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Conocemos a alguien. Nos gusta y le pedimos el teléfono. Si no somos tan valientes, agregamos a ese “alguien” a Facebook para chatear y, entonces sí, le pedimos el teléfono. Un par de mensajitos y: “Oye, como esto de hablar por un chat es una mierda, ¿qué te parece si mejor charlamos en directo?”. Y vienen las primeras cervezas. Risas. Miraditas. Y algún besito. Al cabo de unos días, una sesión de cine. Y más besitos. Una cena. Más cervezas. Besitos que pasan a ser besos oficiales. El levantarse por la mañana en un piso ajeno. Colocar estratégica y maliciosamente el cepillo de dientes en su baño. Y las presentaciones oficiales con los respectivos amigos de la pareja. Los meses pasan hasta que estalla la bomba: “estamos viendo una serie juntos”. Si antes ya erais la envidia de vuestros amigos (“¡Hacéis tan buena pareja!”, “Me alegro por ti, de verdad. Te lo mereces”), cuando esa sentencia sale de vuestras bocas es que la cosa va muuuy en serio. Salen chispas de los ojos de vuestros amigos. Ya os imaginan en chándal, en el sofá, con una mantita y los pies helados, mirando un episodio de esa serie. De vuestra serie. Y la de nadie más. Pero ojo, amigos. A veces, las relaciones se cancelan antes que las series.
En mi caso, estábamos viendo la última temporada de House of Cards cuando llegó el series finale de mi relación. No me lo esperaba. Nadie me había hecho ningún spoiler. Estábamos bien. Yo pensaba que mi relación era como un culebrón sudamericano. No por las discusiones sobreactuadas, sino porque parecía que había firmado por unas cincuenta temporadas más. Estábamos muy a gusto, muy unidos. Había más química que entre Matt Murdock y Foggy Nelson. No me pasaba por la cabeza que algún día mi pareja pudiese hacer un spin off e irse con otro. De hecho, había tanta confianza y tan buen rollo que más bien parecía que un día haríamos un cross over con alguna amiga suya. Que en algún capítulo especial gozaríamos con la incorporación de un cameo. Pero como si fuese una sorpresa digna de HBO, de esas que te dan un puñetazo en la boca, ¡me canceló la serie por culpa del guión!
No fue culpa de la audiencia. Todo el mundo estaba encantado con nosotros. Era el argumento el que fallaba. Había dejado de ser sorprendente, innovador, arriesgado. Faltaban giros, cliffhangers. Estaba bien construido, pero pecaba de ser siempre lo mismo. La trama se había convertido en algo demasiado rutinario y repetitivo. Predictivo. Esas cosas pasan. Empiezas muy bien una serie, con un piloto espectacular y una primera temporada brillante, pero luego se deshincha el pastel. Como cualquier serie de J.J. Abrams, vamos. El caso es que la productora ejecutiva de nuestra serie, haciendo acopio de un gran valor (porque sí, para romperle el corazón a alguien se tienen que tener más bien puestos que Daenerys) me dijo que hasta ahí habíamos llegado. No me malentendáis. No pretendo ir de víctima, ser el típico guionista que echa la culpa a los productores de su falta de talento y sus guiones insulsos. De hecho, aquí viene un flashback, hace años viví la misma experiencia desde el otro lado. Yo también fui productor ejecutivo de una serie. Y también me la cargué. Te cansas, te aburres porque ya no te da lo que te daba al principio y decides, reuniendo todo el coraje que te es posible encontrar en la Biblia de tu proyecto, cancelar la serie. Romperle el corazón a alguien o que te lo rompan es muy doloroso. Pero dejar una serie de pareja a medias y no poder volver a retomarla nunca más, es agónico.
«No me pasaba por la cabeza que mi pareja pudiese hacer un spin off e irse con otro. De hecho, había tanta confianza que parecía que haríamos un cross over con alguna amiga suya».
En la primera relación que tuve (y que cancelé yo) dejar la serie que estábamos viendo no fue tan dramático. Se trataba de Dexter y, por suerte, ya habíamos visto la cuarta temporada, con todo el percal de Trinity. Íbamos por la sexta, me parece, y yo decidí dejar la relación. Eso sí, en los días que siguieron, cuando ponía un capítulo de Dexter para continuar viendo la serie y empezaba esa obra de arte que es el opening, me daba un vuelco el corazón. Miraba a mi lado. No había nadie. Estaba solo. Y pulsaba el botón de stop. Me entristecía haber dejado una relación de más de tres años y Dexter me recordaba lo que había vivido y había decidido perder.»» Más adelante, mis amigos me tranquilizaron diciendo que a partir de la quinta temporada no valía mucho la pena, que no me perdía nada. Por lo que respeta a ayudarme con mi ruptura, no tenían ninguna palabra para animarme.
Los meses pasaron y yo aproveché la soltería para devorar series que tenía pendientes (no lo aproveché para otra cosa… snif). Me zampé Sons of Anarchy y True Blood, entre otras. Y cuando me cansé de los días de ver series solo y ya me había pasado dos veces el final boss de Porntube, empecé otra relación. Como ya se sabe, el ser humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma serie… digo, piedra, y cuando se afianzó la relación, empezamos a ver House of Cards. A medida que avanzaba la serie me entraba más el canguelo. Me encantaba y no quería dejarla a medias. Y me empeñé en que la relación funcionase. En remediar los errores del pasado. En que los buenos guiones volvieran a brotar. ¡Lo hacía por nosotros y por Frank Underwood! Pero no fue suficiente. Al cabo de dos años y cuatro meses (sí, soy de los que lleva la cuenta hasta de los minutos y segundos), dos capítulos antes de que acabara la tercera temporada, me cancelaron el show. Y desde entonces no he podido volver a ver ningún capítulo más de House of Cards. Sí, ha pasado mucho tiempo, y sí, la serie continúa molando, pero ya no es lo mismo. Supongo que los que habéis pasado por lo mismo me entenderéis. A los que no… ya os llegará. O no. Quizá os paséis el resto de la vida viendo series de pareja hasta que ya no queden más. ¡Qué suerte la vuestra!
Por lo que a mí respecta, estoy en una nueva relación. Y, cómo no, hemos empezado un par de series de pareja. La primera fue The Knick y de momento marcha bien. El otro día empezamos Westworld. Lo sé, soy un temerario.