro deporte nacional). La ficción española parece haber cruzado el Rubicón que las series norteamericanas dejaron atrás hace un tiempo, aunque en el camino se repiten hasta los mismos tics. Por momentos, los hiperbólicos esfuerzos de la opinión publicada por coronar a la mejor serie del año (qué demonios, de la historia) han sido pasto de chascarrillo. La maldita hemeroteca luego ha puesto a cada uno en su sitio: lo que en abril parecía destinado al Olimpo, para diciembre ya había caído en el olvido.
Al habitual exceso del converso, se suma otro factor más mundano: poniendo en valor una obra, también se pone en valor a uno mismo, cuestión nada baladí cuando se juzgan las series desde una crítica fílmica que históricamente ha mirado con displicencia a la televisión. Ahora las series se estrenan en festivales de cine y salen de allí con los ropajes del prestigio, mientras que los analistas de televisión de siempre miran de reojo y con un puñal (metafórico) en la mano: normal que tal serie española sea la del año si es la única que veis, majos.
En este contexto, pocas cosas han sido más entretenidas en 2020 que ver la labor de Pepito Grillo (o, en sus propias palabras, de Grinch) ejercida por el analista Enric Albero. La cosa ha funcionado más o menos así. Se estrenaba una serie que estaba bien, pero tenía sus cosas, el tipo de cosas que se pueden comentar sin restar interés al visionado. Llegaban las loas exageradas de los «hunos y los hotros», que diría Unamuno. Días después, Albero descendía cual rapaz y daba un buen repaso a la serie. Y, a partir de ahí, todo era colocado en su justa medida, porque ni siquiera tenías que coincidir con él para admirar su labor de servicio público. Lo hizo, en lo que en mi opinión es el mejor texto de análisis serial del año, con La Unidad, cuyos valores de producción deslumbraban en dos de las definiciones de la RAE: «producir gran impresión con estudiado exceso de lujo» y «ofuscar la vista o confundirla con el exceso de luz».
Era evidente que en ‘Patria’ había cosas que no hubieran pasado el filtro al que se enfrenta el creador medio de serie española
Fueron unas cuantas las series que pasaron por «el tratamiento Albero», pero la eclosión llegó con 30 Monedas. A veces no pasa nada por estar en minoría frente a un consenso, pero es que en este caso el consenso era exclusivamente público y no privado. Era evidente que en esta serie, brillantísima en momentos y un accidente de tráfico a cámara lenta en otros, había cosas que no hubieran pasado el filtro al que se enfrenta el creador medio de serie española.
Lo bueno de las series es que el tiempo pone las cosas en su sitio con inusitada rapidez, con la misma cadencia del episodio semanal. Así se pudo apreciar el silencio administrativo que acompañó el tramo final de Patria, cuya campaña de lanzamiento fue sin duda la mejor del año. Tanto, que cuando llegaron las entregas potencialmente más polémicas, hubo un silencio de la categoría atronador. No es que Patria haya sido una adaptación fallida: sus virtudes son muy visibles. Pero también lo son sus defectos, desde la caracterización de carnaval impropia de una producción de este tipo que reduce al Joxe Mari maduro a una caricatura, hasta el vacuo ejercicio de tensión que marca la mitad del capítulo final, tanto en forma (casi todo lo hemos visto ya, de hecho, varias veces) y fondo (ni a Bittori le interesa el quién). La sociedad española y su audiovisual no van a pagar con una serie su deuda con las víctimas del terrorismo de ETA, pero hay quien piensa que es un buen comienzo: Patria era la mejor serie porque debía serlo.

«Pan ensangrentado» – Capítulo 7 de ‘Patria’ / HBO España
El 2020 ha sido un año ideal para comprobar el carácter pendular español, ese que nos lleva de extremo a extremo. Quizás merece la pena olvidarnos un momento de los árboles (las propias series) para ver el bosque, y constatar que la ficción ha tenido sus éxitos creativos, pero también sus considerables fracasos industriales. Y uno claro es la práctica desaparición de lo que ha sido el sostén de la ficción española durante nada menos que 25 años: la ficción generalista. También en ese momento la base no fue transición, sino ruptura. No parece que sea porque no hay interés en la audiencia en las series en la máxima audiencia, como demuestran las importaciones turcas. El hundimiento de la ficción española en la televisión generalista no tiene parangón. Lo curioso es que el proceso de renovación de ficción generalista estaba, a la altura de 2017-2018, empezando a dar frutos. El Ministerio del Tiempo y Vis a vis mostraron el salto que la ficción podría dar si se dejaba atrás los prejuicios sobre la audiencia televisiva, y La Casa de Papel puso dirección al hiperespacio.
Entonces llegó Netflix y empezó a quedarse con derechos, imponiendo de cuajo a las series generalistas los cambios que tanto temor provocaban
Pero resulta que la industria estaba muy cómoda en el universo conceptual de quien entonces era presidente del gobierno: «A veces moverse es bueno, otras veces no; a veces es mejor estarse quieto y en otras es mejor que no y en ocasiones es mejor estar en movimiento» (M.R.). Fariña queda como eclosión y paradójico fin de ciclo. Entonces llegó Netflix y empezó a quedarse con derechos, con profesionales y con más y más horas del tiempo de los espectadores imponiendo de cuajo a las series generalistas los cambios que tanto temor provocaban.
Porque a la señora de Cuenca no la jubilaron: abrió un día las ventanas y se puso a gritar, a lo Howard Beale, que estaba más que harta y no pensaba seguir soportándolo. Cuidado con la señora de Cuenca, que ella vio en la tele Raíces, Holocausto y Lou Grant. De hecho, durante décadas vio más series españolas que los propios profesionales que las hacían, que en algunos casos pregonaban a voces no seguir ni las suyas propias. La señora de Cuenca un día pidió que le dieran de alta en Netflix cansada de acostarse a las tantas mientras los ejecutivos de las cadenas se hacían trampas al solitario para arañar dos décimas de cuota de pantalla. Se hartó de que las series no se estrenaran, sino que se lanzaran a la parrilla para perjudicar al enemigo. Se puede discrepar de unas cuantas cosas de este análisis del mismo Enric Albero sin hacerlo de la tesis central: para este viaje, a lo mejor no hacían falta tantas alforjas.

Rodrigo Sorogoyen, Vicky Luengo y Raúl Arévalo en ‘Antidisturbios’ / Movistar+
Claro que Netflix no ha inventado nada, le ha bastado ver a los profesionales que ya estaban y darles un poco de cariño. Y qué fácil es eso en un país donde al creador de una serie lo pueden sacar de los créditos como si tal cosa y encima lo tiene que contar él mismo en Twitter para que parezca raro. Movistar+ sí que concluyó que había que ampliar el ángulo de visión, y se fue al cine. Este año su gran apuesta por el universo de Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña con Antidisturbios casi eclipsó al resto de sus originales gracias a su virtuosismo en puesta en escena y la publicidad gratuita ofrecida por los sindicatos policiales. Siendo sincera, se ha traído algunos de sus problemas (hola, mujeres), pero también un necesario revulsivo para un sector tan precarizado como endogámico donde sobran aspirantes a David Simon escasitos de experiencias vitales y lecturas. Y por el camino se van quedando con los premios, que siguen creciendo (este año se han sumado los Forqué).
Hay quien lamenta que estos premios ignoran a la ficción en abierto, y es cierto, como también ocurre desde hace muchos años en los Emmy. Para que eso no pase de una manera tan notoria (véase otros países europeos), debe haber no solo buena ficción sino un esfuerzo en cuidarla y promocionarla. Y, sí, es cuestión de recursos, pero también de establecer prioridades. Hace unos años pude acceder a la documentación de unos galardones de los que era jurado y era muy visible quién cuidaba esto y quién no. Hay eventos promocionales que se han realizado porque un guionista ha descolgado el teléfono harto de esperar de que alguien hiciera para lo que supuestamente le pagan. Y no ha llamado para quejarse: es que lo ha organizado él mismo. El mérito de las plataformas también es un demérito ajeno.
Las emisiones de los capítulos iniciales de ‘Patria’ en Telecinco y ‘Veneno’ en Antena 3 son, sobre todo, la constatación de un camino sin retorno
TVE ha vuelto, por fin, a ser la mejor cadena generalista en ficción, en parte porque es la única con programación regular y en parte porque ha tenido un año excelente entre El Ministerio del Tiempo, Inés del Alma Mía, HIT y Cuéntame cómo pasó, que enterrará a todas las series como Herminia nos enterrará a todos. Por lo demás, la ficción española se ha convertido para las cadenas generalistas en ese jarrón chino que ya no saben dónde colocar para que no moleste. Mediaset tiene su próspero acuerdo con Amazon, y ya directamente pasa de emitirlas, salvo los casos heroicos de las series de los hermanos Caballero como la estupenda El pueblo. Podría haber hecho Patria, porque no hay prácticamente nada en Patria que no hubiera podido emitirse en Telecinco o, más protegida, en Cuatro. De hecho, ha sido realizada por una de sus productoras asociadas y su responsable Aitor Gabilondo es uno de sus creadores de cabecera. No ha querido. Claro que la serie ha estado a la altura de la marca HBO: la marca, como la tierra, es para el que la trabaja. Atresmedia ya estrena todo en Atresplayer, y por cada Veneno hay tres Mentiras. Luego está La Valla, que no está mal, aunque tampoco bien. Pero se le pasó el arroz pandémico con tanta espera. Las emisiones de los capítulos iniciales de Patria en Telecinco y Veneno en Antena 3 son, sobre todo, la constatación de un camino sin retorno.
Los cambios son inevitables, pero también, enseña la historia, tienen consecuencias según se hagan de una manera u otra. El “borrón y cuenta nueva” con el que se edificó la industria de la ficción en los 90 las tuvo. Algunas llegan hasta hoy. Y ahí siguen, entre líneas en las loas a la ficción española de 2020. Son el ruido de fondo cada vez que se señala qué distintas son de lo que se estrenaba hace 3, 5 o 10 años. Dejar a la ficción española en manos de los intereses de corporaciones internacionales y tras muros de pago también tendrá consecuencias. Y entre tanto triunfalismo, no está mal recordarlo.