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Definir la segunda temporada de Cardo en términos argumentales es sencillo.
Tras salir de la cárcel, María (Ana Rujas) busca la salvación de su alma ayudando a que Santa (Nur Olabarria), su compañera de celda, retome la relación con su hija Yasmin (Arrieta Villa). Al igual que en la primera entrega, las referencias religiosas se apoderan de la narración tanto a través de los motivos temáticos, formulados mediante sucesivos paralelismos, como de su muy cuidada estética.
María se mira en las enseñanzas de Santa Teresa de Jesús – cuya doctrina del dolor redentor se expande a través de las a autoras como Angélica Lidell o María Hernández – y trata de saldar su deuda consigo misma embarcándose en una misión (divina) que pasa por reunir a una madre y una hija que llevan años sin mantener contacto. Sucede que, en realidad, ese calvario salvífico que pretende reordenar dos vidas ajenas no es más que el pretexto que halla María para restablecer las conexiones emocionales con su madre, alguien que siempre está dispuesta a prestarle ayuda (la lleva al Centro de Inserción Social en el que está obligada a pasar las noches en la etapa final de su condena, antes de su plena reincorporación a la sociedad), que se preocupa por ella, pero que no la comprende.
María se enfrenta al repudio y se agarra al salvavidas de la fe para mantenerse a flote
A María no le falta ningún tornillo, pero necesita apretarse las tuercas del afecto para estabilizar una mente que toma el atajo de la disipación a la que encuentra una excusa (hay aquí una interesante conexión entre alcanzar la salvación por la vía del recogimiento o buscarla a través del éxtasis… literal). En la primera parte de esta nueva tanda de episodios (que correspondería los capítulos 1 y 2), se muestra contumaz en su abnegación, se enfrenta al rechazo social y mantiene su cuerpo limpio y alejado de las múltiples tentaciones psicotrópicas naturalizadas por un entorno que ha integrado las drogas en su dieta.
Ella, dispuesta a todo por reunir a Santa y a Yasmin, hace frente a una ansiedad cuyos orígenes se plasman en flashbacks que se abren como heridas (el trauma del pasado, su intento de suicidio) y lidia con el mundo fingiendo que está bien, que está genial (los intertítulos siempre mostrando sus pensamientos reales, contradiciendo su verdadero sentir para no romper la tan frágil cláusula de aceptación que figura al inicio de un contrato social que ella desea cumplir cueste lo que cueste). Y así, entre salmodias apaciguadoras, benzodiazepinas contra el tormento interior y no poca fuerza de voluntad, María se enfrenta al repudio (emocional, laboral) y se agarra al salvavidas de la fe para mantenerse a flote.
Es en el tercer episodio, en el que asiste a una fiesta de final de rodaje organizada por un antiguo compañero de sus tiempos como modelo, cuando María empieza a quebrarse. Capítulo bisagra rodado en un límpido blanco y negro, con largos planos secuencia que siempre arrancan desde ella para desplazarse por el lujoso entorno, explorar la fauna hipócrita del mundo del artisteo y terminar volviendo a su rostro en una suerte de loop significativo –no hay salida–, ‘La aparición del arcángel’ supone un punto de inflexión en tanto en cuanto determina que María ya no podrá regresar a ese mundo de oropeles en el que tiempo atrás se granjeó algo parecido a una carrera.
Esa estilización que rompe con la estética aparentemente desmañada del resto de partes retrata un ambiente marcado por la falsedad de manera que, cuando el hechizo se rompe, cuando la posibilidad de reingresar en las corrientes favorables del show business quede abortada, la planificación vaya enturbiándose y las tomas sean mucho más breves, reflejando el quiebre emocional de la protagonista.
El final del episodio, con el regreso al centro de inserción, la irrupción del color y la aparición de su ex novio, es el anuncio de la transformación de la temporada en un viaje alucinado hacia la autodestrucción redentora, como si con tal de avivar la llama de la pureza del (inexistente) amor maternofilial entre Yasmín y Santa cualquier sacrificio mereciera la pena.
El paso previo a un trip digno de Hunter S. Thompson lo marca una nada casual incorporación de María al mercado laboral como zombi del Túnel del Terror en el parque de atracciones de Madrid, interpretando a una muerta en vida que vive sin vivir en sí y muere porque no muere, y que viendo que la reinserción y la misión que se ha impuesto son incompatibles, decide tomar el camino más rápido hacia la epifanía mística eligiendo a su ex como chófer politoxicómano que la conduce a través de la autopista hacía el infierno.
El magnetismo de Ana Rujas parece pedir que su nombre aparezca como acepción al lado de la definición de frágil
María y Gabriel (Diego Ibáñez), demonios de la guarda subidos al carrusel de las drogas sintéticas y la cocaína, se desplazan hacía Torrevieja para encontrar a una Yasmín que se ha buscado un casting para huir de Madrid y germinar lejos de un ambiente opresivo (la dirección de Claudia Costafreda presta especial atención a la descripción tanto de su hogar y tipo de familia, como de los modelos audiovisuales a través de los que se relacionan).
Todo en los episodios finales es absolutamente arbitrario. La coartada estupefaciente – y el despliegue estético que de ello se deriva – para que todo pase según interesa a los guionistas es indiscutible. Esa más que dudosa estrategia les permite construir secuencias de inequívoca pegada que, sin embargo, desatienden cualquier lógica causal (quedémonos con ese arrastrarse zulawskiano de Ana Rujas en ‘El diablo me ha respondido en persona’). Elijamos solo un de los múltiples ejemplos que podríamos poner para explicar esto (todo lo referido a la reaparición de Gabriel y sus motivaciones, también nos valdría).
Tras presentarse en el bar en el que Yasmín trabaja y recibir la enésima negativa por parte de una adolescente que no quiere saber nada de su madre, María se queda sola en su mesa de metal de la terraza del garito. Repentinamente, un grupo de tunos aparecerá y se pondrá a tocar a su lado. Más adelante, cuando María necesite regresar a Madrid tras consumar su fracaso, se topará con la furgoneta de la tuna en mitad de una carretera alicantina. Lógicamente –¿lógicamente?– los músicos irán a la capital y la devolverán a la casilla de salida, lo que le permitirá a Claudia Costafreda armar un montaje paralelo al son de ‘A Dios le pido‘ de Juanes para conectar los desenlaces de María, Santa y Yasmín.
Los guiones de la segunda temporada de Cardo no resisten la más mínima prueba de estrés, pero no es menos cierto que el magnetismo de una Ana Rujas que parece pedir que su nombre aparezca como acepción al lado de la definición de frágil, y la capacidad para crear atmósferas turbias y acuñar imágenes icónicas (amén de la brevedad de los episodios, muy en consonancia con determinados formatos audiovisuales contemporáneos) hacen de esta arriesgada producción de AtresPlayer una serie llevadera a pesar de sus visibles inconsistencias.