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Aaron Sorkin, Martin Sheen, los padres del walk&talk, la pureza de la buena política, Horacio, Churchill y JFK. El diálogo como florete, la discusión como antídoto para la vanidad, el sacrificio como finalidad última ante los padres de la patria. Y así, halago tras halago, hasta el fin de los tiempos.
No es para menos: El ala oeste es a la tele lo que el milagro de los panes y los peces a nuestro señor Jesucristo. El momento en el que uno asiste, atónito, a la materialización del milagro; el momento en el que el profeta alza sus manos sobre la mesa y la promesa del Advenimiento se consuma. Todo era mejor con El ala oeste, todo era más fácil, más luminoso. «La esperanza es el peor de los males, pues prologa el tormento del hombre», escribió Aristóteles. Pero luego uno veía a Josh Bartlett poner orden en Oriente medio mientras trataba de encontrar un hueco para acostarse con su mujer y un hermoso pensamiento sobrevolaba la cabeza del espectador: «qué te den, Aristóteles».
La fe, ese agente venenoso que ha destruido el mundo desde su raíz tal como el primer rayo de sol alumbró la tierra, parecía de repente algo imprescindible: hasta el catolicismo de Bartlet tenía algo de romántico, de justo. De necesario. Daba equilibrio al fétido olor que le suponíamos a la política; la sacralizaba. Elevaba la idea de un hombre justo, encomendado a un Dios tan justo como él.
Y sin embargo, en algún lugar del camino, la serie advirtió con discreción de que todo aquello en lo que había predicado estaba llegando a su fin. Del mismo modo que el Bill Munny de Sin perdón arrastraba en su cartuchera el final del western, la camisa arrugada de Toby Ziegler avisaba al espectador de que el cuento de hadas llegaba a su fin. No era algo obvio, no había subrayados en la cara del espectador, y -de hecho- uno podía pasar de largo para seguir viendo a Joshia Bartlet, pero la patina de idealismo que cubría el show empezaba a desconcharse como una pared que ha sufrido el paso del tiempo y se niega a permanecer callada.
El hieratismo de Ziegler, un tipo que parecía salido de las páginas del Meditaciones de Marco Aurelio, el hombre que podía resolver una crisis en la zona desmilitarizada de Corea mientras se fumaba un puro, encarnaba el termómetro moral de El ala oeste de la Casa Blanca. Con él al mando, el tarro de las esencias permanecía recto e impoluto.
Hasta que, como Munny, el efluvio del pasado le alcanza para susurrarle al oído con un megáfono, «la fiesta se ha acabado».
Como aquello que soltaba John Spencer a un desconcertado Rob Lowe, cuando éste le recriminaba que no se estaban cumpliendo las promesas electorales que les habían llevado a la Casa Blanca: «Hacemos campaña en poesía; gobernamos en prosa», replicaba la mano derecha del presidente.
La Realpolitik llegaba a la Avenida Pensilvania en forma de gigantesca mano que daba tortazos gratis a aquellos que aún andaban por ahí coqueteando con el idealismo.
Sin el norte que simboliza Toby, la serie bascula en otros territorios, alejados de ese paraíso en el que lo único que importa es crear algo mejor
Y de pronto, como despertado de una siesta de seis años, Ziegler descubría que le habían tomado el pelo. Que tras los más altos ideales y el enorme sacrificio en el altar de la patria, la cosa volvía a ser lo que siempre había sido: un ajedrez de cartón-piedra en la que solo hay peones. Y a Toby no le daba la gana. Y desenvainaba el más poderoso de los instrumentos que la democracia pone al servicio de aquellos que sufren su mal de amores: el despecho.
El cardenal Richelieu decía que «la traición es una mera cuestión de fechas» y es bastante posible que Ziegler pasara de las páginas del estoicismo a las huestes del buen Cardenal, después de descubrir que su servicio a América contenía cláusulas que no se le habían leído.
Ese es el final de El ala oeste de la Casa Blanca. No la llegada del senador Matthew Santos, o el descalabro de Leo McGarry o el tratamiento VIP que recibe Arnold Vinick. Ni siquiera las conversaciones de paz en Camp David, o el intento de poner paz entre dos de los ejércitos más poderosos del mundo. No, lo que anuncia -trompeta en ristre- la liquidación del show, su transición a un lugar peor, su renuncia al cielo de la política, es la ruptura de su brújula moral. Sin el norte que simboliza Toby, la serie bascula en otros territorios, alejados de ese paraíso en el que lo único que importa es crear algo mejor. Esa serie que abofetea al pragmatismo en cada esquina del despacho Oval, en la que siempre hay alguien haciendo lo correcto, bebe de repente un veneno mortal. Y ni siquiera lo notamos, ocupados como estábamos en creer que aquellos hijos de puta eran nuestros hijos de puta.
Víctimas habituales de eso tan barato llamado ‘revisionismo descontextualizador’, resulta fácil mirar a El ala oeste con la condescendencia y la superioridad moral del que ha sufrido una inacabable plaga de trileros, charlatanes y vendedores de humo, pero lo cierto es que el show supo engañarnos con tanta clase, que nunca hubo mentira que doliera menos. Por ella deambulaban tipos con inteligencia, donaire y sentido del humor. Genios de lo suyo; enemigos de lo ajeno.
Cuando apuñalamos en el corazón a Toby Ziegler (nosotros, que empezábamos a pensar que allí dentro eran todos demasiado buenos y exigíamos un update perverso, somos tan culpables como cualquiera), dimos el réquiem a la serie. No lo advertimos hasta mucho después, pero ya era demasiado tarde. El adiós de Ziegler, arrastrando los pies hasta su casa, expulsado de su propia iglesia por un puñado de infieles que antes eran su parroquia, fue el final del final. Luego llegaron la campaña, los debates, los besos de Josh y Dona y la muerte de McGarry, pero El ala oeste ya se había derrumbado. Yacía malherida en alguna parte, víctima del mismo halo de realidad que había logrado esquivar desde su nacimiento.
En cuanto las membranas de la criatura de Sorkin empezaron a respirar el aire infecto del circo de Washington, la serie murió. Fue lo bastante fuerte como para aguantar el tirón de las apariencias, como Julio Cesar alejándose de Brutus en el teatro de Pompeyo, sin creerse nada de lo que acababa de pasar. Pero, eventualmente, cayó.
Asesinamos a Ziegler sin la pomposidad de los romanos, pero el resultado no fue distinto.
Porque, aunque no me guste admitirlo, por razones obvias: yo maté a Toby Ziegler.
Y tú también.