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«El viejo mundo muere. El nuevo tarda en aparecer. Y es ese claroscuro… aparecen los monstruos». La cita es de Antonio Gramsci, fundador del Partido Comunista Italiano, muerto poco después de pasar por las cárceles de Mussolini. Y, como rótulo que aparece en el televisor a modo de introducción, no es una frase gratuita. Porque El Reino es una serie sobre monstruos. Y sobre la imparable degradación moral del planeta, que no muere porque el asteroide está tardando demasiado en caer. Disfrazada de thriller político-religioso, con gotas de sátira, y alguna que otra licencia inexplicable en términos terrenales, tan fundamental para la trama como necesitada de fe y que conviene no desvelar, esta producción argentina de Netflix exuda ambición. Temática pero también artística.
Escrita por el cineasta Marcelo Piñeyro y la escritora Claudia Piñeiro (ningún parentesco, sí una lejana relación desde que el primero adaptó la novela de la segunda en Las viudas de los jueves), esta serie apunta a temas importantes, y muy presentes el tablero geopolítico: la relación, las alianzas, la influencia de la religión, de la fe evangélica en particular, en algunos sorprendentes fenómenos políticos recientes, que ayudaron a llevar a lo más alto a tipos como Trump o Bolsonaro. O como, ya en el terreno de la ficción verosímil, a Emilio Vázquez Pena, pastor de la Iglesia de la Luz, cuyo magnetismo llena su templo de fieles que lo mismo gritan con él por las bondades de Jesucristo que no dudarían en entregarle su voto.
Porque el pastor Vázquez, uno de los protagonistas de El Reino, aspira a presidir Argentina después del atentado que acaba con la vida del inicialmente previsto candidato, del que nuestro hombre iba a ser vicepresidente. El magnicidio con el que la serie da su pistoletazo de salida, cometido por un supuesto fanático religioso de sospechosas conexiones con el predicador, abre la puerta a una cascada de consecuencias que manchan, de una u otra forma, a un puñado de gente relacionada con los hechos: la esposa y los hijos de Vázquez, enfrascados en una suerte de competición para no perder comba ni influencia; el hombre de confianza del pastor, hijo del líder de la oposición y marcado por un traumático hecho de su pasado; el encargado del Hogar de acogida de niños en riesgo de exclusión dependiente de la Iglesia de la Luz; la fiscal que nunca encontró tantos obstáculos que saltar para solucionar un caso tan aparentemente sencillo, y, claro, ese oscuro asesor político cuyos tentáculos e influencia parecen no tener fin.
Todos ellos, y algunos más, forman el ecosistema de personajes de esta tela de araña narrativa que empieza un tanto deslavazada, o más bien desconcertante, para ir atrapando al espectador poco a poco, con la red de seguridad que ofrece una trama con elementos conspiranoicos pero también con acerados latigazos a nuestra realidad, y apuntes que permiten concluir, sin pruebas pero sin dudas, que Piñeyro & Piñeiro rechazan de plano a esa ultraderecha ultrarreligiosa, de agenda profamilia, antiabortista y antiLGTBIQ+, que vive momentos peligrosamente felices en medio mundo. Reiteremos, nunca es suficiente, su papel en el auge de Trump y de Bolsonaro.
Los creadores de la serie, del mismo modo, son suficientemente hábiles como para no mezclar manzanas y peras, y se esfuerzan en separar la respetable fe religiosa de las oscuras estructuras de poder que manejan los hilos. E incluso echan mano de puntuales toques de humor malvad(ísim)o: de una delirante escena de sexo que encierra codazos por dirigir la Iglesia de la Luz al falso exorcismo realizado ante una marabunta de fanáticos que solamente detectan la voluntad de Cristo pero ignoran las sonrisas cómplices de quienes están en el ajo. Esa ceguera es exactamente la misma del común de los votantes ante los aspirantes a dirigir el país.
El personaje de Diego Peretti parece cortado por el mismo patrón del Michael Corleone de ‘El Padrino III’; hermano gemelo del demoníaco abogado de ‘Pactar con el Diablo’
Con una estructura de guion que desgrana las piezas del puzle a partir del retrato de cada uno de los personajes clave, y con flashbacks puntuales que ponen puntos sobre las íes, El Reino se apoya, no podría ser de otra manera, en su repartazo, todo un dream team del audiovisual argentino. Chino Darín, Nancy Dupláa, Joaquín Furriel, Peter Lanzani o Mercedes Morán, todos ellos nombres de campanillas en su país, se acomodan sin esfuerzo a lo que les pide la trama. Les sobra talento. Pero es Diego Peretti (estrella sideral desde que empalmara Los simuladores, quizás la ficción más relevante de la historia de la televisión argentina, con la película No sos vos, soy yo) quien se lleva el gato al agua: él da vida al carismático pastor Vázquez Mena, un tipo con cadáveres (y fajos de billetes) en el armario y ansias incontrolables de poder, en más sentidos de los que la ética y la humanidad más básicas permiten siquiera insinuar.
Una escena en el tercer episodio es especialmente reveladora: su manipuladora esposa, también pastora en la Iglesia de la Luz, toda una Lady Macbeth evangélica, le interroga poniendo el foco en un horizonte de éxito. «¿Te das cuenta de lo que significa para sus fieles que su pastor se salve de la muerte? Cristo te eligió, te convirtió en inmortal. El Señor tuvo que elegir entre el hombre de la política y el hombre de la iglesia y te eligió a vos. Antes solo eras un gran pastor, ahora vas a ser único». La cara del predicador, la mirada de Peretti, se transforma sutilmente, sombra de lujuria e inmoralidad, olfateando las mieles del oro y el poder que se le aparecen en un futuro inmediato.
Tampoco parece casual el look del actor, ese pelazo con tupé que lleva al arriba firmante a pensar constantemente en Al Pacino. Porque el personaje de Diego Peretti parece a veces cortado por el mismo patrón del Michael Corleone de El Padrino III; a momentos, hermano gemelo de aquel desmadrado y demoníaco abogado de Pactar con el Diablo.
Cocida a fuego lento, primero, y a fuego medio después, El Reino abunda en las grietas y en la podredumbre las extrañas alianzas entre política y religión. Avanza con solvencia en lo narrativo, se permite algunos intentos de virtuosismo formal (por ejemplo, dos planos secuencia que actúan a modo de espejo: el primero, llevándonos a a las entrañas del mitin en el que se cometerá el asesinato; el segundo, acompañando a uno de los protagonistas en una casa en la que el sexo, la música y la cocaína vienen acompañadas de apuestas mortales), pide puntuales momentos de fe al espectador y saca petróleo de su envidiable reparto. Un atmosférico pacto con el Diablo que nos dice, alto y claro, que no hay peor Infierno que el que nos rodea.