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Antes de que Coppola llevara el mundo de la mafia a la pantalla en El Padrino, los estudios de Hollywood lo habían intentado con sonoros fracasos. Ninguna de aquellas películas pasaba los mínimos de calidad y todo en ellas sonaba hueco y artificial. Uno de los problemas de aquellos fracasos era la incapacidad de trasladar lo que Coppola definió como el “bocadillo de mortadela” en la escena inicial de la boda de Connie, donde unos tipos se afanan en repartirse unos bocadillos de mortadela. Es en ese tipo de pillería propia de la cultura siciliana, en medio de una celebración en la que no falta de nada, donde Coppola representaba la verdad que los directores judíos fueron incapaces de plasmar porque no la habían mamado de primera mano.
El día de mañana se acerca mucho a esa tradición (interrumpida) de adaptaciones literarias de las grandes miniseries de los ochenta de TVE. Escrita y creada por Mariano Barroso y Alejandro Hernández (uno de los guionistas más sólidos de nuestro audiovisual) y basada en el libro de Ignacio Martínez de Pisón (esperemos que se ponga de moda porque tiene una bibliografía absolutamente serializable) es la última serie de la temporada de Movistar+. El día de mañana es probablemente la serie más serie, o más miniserie, si se quiere, de todas las series dramáticas de esta nueva etapa de la producción de contenidos de pago que empezó en otoño. Muchos espectadores comparamos injustamente la producción original de Movistar+ con las series de pago internacionales, y quizá, lo justo sería compararlas con nuestra tradición audiovisual y con las series generalistas que se producen en abierto. Es ahí donde realmente toma valor lo que ha conseguido en apenas un año el equipo de Domingo Corral.
Se acercan Hernández y Barroso a la televisión conscientes del medio, de la importancia de que cada unidad de acción dramática capitular tenga un significado por sí mismo y, aunque pesa lo horizontal, no pierde de vista en ningún momento lo que está contando en cada detalle. No desdeñan el formato, ni tratan el medio como algo menor, ni con la condescendencia con la que otros se han acercado, desconocedores de las reglas, ni de la tradición televisiva. Encontramos muchos aciertos en El día de mañana y algunos errores (menores) si se quiere, pero errores, como remarcar el paso del tiempo y el tipo de época en los inicios de conversación, en la radio, en los periódicos, ubicándonos históricamente, pero ralentizando el inicio de la escena. El uso de las declaraciones a cámara no aporta un verdadero punto de vista alternativo de una misma acción, es por tanto, una narración omnisciente disfrazada. Las “declas” suenan falsas, como un mal endémico del audiovisual español, ¿a nadie se le ha ocurrido pedir a los actores que no declamen el texto y que lo improvisen?
En los aciertos encontramos un guion muy sólido, muy bien trabajado, una gran adaptación, con tensiones dramáticas capitulares y horizontales. Un excelente uso del espacio, del encuadre y un clasicismo en lo formal que viene que ni pintado para retratar una época. Pero sobre todo, cabe destacar que El día de mañana es Oriol Pla. O lo que es lo mismo, Justo Gil es Oriol Pla y Oriol Pla es Justo Gil, protagonista absoluto. La serie se sustenta en la construcción de la identidad ambigua, maniquea, emocional e intelectual de este cateto, arribista, pijo-aparte, mentiroso, estafador, don de gentes, impostor y confidente de la policía tardofranquista. El Justo Gil de Oriol Pla es un enigma maravilloso que embauca al espectador, y del que no se termina nunca de entender sus razones en un mundo de grises, donde los absolutos no existen. El gran acierto de la serie es precisamente que sea un misterio convirtiéndolo en el punto ciego emocional de la serie.
La transición fue lo que fue porque veníamos de donde veníamos, mejor no se pudo hacer con aquellos materiales
El día de mañana parte del retrato del individuo para retratar un momento y una sociedad llena de ambigüedades, contradicciones, claroscuros y chaquetismos. Es en el retrato sociopolítico de una época donde el pulso de Hernández y Barroso es más potente. La transición, vienen a decirnos, fue lo que fue porque veníamos de donde veníamos y porque éramos lo que éramos, mejor no se pudo hacer con aquellos materiales, aunque quizá nos mereciéramos algo mejor. Barroso siempre ha sido un excelente director de actores y aquí genera un ramillete de interpretaciones en estado de gracia, no hay un solo secundario que no esté espléndido. Para dar de comer aparte lo de Pep Cruz, que podría hacer dormido y en pantuflas el papel de “tiet botiguer emprenyat”. A Karra Elejalde, por su parte, le pasa lo que ocurre con los actores que arriesgan, que a veces está extraordinario, y a veces sobreactúa, aproximándose al ridículo.
Es en los momentos más costumbristas donde la serie brilla y por contraste, donde queda más desnuda cierta mirada no-periférica de Barcelona, porque esta es una serie que demanda esos pequeños gestos, esa idiosincrasia de una cultura que se come en bocadillos, que se habla medio en catalán (en la clandestinidad), medio en castellano (de puertas hacia fuera), mestiza y agobiada por casi «40 años de paz». La mirada de la periferia es distinta de la mirada que se tiene de la periferia, mezcla de curiosidad, admiración, buenas intenciones, y condescendencia socialdemócrata. A esta miniserie le falta más diálogos en catalán, le falta quitarse de encima el peso de la tradición de la representación de la realidad generalista en la que un personaje que se llama Carme no lo interpreta una actriz catalana y esto, mal que nos pese, hay que decirlo claramente, porque es en esos matices, en esos detalles, en esos acentos, y en el uso de la lengua, donde se huele el bocadillo de mortadela que hace que una miniserie notable se convierta en una serie excelente de pago.