El ovni de 'Fargo' y por qué estamos solos
Llenando el vacío de Jesucristo a Ronald Reagan

El ovni de ‘Fargo’ y por qué estamos solos

Solo deberías leer este artículo si has visto la segunda de Fargo o el spoiler monumental te trae sin cuidado.

La segunda temporada de Fargo ha acabado haciendo lo que, por supuesto, era imposible que hiciera la primera: superar las expectativas. Una cosa es hacer el spin off de una obra maestra y no morir en el intento en la primera temporada, la otra es hacerlo por segunda vez en menos de un año. Noah Hawley, el guionista y creador de la serie, empieza a dar un poco de rabia de ser tan bueno así que, en lugar de llenar esta columna con la baba que hemos derramado durante los diez capítulos, intentaré dar una respuesta convincente a la pregunta estrella de esta temporada: ¿lo del platillo volante… qué?

Lejos de ser algo secundario, el significado del ovni está directamente relacionado con el tema fundamental del cine de los Coen y de las dos temporadas de Fargo: el sentido de la vida o, como ellos suelen plantearlo, ¿por qué levantarme un día más para ir a mi estúpido trabajo si Dios no existe y vamos a morir? Fargo contrapone las dos respuestas posibles a estas preguntas desde la óptica de la tradición filosófica que más se ha preocupado de responder este tipo de dilemas: el existencialismo.

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La segunda temporada de Fargo empieza con una conversación absurda entre un director de cine judío y un actor de figuración indioamericano. Ambos esperan la llegada de Ronald Reagan para empezar el rodaje de una película de indios y vaqueros. Antes de ser presidente de los Estados Unidos, Reagan fue actor de serie B y, entre sus sobrenombres, aquí nos interesa el que da nombre al capítulo: «El Holandés». Este primer capítulo se titula «Esperando al Holandés», en referencia a Reagan… y a la celebradísima obra de teatro existencialista de Samuel Beckett, «Esperando a Godot» (antes de que penséis que todo esto es un delirio filosófico, hago notar que varios capítulos más de la temporada llevan el nombre de obras de existencialistas clásicos, como Temor y Temblor, de Søren Kierkegaard o El Castillo, de Kafka; o que Noreen, la cajera del carnicero, está obsesionada con la lectura de El mito de Sísifo, del Nobel de literatura y pensador existencialista Albert Camus). Pues bien, la interpretación estándar de la obra de Beckett es que el Godot al que esperan los dos protagonista de la obra es en realidad Dios, un Dios que nunca llega, dejando a los seres humanos huérfanos de sentido y condenados a formularse para siempre un sinfín de preguntas que jamás podrán responder.

La paciencia no es una virtud humana muy extendida así que, a falta de la venida del Mesías (la segunda o la primera, esto queda a gusto de cada cuál), Hawley sugiere que América se cansó de esperar a Dios y prefirió abrazar a Ronald Reagan. Parafraseando a otro existencialista: Dios ha muerto, larga vida al neoliberalismo. Tranquilos, que todo esto sirve para explicar qué pinta el OVNI.

Fargo 2

«Los hombres no solo necesitamos tener una respuesta a ¿de qué va todo esto? sino que la respuesta ha de tener cierta autoridad»

La búsqueda de sentido de la humanidad habría evolucionado tal que así: creíamos en Dioses o en un Dios hasta la Ilustración, luego creíamos en el poder de la razón hasta Auschwitz y luego… bueno, hasta día de hoy no creemos en nada y lo llamamos posmodernidad. La cosa es complicada porque los hombres no solo necesitamos tener una respuesta a ¿de qué va todo esto? sino que la respuesta ha de tener cierta autoridad. Según el psicoanálisis de Zizek y Lacan, el vacío que todo humano siente cuando se hace mayor y empieza a hacerse preguntas lo ha de llenar el Gran Otro. El Gran Otro es el orden simbólico que define nuestro entorno social i cultural: la moralidad hegemónica que define el bien y el mal, la Ley, la definición de “éxito” de una sociedad, los refranes de tu idioma y un largo etc. En definitiva, es todo aquello a lo que tenemos que amoldarnos para sentir que formamos parte del grupo. Cuando este Otro funciona, nos da una respuesta a la pregunta de ¿qué sentido tiene todo? ya sea «hazlo porque Dios te lo pide y así irás al cielo», «hazlo por la igualdad de todos los hombres y la supresión de la lucha de clases» o «hazlo para defender la libertad individual y el respeto a los Derechos Humanos”. El problema es que hoy en día ya nadie se cree que el Gran Otro hable en serio cuando dice estas chorradas y, cuando esto ocurre, suele pasar otra cosa: crecen las teorías de la conspiración.

Crisis económicas, inmigración, pérdida de valores tradicionales, el fin de la familia nuclear… ya nada es lo que era. ¿Significa eso que nada tiene sentido, que no hay ningún plan y todo ocurre porque sí? Solo hay algo más difícil de aceptar que la verdad: que no hay nadie ahí fuera para darnos una respuesta. Ese vacío es el que llenan las teorías de la conspiración. Ante el absurdo y el sinsentido, es mejor pensar que «alguien mueve los hilos», que todo obedece a un plan maestro que ordena las piezas sobre el tablero, que las cosas tienen un porqué. Cuando nos sentimos más desamparados que nunca, cualquier explicación razonable parece buena. Y he aquí el gran eslogan de los creyentes en los avistamientos extraterrestres que florecieron en la década de los 70 en los Estados Unidos: «We are not alone». Sólo hay que darle la vuelta a lo que parece una amenaza de invasión o una apología del misterio para ver lo que realmente es: un intento de consolarnos ante el miedo más infantil i más primario, el miedo a la soledad.

Vale, muy bien. El tema fundamental de Fargo es el patético intento de la sociedad americana de encontrar un faro en medio de la tormenta del absurdo y la aparición alien un guiño a la estupidez humana que llena estos vacíos de sentido con teorías de la conspiración. Pongamos que os he convencido. Empezando por el discurso neoconservador de Reagan que sentaría las bases de la ideología neoliberal que todavía reina hasta nuestros días, siguiendo por los seminarios de crecimiento personal y feminismo con los que Peggy Blomquist (Kirsten Dunst) esperaba redimir su vida y acabando en la paranoia colectiva de los ovnis. Estamos de acuerdo en que la serie va de esto, del sentido de la vida y los guiños están en todas partes, ahora bien, ¿justifica eso la aparición de un platillo volante en el clímax de la batalla final? ¿Merece la pena hacer saltar por los aires las convenciones de la verosimilitud que nos han mantenido atrapados dentro del relato durante todo el resto de la serie? Sí, porque hay un último cartucho filosófico en la recámara de Hawley y los Coen que lo liga todo: la teoría de la verdad como subjetividad de Soren Kierkegaard y el problema de la historia del cristianismo.

Fargo 2

«La correspondencia entre unos supuestos hechos y la historia que nos cuenta es totalmente mentira. La segunda temporada de la serie va más allá en esta marca de identidad»

Es sabido que todos los episodios de Fargo, tal y como lo hacían en la película, empiezan con un texto que refiere a la verdad de lo que se relata y al respeto hacia las víctimas. También es sabido que dicha correspondencia entre unos supuestos hechos y la historia que nos cuenta es totalmente mentira. La segunda temporada de la serie va más allá en esta marca de identidad: las advertencias iniciales sobre la autenticidad del relato están más estilizadas que nunca, emulando el efecto de la máquina de escribir. De hecho, mecanismos como la constante pantalla partida que evoca la forma de la novela gráfica o el inicio del noveno capítulo -precisamente el del platillo volante y la matanza- en el que se nos cuenta la historia de la matanza de Sioux Falls desde dentro de un libro polvoriento titulado The true story of Midwest Crime, no paran de romper la ilusión de realidad, hacer visible el artificio del cine y recordarle al espectador que se encuentra ante una ficción. ¿Por qué? Porque la respuesta al sentido de la vida no es, ni podría ser, una verdad objetiva y concluyente. En las constantes ironías acerca de la supuesta correspondencia entre realidad y ficción encontramos la tesis coeniana de cómo debería encontrarse dicho sentido: como una revelación subjetiva o, en otras palabras, haciendo un salto de fe a pesar del absurdo.

La teoría de la verdad como subjetividad y el salto de fe pertenecen a Søren Kierkegaard y su obra ya mencionada Temor y Temblor, que da nombre al cuarto capítulo de la temporada. Kierkegaard tenía el mismo problema que Hawley, los Coen y sus protagonistas: la angustia que produce la imposibilidad de encontrar sentido a la vida. El filósofo danés era cristiano hasta la médula y tenía un gran dilema con su credo: ¿Por qué un acontecimiento histórico distante e imposible de corroborar ha de ser la piedra angular de mi religión? ¿Por qué es fundamental que Dios se hubiera hecho carne a través de Cristo en el año 0 y que la vida y obra de ese hombre concreto en ese preciso lugar sea determinante para mi ética personal? ¿Y si nada de esto pasó de verdad? La respuesta de Kierkegaard, que esa no es la pregunta adecuada.

Fargo 2

«La “broma” sobre la verdad al inicio de cada episodio de Fargo es el eco de la idea de nuestra propia verdad subjetiva, como propone Kierkegaard»

Para Kierkegaard, la solución estriba en abandonar la noción de verdad como objetividad. Que lo que dice la Biblia que tuvo lugar ocurriera realmente o que fuera pura ficción ha de serle absolutamente indiferente al hombre de fe. La actitud adecuada es la de la convicción irracional, opuesta a la del método científico, de que merece la pena comprometerse de corazón con los postulados del cristianismo. Nuestra propia verdad subjetiva. La “broma” sobre la verdad al inicio de cada episodio de Fargo es el eco de esta idea. Porque vivir sin poder dar cuenta racional de nuestro gran porqué no es una tara anticuada de los que se hacen llamar creyentes que los ateos hayan conseguido superar, sino una característica estructural de todos los seres humanos. La libertad, la igualdad, el placer, la solidaridad, la religión, el arte, la naturaleza… sea cual sea el punto de sutura que cose nuestra visión del mundo, si preguntamos con suficiente insistencia descubriremos que reposa sobre una base irracional, una apuesta que no se explica a ella misma desde la razón: un salto de fe.

Fargo es una gran alegoría sobre la búsqueda del sentido de la vida en la América contemporánea. No hay en Fargo ningún ápice de verdad objetiva -ya me entendéis-, y eso es precisamente lo que la serie nos quiere restregar por la cara la absurda aparición del ovni: la verdad que importa, la de las grandes preguntas, no es la misma que la de la física o las matemáticas. Los espectadores nos hemos tragado un cuento audiovisual de 10 capítulos que es pura ficción y, a pesar de ello, lo hemos vivido en carne propia, sufriendo cada muerte, aguantando la respiración ante cada giro de guión y planteándonos las mismas reflexiones que si lo hubiéramos experimentado en primera persona. Subjetivamente, nos ha hecho sentir como si fuera verdad. En el momento climático, un platillo volador nada convincente nos recuerda que estamos ante una mera ficción, precisamente para que la dureza del contraste nos lleve en la dirección de esta pequeña reflexión sobre la verdad y el sentido de la vida. En una preciosa paradoja, los alienígenas de Fargo bajan a la tierra para recordarnos una verdad incómoda: no existe ningún Gran Otro que vaya a darnos las respuestas, estamos completamente solos.

Fargo 2

PS:  ¿Y cuál es la postura de Fargo sobre el sentido de la vida? ¿Solo nos plantea una pregunta abierta o hay alguna respuesta que sobresalga respecto a las demás? Añado este bonus interpretativo porque me parece que la hay: si la primera secuencia de Fargo plantea la pregunta, la última da la respuesta. Una respuesta mundana y nada grandilocuente que se repite al final de cada entrega de Fargo: la familia. El indio Hanzee (o el psicópata Lorne Malvo en la primera temporada), representa la distorsión de la idea nietzscheana de superhombre: como nos damos cuenta que la moral no existe fuera de nosotros y nuestras costumbres no están fundamentadas más allá de toda duda, al final todo se reduce a la voluntad del poder individual, al pez grande que se come al pequeño.

En el otro extremo, los personajes religiosos que necesitan desesperadamente rendir culto a cualquier cosa idolatrable que se les ponga por delante, como Peggy con sus seminarios de autoayuda (o el hermano de Lester Nygaard -con el dinero y el éxito profesional- en la primera temporada). Al margen de todos estos, el típico personaje estúpido del universo Coen, que vive de pura inercia y jamás se ha hecho una sola pregunta. Y, más sabios que todos ellos, las dos generaciones de los Solverson. El punto medio entre la ingenuidad y el exceso de narcisismo. Hombres y mujeres corrientes que, tras presenciar el absurdo y la maldad que se esconden en el mundo, seguirán adelante con su día a día convencidos de que hay cosas más importantes que hacer que responder a las preguntas imposibles de un puñado de filósofos franceses. Los Solverson no necesitan a un Dios omnipotente ni a una “actualización total de su verdadero potencial oculto” porque no se sienten solos ni perdidos, se tienen los unos a los otros.

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