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En el super como en un día de pandemia.
Estación once no habla del final, Estación Once habla del principio. Solo atendiendo el más primario de los parámetros sobre los que gira la serie podrá entenderse el aura que desprende, muy alejada de cualquiera de las parábolas habituales que acostumbran a subrayar los productos apocalípticos. A Estación Once no le interesan los zombis, ni las bandas de motoristas, ni los villanos de nuevo cuño, ni los bunkers donde malviven los desgraciados que han tenido la mala fortuna de ser arrollados por el armageddon.
Puede parecer una perogrullada, pero lo peor del fin del mundo es que probablemente vaya a dejar las cosas mucho peores de lo que eran. Sin embargo, en Estación Once el antes no es necesariamente mejor que el después y esa, es probablemente, la gran diferencia conceptual entre su visualización del apocalipsis y la de todos los demás.
Cuando el pasado es irrelevante y no le concedes ni un palmo a la nostalgia, los cimientos del presente se convierten en algo indestructible
Cierto, el 99% de los habitantes del planeta han dejado de existir y, a pesar de todo, a los supervivientes les queda tomar una gran decisión: dejar atrás el ‘antes’ y empezar de nuevo o agarrarse al recuerdo de lo que una vez fue y ya nunca más será. Por eso esta serie sobre una compañía de teatro que recorre lo que una vez fue refugio del hombre y ahora es simplemente un resquicio, en un planeta que de repente se ha ensanchado de un modo imprevisto, tiene un núcleo más luminoso que el foco de un faro.
Cuando el pasado es irrelevante y no le concedes ni un palmo a la nostalgia, porque sabes que es más rápida que cualquier depredador y mucho más voraz, los cimientos del presente se convierten en algo indestructible y esa es precisamente la clave del esqueleto narrativo de un show pensado para ir mucho más allá de lo obvio: sí, la cultura es un pegamento; sí, la brutal pandemia que arrasa el mundo coloca a los supervivientes en el trampolín de la culpa (hay referencias a The Leftovers, pero -en esencia- no podrían ser más distintas). Y sí, hay malos, siempre los ha habido y siempre los habrá. Pero el fondo de la cuestión es que sus protagonistas no empiezan de nuevo: simplemente empiezan.
La serie conquista también en ese apunte que recorre todo el guion y que coloca al teatro como el elemento que ensambla al colectivo
En Estación Once se detecta cierta obsesión por recorrer una y otra vez la línea que une los dos principios (el principio del fin y el principio a secas), pero lo hace con mano suave, con enorme finura, hilando presentes en lugar de mostrar lo que se fue con la nostalgia como palanca. En ese refrán ruso que reza, ‘el futuro está claro, es el pasado lo que es imprevisible’, se asienta buena parte de la carga de profundidad que es la serie: como un budista obsesionado por abandonar el ciclo de las reencarnaciones para vivir una única vida.
En esa especie de hámster obcecado por su propia rueda, Estación Once encuentra un filón: la manera en que todo acaba cuajando en un arco que al principio puede parecer destensado, pero que se revela increíblemente preciso. La conversación de Miranda con el piloto del avión, la aplastante manera de llevar al espectador a terrenos tan oscuros como los de la secta sin perder nunca de vista que este no es un páramo poblado por caníbales, mercenarios y psicópatas, la ausencia casi integral de las armas de fuego, la relación entre la Kirsten adulta y la Kirsten niña que en manos de uno de esos pazguatos con la sensibilidad en la suela del zapato hubiera resultado indigesta y aquí es pura magia, o el modo en que la serie muestra de un modo totalmente orgánico escenarios que, con un simple filtro, hubieran sido material para una película de terror.
El arranque de Estación Once es ciertamente aterrador, y además le da al espectador una idea bastante precisa del horror que conlleva saber que todo ha terminado. La manera en que la ilusión del presente se desvanece, aunque aparentemente todo siga funcionando, hasta convertirse en un inmenso recordatorio de que lo virtual (empezando por internet) nunca ha dejado de ser exactamente eso.
Sin embargo, la serie conquista también en ese apunte que recorre todo el guion y que coloca al teatro (y al arte, y a la cultura, y a todo lo bello que aún persiste a pesar de todo) como el elemento que ensambla al colectivo y que recuerda aquel momento de El imperio del fuego en el que los protagonistas representan en un refugio lleno de niños, iluminado por la luz de las velas, aquel momento en la saga de La guerra de las galaxias en el que Darth Vader revela su identidad a Luke Skywalker.
El final de la serie es probablemente la mejor y más bonita traducción audiovisual de aquel mítico poema de Robert Frost, ‘The road not taken’.
Capítulos como el del aeropuerto, auténtica obra maestra en la disección de esos recodos del hombre que emergen cuando todo lo demás se desvanece, son el testimonio sangrante de la valentía de la serie. Todo lo que en manos de un showrunner clásico de corte hollywoodiense hubiera sido un interminable culebrón apocalíptico o una parábola Madmaxiana, es aquí una reflexión sobre los mecanismos que nos ayudan a sobrevivir mucho más allá del recorridísimo: ‘lo que no te mata, te hace más fuerte’.
Hasta Nieztche hubiera convenido que el mundo que recorre la travelling simphony es ciertamente más puro y menos salvaje que el que habitaban antes, libres de la esclavitud de la tecnología, obligados a conectarse de nuevo al terruño por el que transitan. Un mundo que se construye a medida que se patea, araña y suda, en el que los rastros de los antiguos son solo ruinas que se miran del mismo modo que nosotros miramos los restos de los imperios que un día gobernaron la tierra.

Nabhaan Rizwan (Izq.) y Himesh Patel (Der.), con Matilda Lawler en el centro, interpretando a la joven Kirsten.
Y por supuesto, la serie tiene sus Otelos, sus Lady Macbeths, sus Desdémonas y sus Yagos. Todos ellos/as en los rostros de un montón de actorazos que llenan cada rincón del plano, encabezados por uno de los más poderosos triunviratos interpretativos que hemos visto jamás en la caja tonta: Mackenzie Davis, Himesh Patel y David Wilmot. En este último se adivinan todas las virtudes de Estación Once: paciencia, talento, un punto de genio y un mucho de feroz autoconciencia.
El final de la serie es -probablemente- la mejor y más bonita traducción audiovisual de aquel mítico poema de Robert Frost, ‘The road not taken’. En el mismo, el protagonista se ve obligado a escoger entre dos senderos que se separan en un bosque, sabiendo que, una vez tomado el camino, nunca podrá saber dónde llevaba el otro. La maestría de Estación Once yace en su incorregible osadía: atreverse a recorrer los dos.