En torno al egoísmo: los 5 capullos más adorables de la TV
Los 5 capullos más adorables de la televisión

En torno al egoísmo (o cómo Estados Unidos se llenó de imbéciles) (II)

Psicoanalizamos al equipo de gala de la perversión para esclarecer por qué nos atraen tanto unas figuras que, en la vida real, mantendríamos lejos del alcance de los niños.

Algunos apuntes desordenados sobre el modo en que las series se relacionan con su gilipollas estrella. Conozcamos esta galería de monstruos. Quizá así no caeremos de nuevo en los mismos errores.

 

House: ese simpático cabrón

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«Un doctor constantemente enfurruñado con el mundo que le rodea, casi inhumano, incapaz de mantener relaciones interpersonales estables y, lo más importante, drogadicto»

El doctor Gregory House surgió en la primera década del siglo XXI como un enlace entre los argumentos y arquetipos dramáticos de las series estadounidenses tradicionales de la década previa (hospital, enfermedades inconcebibles, equipo de doctores idiosincrático, estructura episódica autoconclusiva con un caso distinto en cada capítulo) y una apuesta decidida por un protagonista mucho más polémico que el de series anteriores (un doctor constantemente enfurruñado con el mundo que le rodea, casi inhumano, incapaz de mantener relaciones interpersonales estables y, lo más importante, drogadicto). Como formato emitido por una cadena generalista (sujeta a los mandatos de la publicidad, contraria por lo general a dar completa libertad a los creadores de ficciones, con la violencia explícita y el sexo eliminados de la ecuación), House fue un soplo de aire fresco en el anquilosado panorama de las ficciones hospitalarias, capaz de no tomarse tan en serio las constantes del género cuando tocaba pero también de generar algunas cuestiones que iban más allá de lo que el público estaba habituado a ver. Sobre todo, testó la capacidad de los espectadores para tolerar a un perfecto idiota como protagonista, abriendo el camino para otras propuestas, pero también nos hizo reflexionar: ¿para ser el mejor, hay que dejar atrás la Humanidad?

Así, Gregory House acabó por ser más un símbolo, un arquetipo, que un verdadero personaje: conforme avanzaban las temporadas, los fans lo fueron mitificando, divinizando, como una isla de cinismo en un panorama falsamente romántico. House es la cristalización de un trauma colectivo, de un miedo atávico que todos tenemos dentro: porque nos asusta pensar que la eficacia absoluta pasa, quizás, por parecerse terriblemente a una máquina. El primer House era una gran broma, una adaptación salvaje del antisocial Sherlock Holmes, pero el tiempo lo fue complejizando, humanizando: la gran paradoja de una serie que esgrimía el cinismo por bandera fue que, al final, lo único que salvó al personaje fue dejar atrás el cinismo y abrirse un poco a los demás. Como el resto de personajes de esta lista, House era un tótem maligno (término acuñado por Pérez y Balló en el imprescindible manual de series Yo ya he estado aquí), un personaje odioso al que éramos incapaces de no amar. Lo interesante es que antes del siglo XXI estos tótems formaban parte de un elenco más grande, eran como el caramelo venenoso dentro de un gran número de tramas, el contrapeso malvado; tras series como House, la maldad se asienta en el centro de la ficción para todos los públicos, muestra que puede convertirse en la razón de ser de una narración por episodios generalista.

 

Breaking Bad: el gángster del siglo XXI se pasea en calzoncillos

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«Un perfecto desconocido, un peón, descubre su habilidad especial para delinquir, convirtiéndose progresivamente en un capo de la mafia»

Las aventuras de Walter White pueden verse como una actualización fronteriza, quemada por el sol del desierto, de las constantes narrativas que ya el primer cine negro hizo circular por Estados Unidos y por el resto del mundo: un perfecto desconocido, un peón, descubre su habilidad especial para delinquir, convirtiéndose progresivamente en un capo de la mafia hasta que al final, como en toda buena obra trágica, lo pierde todo (salud, dinero y amor, podríamos decir). Claro está que en estos primeros filmes, de los cuales buen ejemplo es el Scarface original de Howard Hawks, el protagonista lleva la maldad dentro desde el principio: es un pequeño delincuente, un hijo de criminales venido a menos, un pillastre urbano. Walter White, sin embargo, inicia la serie como personaje intachable, y se va pervirtiendo conforme el poder le conquista: en este sentido, Breaking Bad combina el ascenso hacia el poder y la búsqueda trágica de la ambición de los filmes de gángsters urbanos con devaneos posteriores del género negro norteamericano, aquellos surgidos cuando el psicoanálisis se puso de moda, y en los que las películas se preguntaban cómo es que un hombre bueno puede volverse malvado (pensemos en el cine de Fritz Lang o en el agente de seguros que por la vía de una femme fatale se vuelve un asesino en Perdición, de Billy Wilder). Sin embargo, en el puritano cine de la primera mitad del siglo, sujeto a la censura, sugerir que la oscuridad podía surgir de dentro de uno sin la ayuda de una influencia externa se hacía peligroso, e incluso las primeras películas de gángsters se censuraron o adornaron con avisos de las autoridades advirtiendo que «todas las acciones mostradas en el filme son delictivas, despreciables y moralmente reprobables». Había un carácter de cuento moral, pues.

Hoy en día no es así, y ya no es necesario buscar una justificación: si en los predecesores de Breaking Bad la oscuridad surgía del mundo para devorar al protagonista, convirtiéndolo en víctima de un universo de sombras y crimen que acababa por fagocitarlo, en la serie creada por Vince Gilligan es el protagonista el que transforma el mundo a su alrededor, el que modela la realidad a su imagen y semejanza. Ozymandias y su imperio devastado, el hombre que quiso acercarse demasiado al Sol y cayó al mar para morir… Walter camina orgulloso por el sendero de la muerte, como habiendo tomado el control de su destino de la manera más perversa posible, de un modo casi nietzscheano: si el cáncer va a matarme de todos modos, prefiero matarme yo mismo. Y lo haré tras un redoble de tambores/metralletas.

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Ambición de poder insaciable y oscuridad del alma: dos constantes que se interrelacionan en Breaking Bad de un modo netamente shakesperiano. Balló y Pérez han caracterizado muchas de las tragedias de ambición del dramaturgo inglés como círculos infernales, ciclos de ascenso hacia el poder que invariablemente acaban en paranoia, locura, asesinato… y el surgimiento de un nuevo personaje ambicioso, que repetirá sin dudar los mismos patrones que acaban de derrocar al anterior pretendiente al poder. Los filmes clásicos de gángsters ya seguían este esquema invariablemente, lo cual vuelve a emparentar las desventuras de Walter White con esta larga tradición anglosajona que explora los mecanismos de la ambición.

 

Los Soprano: la ambición al final del camino

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«Tony Soprano es estatismo, una enorme roca constantemente golpeada por las desventuras del cotidiano negocio del matar, un criminal que dejó atrás sus buenos días»

Como acabamos de comentar, los primeros filmes de gángsters, los cimientos sobre los que Estados Unidos ha ido construyendo sus acercamientos ficcionales a la ambición desmedida, poseían un sustrato netamente shakesperiano organizado en un esquema de ascenso y caída. Quizá cabría esperar de Los Soprano, revisión posmoderna de las constantes del cine de gángsters y mafiosos, algo parecido; pero lo cierto es que el destino de Tony Soprano tiene más visos de tragedia griega clásica que de drama de Shakespeare. El pecado, el peso del capo mafioso que se psicoanaliza no es una ambición de poder que le lleva a arrasar con todo: es más bien el sufrimiento de tener que vivir sabiendo que la base de su bienestar está erigida sobre incontables cadáveres, de tener que vivir sabiendo que el suyo es un sistema en el que hacer el mal supone conseguir el bien para sus familiares y amigos. Walter White es potencia, ascenso, fuegos artificiales que estallan para dispersarse en todas direcciones en la noche oscura de la frontera con México; Tony Soprano es estatismo, una enorme roca constantemente golpeada por las desventuras del cotidiano negocio del matar, un criminal que hace tiempo que dejó atrás sus buenos días. Es lo que queda de la ambición al final del camino, la inercia inconsciente de asfixiar a un familiar con tus propias manos, porque es lo que se ha hecho siempre; la certificación de que, una vez la revolución criminal está hecha (aquella en la que Walter fracasa porque cree que la puede llevar a cabo él solo, con sus métodos), es la burocracia la que toma el mando. Aunque estos burócratas no lleven corbata, sino pistola. ¿Alguien dijo cloacas del Estado?

Tony, en este contexto, solo puede ser feliz cuando su limitada realidad se ve sacudida por eventos que poco tienen que ver con el ascenso y la ambición, con pequeños fragmentos de realidad pura que, para él, simbolizan que más allá del duro sufrimiento de los trabajos y los días, hay luz al final del túnel. Por ejemplo, que una familia de patos decida anidar en su jardín. Porque la otra opción, la que parece sugerir la cotidianidad del mafioso, es la oscuridad absoluta. La misma que nos recibe en los últimos segundos de la serie.

 

The Leftovers: de policía a vengador

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«Jefe de policía de un pequeño pueblo en las afueras de Nueva York, Kevin ya no cree en nada ni en nadie porque tanto el mundo como su familia le han traicionado»

En el primer episodio de la serie de Tom Perrotta y Damon Lindelof, el 2% de la población mundial desaparece sin dejar rastro, para no volver jamás. A partir de aquí, la ficción se erige en la exploración made in USA definitiva sobre la utilidad de la fe: la fe religiosa en un Dios más allá de lo humano, la fe en la comunidad que nos rodea y en los enlaces que nos mantienen unidos, la fe en que la realidad acabe por tener algún tipo de sentido. Es decir, The Leftovers se convierte en un inventario de motivos para no volverse loco tras la catástrofe, pero también en radiografía de la progresiva degradación moral en la que caen todos aquellos incapaces de encontrar ninguno de estos motivos.

En este mundo desolado, profundamente influido por la filosofía existencialista de principios de siglo, surge Kevin Garvey como personificación de una autoridad que ha perdido toda capacidad de mando: jefe de policía de un pequeño pueblo en las afueras de Nueva York, Kevin ya no cree en nada ni en nadie porque tanto el mundo como su familia le han traicionado. El mundo se ha revelado como un lugar vacío y sin sentido, en el que suceden cosas inexplicables, y su familia como un puñado de desconocidos que, incapaces también de lidiar con el shock de enfrentarse a lo incomprensible, han decidido tomar otros caminos, lejos de él. Todos sus problemas personales, su falta de misión en la vida y el vacío de lo cotidiano estallan en el momento del Rapto, y ya no vuelve a ser el mismo.

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«Es Kevin Garvey el que lleva el concepto al extremo: tiene literalmente un trastorno de doble personalidad: de día policía, de noche criminal, asesino, justiciero egoísta»

Es entonces cuando surge el doble oscuro: todos los personajes de esta lista juguetean con el concepto de la doble personalidad, y, sobre todo, con el de la simulación y la máscara: engañan a los demás, llevan una doble o triple vida, están escindidos interiormente. Walter tiene a Heisenberg, Tony es padre y mafioso a la vez, House profesional intachable y yonki insaciable, Don Draper ni siquiera se llama así… pero es Kevin Garvey el que lleva este concepto al extremo, en una operación barroca que parece exagerar las constantes narrativas de series como las que hemos mencionado. Porque, en su caso, tiene literalmente un trastorno de doble personalidad: de día policía, de noche criminal, asesino, justiciero egoísta. Esto podría hacernos pensar en Dexter, pero aquel controla sus dos facetas y las articula alrededor de un extraño código moral; el jefe Garvey es incapaz de dominar su parte oscura y nocturna, y jamás recuerda lo que hace cuando es ella la que toma el control. Y lo que hace, claro está, no es precisamente bueno: lo que su parte pública no consigue resolver mediante el diálogo, la privada lo resuelve mediante la violencia y la rabia. Por ejemplo, asesinando a la líder de una secta que amenaza el bienestar de la comunidad.

A partir de aquí, la serie se convierte en un viaje interior del protagonista para intentar volver a dotar de sentido la realidad que le rodea, para volver a encontrar razones para vivir. Y, sobre todo, para conseguir que su personalidad desdoblada vuelva a ser la que era, para conseguir traer de nuevo la oscuridad a su redil. Una oscuridad que, de nuevo, él siempre había portado dentro, y que el trauma de la disolución comunitaria hace tomar cuerpo literalmente; no es difícil ver en The Leftovers un reflejo ficcional de la situación moral estadounidense posterior al 11-S, y en el cuerpo desdoblado de Garvey la personificación de ese poder autoritario que, con la excusa de luchar contra el terror, sonríe ante las cámaras para que mantengamos la calma mientras asesina a civiles en misiones secretas al otro lado del mundo, por el bien de todos. International assassin, que así llaman a Kevin.

 

House of Cards: o un matrimonio muy bien avenido

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«Quizás sea Underwood el más miserable de todos los protagonistas que hemos tratado, el que lleva el principio de egoísmo hasta sus últimas consecuencias»

En un principio, las luchas intestinas de poder protagonizadas por el despiadado Frank Underwood tienen más de hipérbole melodramática, de culebrón muy bien fotografiado e interpretado, que de tragedia de la ambición al uso. Al fin y al cabo, quizá sea Underwood el más miserable de todos los protagonistas que hemos tratado, el que lleva el principio de egoísmo hasta sus últimas consecuencias; y además es el que asume un cargo de mayor responsabilidad, primero como congresista y posteriormente ya, en un giro netamente culebronesco, presidente de los Estados Unidos de América. Es, de nuevo, un retorcimiento barroco que muestra que las series estadounidenses ya pueden clasificarse en dos grupos: las que plantaron un seguido de innovaciones proponiendo nuevos y complejos procedimientos dramáticos seriales y las que recogieron estos mecanismos y los exacerbaron. House of Cards, de hecho, es literalmente un remake pasado de esteroides de la serie inglesa homónima, que incluye muchos menos asesinatos a sangre fría o presidentes meando en la tumba de sus padres y muchos más diálogos sutiles.

El problema de Underwood es el hecho de que simplemente avance destrozando todo lo que pilla por el camino, despreciando a familiares y amigos y aplastando a cualquiera que ose enfrentarse a él; es precisamente esta hipérbole constante la que hace que enseguida se nos haga un personaje aburrido. Como hemos ido viendo, la tragedia (es decir, el interés dramático) se dispara cuando empezamos a jugar con el equilibrio entre deseos personales y entorno, entre ambición y realidad, entre lo que quiero y lo que el mundo me da. Mientras el personaje de Kevin Spacey fuese infalible, sus aventuras no estaban muy lejos de ser una parodia de la ambición, pero sin la potencia de un drama griego (y su elemento clave: las oscuridades familiares) o siquiera de una obra de Shakespeare (y su capacidad para generar un trasfondo constante de conspiración y paranoia; o de proponernos un personaje equilibrado y no tan exagerado). Underwood necesitaba desesperadamente una de dos cosas: un enemigo a su altura y un problema familiar real. Los guionistas lo resolvieron de la manera más elegante posible: convirtiendo a su propia esposa en su peor enemiga. Y entonces, claro está, la serie volvió a despegar: de repente, Underwood se nos aparece falible, por momentos indefenso. Y empezamos a interesarnos más por él.

Frank underwood gif

Pero aquí el verdadero personaje interesante, el que transmite perfectamente el arco de la ambición y la tragedia inherente a este que hemos ido desmenuzando en este artículo, es ella. Claire Underwood. Pues es ella la que, como los reyes trágicos griegos, tiene que aprender a equilibrar lo individual y lo colectivo, gestionar los trasvases de una esfera a otra, dilucidar si sus intuiciones e ideales serán lo mejor para el pueblo o no, si el país estaría preparado para que ella lo gobernase, si prefiere conservar a su marido o aplastarlo para ocupar su lugar, el que en realidad se merece. Quizá sea este improbable giro feminista el que al final ha rescatado House of Cards de la deriva melodramática, arrastrándola de nuevo a esa vía que tantas ficciones estadounidenses diferentes une, y que aprovecha los procedimientos de toda la historia de la narración, sumados al trauma colectivo de un país con crisis de identidad, para presentarnos a la panda de capullos más encantadora que jamás hayamos visto en una pantalla pequeña.

 

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