'Devils': El corazón del tiburón
'Devils'

El corazón del tiburón

Analizamos en profundidad el thriller financiero 'Devils' (Movistar+), ambicioso en su forma y algo tópico en su desarrollo.
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«El mayor truco del diablo fue convencer al mundo de que no existía». Para millones de cinéfilos, esta es la frase más recordada de Sospechosos habituales, tomada en préstamo del escritor francés Charles Baudelaire e inmortalizada en pantalla grande por el personaje esquivo de Kevin Spacey (una definición de lo malévolo, por cierto, que parece encajar en los episodios más oscuros de una biografía que ha condenado al actor al ostracismo artístico).

Hace falta una cierta osadía para iniciar un relato con una voz en off que recita este pensamiento tan arraigado en la conciencia audiovisual más o menos reciente como quien cree haber descubierto la sopa de ajo. Y encima, al final del primer episodio que pone las bases de este thriller financiero llamado Devils, se presenta una enmienda a la totalidad de la cita. Toma ya. Se ve que lo que quiere el diablo no es convencernos de que no existe. Es adularnos para que no veamos que el diablo somos nosotros, algo de lo que por otra parte ya nos habíamos dado cuenta. Señor Baudelaire, ríndase. ¿Quién le necesita, teniendo a mano las píldoras de filosofía para dummies de Massimo Ruggero?

Esta asunción de culpa por parte del triunfador jefe de operaciones del banco de inversiones NYL (New York London Investment Bank) es uno de los motores de una trama envuelta con todo el lujo de una coproducción europea del siglo XXI, apadrinada por Sky Italia, rodada en Londres y defendida por un reparto multinacional, pero aun así aquejada de una intensidad algo impostada y una molesta sensación de dejà vu. Antes de que Ruggero se atreva a contradecir al mismísimo Keyser Söze, su jefe directo ha recurrido a una parábola sobre peces que ignoran lo que es el agua. Agua, tiburones… ¿vais pillando el concepto? Solo unos pocos elegidos son conscientes del medio en que se mueven y usan esta clarividencia para lucrarse.

En este caso, el personaje de Patrick Dempsey tiene el detalle de añadir que dicha historia fue una invención del escritor David Foster Wallace, quien la usó cuando fue invitado a una ceremonia de graduación en 2005 y la acabó desarrollando en forma de ensayo. En sus primeros tres minutos, a un equipo de más de diez guionistas no se le ocurre nada mejor que reciclar un par de pensamientos ajenos. El problema no es el qué, porque recurrir a referentes previos es moneda común en la literatura o en la ficción audiovisual, sino el cómo, esa pomposidad artificiosa de la que hablaba y el recurso fácil a una voz en off innecesaria.

En su empeño por convencernos de que los tiburones bancarios también tienen su corazoncito, por lo menos algunos de ellos, la trama se tambalea. Una vez más, el tiburón pega un doble salto mortal con tirabuzón a base de giros de guion presuntamente sorprendentes. El retrato del personaje principal resulta menos creíble que ver a Berlusconi de voluntario en una colecta benéfica de alimentos. Los pecados que pueda haber cometido Ruggero, un trilero que en lugar de bolitas manipula fortunas ajenas, fondos de cobertura y productos interiores brutos, acaban siendo veniales cuando éste se empeña en destapar una conspiración de escala global en los escalafones superiores.

La perfidia de su jefe, Dominic Morgan, hace pasar a Ruggero de diablo a diablillo. Da igual que la venganza personal sea lo que le impulsa a hacer saltar por los aires el banco en el que ha conseguido medrar socialmente, la entidad que le ha permitido llegar hasta lo más alto de la City londinense partiendo de un pequeño pueblo italiano, pisando al prójimo y sacrificando la vida personal. La serie opta por redimirle desde el primer momento. Qué le vamos a hacer: con alguien tendremos que empatizar.

En el fondo, como suele ocurrir en todas esas historias de Scorsese sobre mafiosos y brokers (El lobo de Wall Street vino a demostrarnos que tanto monta, monta tanto), la repulsión y la fascinación quedan inextricablemente mezcladas. Una buena muestra de ello la tenemos en la escena en que Ruggero viaja en su Ferrari Portofino hasta el suburbio donde vive Oliver Harris, el brillante estudiante de económicas que se está convirtiendo en cómplice de sus maniobras. Los ojos de Harris, y sobre todo los de su hermano pequeño, abiertos como platos al ver llegar ese cochazo a su humilde morada, simbolizan la admiración, teñida de codicia y algo de envidia, que siguen despertando en buena parte de la sociedad los reyes del mambo bursátil. Ser un tiburón es reprobable, aunque poder fardar de las posesiones materiales acumuladas tras años de cacería resulta muy molón.

Devils sugiere que la huida hacia arriba para un joven con talento al que le ha tocado nacer en una familia modesta es la del pelotazo. Mientras no te dediques a financiar a dictadores libios, la compra venta de acciones es tan chachi como remontar una ola encabritada sobre una tabla de surf. Suban o bajen las acciones, la adrenalina de los corredores de Bolsa siempre cotiza al alza.

La subtrama trágica del retorno de la exmujer, hace descender la serie al nivel de un culebrón más propio de Mediaset que de una ficción multinacional

Es cierto que los creadores de Devils insisten en mostrar los peajes emocionales de unas vidas abocadas a husmear las oportunidades de beneficio, las cicatrices de estos perros truferos del lucro corporativo. Toda gran riqueza conlleva ciertos reproches íntimos, parecen querer avisarnos. Pero el remedio es peor que la enfermedad. Cuando se quiere dotar al personaje de Ruggero de mayor entidad dramática, los guionistas optan por subrayarlo con un rotulador fosforescente de tono demasiado chillón. La subtrama trágica del retorno de la exmujer, introducida con calzador en el presente y en unos flashbacks tirando a sonrojantes, hace descender la serie al nivel de un culebrón fatalista y acartonado, más propio de una sobremesa de Mediaset que de una ficción multinacional con espíritu de primera división. Que los ricos también lloran ya nos lo habían contado los mexicanos, y lo hicieron con menos ínfulas.

Se supone que parte del atractivo de la propuesta son los cabezas de cartel, Patrick Dempsey y Alessandro Borghi. El norteamericano estuvo durante diez años desafiando el trono de George Clooney reservado para el médico más atractivo de la televisión, en la interminable Anatomía de Grey (que, ya puestos, bien podría haberse titulado «Los cirujanos también lloran»). Tras su brusca salida de dicho culebrón sanitario, cuyos motivos no han acabado de ser nunca aclarados y siguen empantanados en el terreno del rumor y las declaraciones contradictorias, Dempsey ha estado intentando reivindicar su talento interpretativo con fortuna desigual. No se puede decir que sus elecciones televisivas hayan sido las más afortunadas, sobre todo si recordamos su participación en la floja adaptación del best-seller La verdad sobre el caso Harry Quebert.

En el otro lado del ring tenemos al italiano, al que habíamos visto en la interesante Suburra, primera producción italiana de Netflix. El pulso que se establece entre mentor y alumno acaba siendo menos intenso de lo que uno podría esperar de esta versión corporativa del mito de matar al padre, más relacionada con Rockefeller que con Edipo. Seguro que este duelo hubiera resultado más fructífero con dos actores con menos percha y más expresividad que no nos hubieran hecho sentir transportados a una versión extendida de un anuncio de Emidio Tucci.

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Alessandro Borghi es Massimo Ruggero en ‘Devils’ / Movistar+

Afortunadamente, algunas otras elecciones de casting son más acertadas. La catalana Laia Costa defiende con convicción el personaje de la activista argentina Sofía Flores, haciendo gala de un acento inglés más que envidiable y sorteando los estereotipos asociados al personaje. Porque por lo visto, si eres una bloguera antisistema es preceptivo vestir el uniforme correspondiente, a saber, botas militares, chaqueta de camuflaje y, sobre todo, la imprescindible capucha a lo Lisbeth Salander, aún sin llegar a adoptar un cambio de imagen tan radical como el que en su día exhibieron Noomi Rapace y Rooney Mara.

No hay sorpresas ni nada que no hayamos visto en otras radiografías del mundo de las finanzas, marcadas por un ritmo trepidante y superficialmente moderno

En Devils, el hábito sí hace al monje. La alianza coyuntural de Ruggero con esta husmeadora dedicada a desclasificar las triquiñuelas de los poderosos es igualmente inverosímil. La trama coquetea con la buddy movie, la película de colegas con tensión sexual incorporada, en esa inesperada complicidad que surge entre dos seres antitéticos por definición, el de la corbata y la de la capucha. También destaca en el reparto el enigmático personaje que encarna Lars Mikkelsen, el hermano mayor de Mads, que muchos recordaréis siendo el homólogo ruso de Frank Underwood en House of cards (o cuando Keyser Söze llegó a ser presidente de los Estados Unidos). Su papel es el de Daniel Duval, el cabecilla de una organización llamada Subterránea, a medio camino entre Anonymous y Wikileaks, que es precisamente para la que trabaja Flores. Aporta más por lo que sugiere que por lo que realmente dice, y se queda en la superficie de lo que este tipo de organizaciones representan, aunque su trasunto en la ficción de Julian Assange cumple con creces.

En sus aspectos formales, los diez episodios de esta serie, de los que de momento están disponibles los cuatro primeros, ofrecen exactamente lo que uno podría esperar. Ni más ni menos. Sin sorpresas ni nada que no hayamos visto en otras radiografías anteriores del mundo de las finanzas, marcadas siempre por un ritmo trepidante y superficialmente moderno: valores financieros flotando en la pantalla como las luces de neón de una megalópolis nocturna, imágenes ralentizadas que pretenden reforzar el dramatismo de algún momento clave en la vida de estos atletas del reparto de dividendos siempre a la carrera, diálogos trepidantes plagados de términos que al neófito le pueden sonar a esperanto…

Los guionistas no se olvidan de incluir las definiciones de algunos términos, a manera de notas a pies de página, que integradas en la acción resultan artificiales. No tiene mucho sentido que alguien se dedique a explicar qué significa vender en corto, o qué es un dark pool, en una conversación entre ya iniciados. No obstante, en favor de Devils es justo consignar que, a diferencia de otras ficciones mucho más crípticas, es perfectamente posible seguir el hilo sin perderse en los pocos tecnicismos esparcidos aquí y allá. Al fin y al cabo, se trata de entretener al personal.

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Laia Costa es Sofía Flores en ‘Devils’ / Movistar+

Uno de los aspectos más certeros de esta propuesta, con segunda temporada ya confirmada, tiene que ver con el contexto en el que está ambientada. En su vertiente de documento histórico, tiene cierto valor. El NYL es un banco ficticio, pero todas las crisis con las que especula son dolorosamente reales. Devils nos sitúa en el año 2011, cuando las réplicas del terremoto provocado por la caída de Lehman Brothers seguían removiendo los cimientos del capitalismo, y lo que es peor, los ahorros reducidos a escombros de millones de personas que esperan acumular lo poco que les permita el puño de hierro de un sistema esencialmente marcado por la desigualdad.

En el trasfondo de esta intriga laten los disturbios en Grecia y la primavera árabe, incluso las consecuencias morales del corralito argentino de una década atrás. Ahí está también la presidencia de Dominique Strauss-Kahn en el Fondo Monetario Internacional, interrumpida por la grave acusación de violación de una empleada de hotel, un caso resuelto por la vía de la indemnización millonaria, que por cierto es analizado en una miniserie documental recientemente estrenada en Netflix, El imputado de la habitación 2806. No hace mucho, el propio Strauss-Kahn, que se encuentra en Marruecos disfrutando de un exilio dorado, anunció que el próximo otoño podríamos ver otro documental en el que expondría su versión de los hechos.

Los cameos de personajes de esta calaña, servidos mediante imágenes de archivo y alguna recreación con actores, nos recuerdan que los tejemanejes de la economía internacional son demasiado complejos y subrepticios para ser recogidos fielmente en una ficción televisiva de trazo más grueso de lo que permite intuir la sofisticación de su acabado visual.

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