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Con el debido respeto a la tradición, para muchos Banshee se ha convertido en el destino turístico a evitar. Un pueblo en el que las banshees celtas no darían abasto para llegar a anunciar todas las defunciones, normalmente por causas no naturales. Esta ficticia localidad del estado de Pensilvania da nombre a una serie de Cinemax, creada por David Schickler y Jonathan Trooper, producida por Alan Ball (A dos metros bajo tierra, True blood…), con Greg Yaitanes como decisivo show runner. Después de tres adrenalínicas temporadas tiene una cuarta ya confirmada y posiblemente mucha vida por delante. Banshee es una de esas series (como The americans… ¡ay, The americans!) de las que no habla todo el mundo, que no suele figurar en las nominaciones de los premios grandes de la televisión… pero que de manera firme y constante se va ganando un prestigioso puesto en la lista cada vez más angustiosamente larga de lo que hay que ver. Sería el equivalente de lo que los cinéfilos (esa tribu indómita que se resiste a aprender el engañoso mantra “la mejor ficción está en la televisión”) llaman un sleeper, un film que se estrena sin grandes promociones y que basa su éxito en el fuego lento y al boca a boca.
En el caso de Banshee, el hecho de ser un producto de género, acción sin complejos al estilo de los 80 destinada al disfrute en cines de barrio y VHS, aunque con el estilo visual algo más refinado, puede haberla predispuesto en su contra por parte de los críticos más exquisitos. Por eso aquí y ahora vamos a reivindicar Banshee como una de las series más sólidas y entretenidas del momento. Quizás hayáis oído que contiene grandes dosis de violencia y sexo explícito, al nivel de Juego de tronos (Banshee no es Poniente, pero tampoco son muchos los personajes que se salvan de una inesperada desaparición). Parafraseando al gran Manquiña de Airbag, aquí hay “hondonadas de hostias”. Pero es mucho más que eso. Por encima de las excelentes secuencias de acción, rodadas con un realismo muy difícil de encontrar en la televisión de hace treinta o cuarenta años, y de las habituales escenas de cama, “Banshee” ofrece personajes bien dibujados y tramas consistentes, sin el exceso de trascendencia pseudo-filosófica de otras series contemporáneas (no miro a nadie, Pizzolatto).

“Él es capaz de mantener un envidiable ritmo de paliza o tiroteo semanal, sin mostrar casi nunca más secuelas que un rostro con tres o cuatro cortes”
Banshee, el pueblo, es el Cabot Cove del siglo XXI. Cabot Cove, seguro que lo recordáis, era el escenario habitual de “Se ha escrito un crimen”. El protagonista de “Banshee”, la serie, es el personaje más gafe de la historia televisiva desde los tiempos de Jessica Fletcher. Ella iba a asesinato por capítulo (a veces salía del pueblo, claro está); él es capaz de mantener un envidiable ritmo de paliza o tiroteo semanal, sin mostrar casi nunca más secuelas que un rostro con tres o cuatro cortes. Con él llegó el escándalo. Tan sólo con sus hazañas cotidianas, Betadyne podría entrar sin problemas en el IBEX-35. Nos imaginamos su agenda: a las siete ducha y desayuno, a las ocho ir al trabajo en coche, al mediodía… ¡puños fuera!
Olvidaos por un momento de Charles Bronson, de Chuck Norris, de Jason Statham… Incluso, que San Kiefer me perdone, de Jack Bauer. El protagonista de Banshee está interpretado por el pétreo Antony Starr, tan neozelandés como el kiwi, el animal, o Russell Crowe (eso sí, físicamente recuerda al joven Mel Gibson). Su personaje más famoso hasta la fecha es el tipo más duro al oeste del Pecos… Y al este. Haría palidecer al mismísimo Hombre sin Nombre de la Trilogía del Dólar de Sergio Leone. Como Clint Eastwood en esas películas, también existe un enigma acerca de su identidad. De él sabemos que ha pasado los últimos 15 años de su vida en prisión por un robo que salió mal y que viaja a Banshee para reencontrarse con su antigua socia y amante (la actriz Ivana Milicevic), no tanto con la intención de ajustar cuentas como de atar cabos sueltos…

«En Banshee si no respetas a la autoridad, ésta te aporrea hasta que das el brazo a torcer»
Un azar del destino, la primera pelea de las muchas a las que asistiremos, le lleva a suplantar la personalidad de Lucas Hood, el nuevo sheriff destinado a imponer el orden en el pueblo. Así que, a partir de ahora, como en los contratos, al misterioso ex-convicto reconvertido en agente de la ley le llamaremos Lucas… o sheriff Hood, por aquello del respeto a la autoridad. En Banshee, si no respetas a la autoridad, a cualquier autoridad, ya sea el sheriff, un agente de policía, el ejército, la fiscalía o el alcalde, ésta te aporrea hasta que das el brazo a torcer.
Con sheriffs como este, uno se podría preguntar quién necesita delincuentes. Pues tranquilos, que a lo largo de tres temporadas por Banshee ha pasado lo más selecto y granado de la Internacional Criminal: moteros gamberros, luchadores de artes marciales mixtas con tendencia al maltrato, indios kinaho resentidos con la raza blanca, traficantes de drogas, hordas de neonazis rabiosos… y matones ucranianos a sueldo del último patrón de Hood en su antigua vida, el inquietante Mister Rabbit (interpretado por Ben Cross, en su día uno de los sufridos atletas que avanzaba a ritmo de Vangelis en Carros de fuego). Lo mejor de cada casa.

«Banshee tiene su propio villano, el auténtico poder en la sombra y uno de los mayores aciertos de la serie: Kai Proctor, interpretado por Ulrich Thomsen»
La comisaría local, antiguo concesionario de Cadillac reconvertido, ha sufrido tantos asaltos y tiroteos, ha sido ametrallada, bombardeada y tiroteada hasta tal extremo, que a su lado la del Distrito 13 de John Carpenter casi parece un Chiqui Park. Por si fuera poco, Banshee tiene su propio villano, el auténtico poder en la sombra y uno de los mayores aciertos de la serie: Kai Proctor, empresario pluriempleado que tiene en un matadero de carne la tapadera perfecta para todo tipo de negocios de moral dudosa, desde un club de alterne hasta la distribución de estupefacientes. Lo interpreta un gran actor danés, Ulrich Thomsen, visto en películas Dogma como la imprescindible Celebración y en algunas producciones de Hollywood. Proctor, pese a su religiosidad torturada, es un miembro renegado de la comunidad “amish” que reside en el pueblo, ajena a toda la violencia soterrada y no tan soterrada que les rodea.
Ese contraste entre dos estilos de vida tan opuestos es otro de los atractivos de la serie, aunque no se trata aquí de documentar la vida de los “amish” desde dentro, como en su día vimos en “Único testigo”. Aquí esta comunidad pacífica y desprovista de tecnología moderna sirve únicamente como telón de fondo, ocasional motor de la trama; especialmente nos ofrece el que para mí sería el personaje más cargante y prescindible, Rebecca Bowman, la sobrina rebelde de Proctor a quien la cofia parece no encajarle tan bien como los vestidos de noche y los tacones. Su actitud de insolente aprendiz de “femme fatale”, sus mohines de niña traviesa, nunca acaban de resultar creíbles. Quizás haya que reprochárselo a la actriz, Lili Simmons, que el año pasado tuvo un pequeño papel en True detective.

«A pesar de ser una serie que va al grano, donde primero se golpea y después si acaso se reflexiona, la serie ha huido en general de los personajes unidimensionales»
El carácter algo más plano del personaje de Rebecca es especialmente lacerante en una serie empeñada en dotar de complejidad a la mayoría de personajes. A ello han contribuido numerosos flashbacks (el montaje de “Banshee” merece mención especial), la miniserie paralela “Banshee: origins”, que a través de episodios de corta duración nos ha descubierto momentos clave del pasado, y un cómic que relata el golpe fallido de 15 años atrás. Es un ejemplo bien aprovechado de lo que se ha venido a llamar “narrativa transmedia”. A pesar de ser una serie que va al grano, donde primero se golpea y después si acaso se reflexiona, la serie ha huido en general de los personajes unidimensionales. Si bien es cierto que la testosterona se derrama en cada capítulo, a excepción de Rebecca sus personajes femeninos son especialmente fuertes: no tan sólo Carrie Hopewell, la antigua socia de Lucas Hood, sino la agente de policía Siobhan Kelly, con una importancia creciente en la trama, o la vengativa Nola Longshadow, miembro destacada de la tribu kinaho. Enfrentada a ellas, es probable que Daenerys Targaryen se diera la vuelta y reclamara desesperadamente la ayuda de alguno de sus dragones… Sería lo más sensato.

“Las mejores réplicas son las de Job, el hacker travestí de lengua afilada; su impagable pareja cómica es Sugar Bates, ex boxeador y ex convicto, propietario del bar a las afueras del pueblo”
Los aparentes secundarios son una buena muestra de este afinado dibujo de personajes. ¿Qué sería de “Banshee” sin la presencia de Job, el hacker travestí de lengua afilada y exhaustiva sabiduría informática, viejo cómplice y amigo del protagonista? Suyas son las réplicas más agudas de la serie. También las más certeras: en uno de los capítulos le suelta al ahora sheriff Hood que después de tantos golpes su cerebro debe ser lo más parecido a un cuadro de Jackson Pollock. Es una manera ilustrada de dar voz al pensamiento de los espectadores, noqueados capítulo tras capítulo por las refriegas a las que se enfrenta el sheriff. El personaje de Job (tampoco en este caso tenemos más información sobre su verdadero nombre) funciona por sí sólo, pero los guionistas le han buscado una impagable pareja cómica: Sugar Bates, ex boxeador y ex convicto, propietario del bar a las afueras del pueblo. Desde su llegada a Banshee, Hood se hospeda en el almacén de este establecimiento, sin duda el almacén más tórrido de la historia de la televisión. Sugar tiene el rostro de Frankie Faison, un actor tan convincente en este papel como en el del comisionado Burrell de The Wire, dos personajes que nos hacen ver que estar a un lado o al otro de la ley puede llegar a ser una cuestión muy relativa. Los diálogos entre el pirata informático “ultra cool” y el experto en trapicheos más tradicionales no suelen tener desperdicio. Tienen una relación de amor-odio a la que sólo le faltaría la tensión sexual no resuelta para trasladarnos a los tiempos de Luz de luna.

“Banshee no deja de ser una historia de personas que no han encontrado su lugar en el mundo… y para orientarse se pelean unos con otros”
Otro enigma en la compleja ecuación (¿ecu-acción?) que nos plantea “Banshee” es el personaje que menos líneas de guión ha tenido hasta ahora: Clay Burton, el silencioso asistente de Kai Proctor. Vestido siempre de forma impecable, con traje y pajarita, Burton es la calma que precede a la tempestad, o mejor todavía, la calma y la tempestad. En su mirada algo bizca, en su total incapacidad para esbozar una sonrisa, intuimos unos tormentosos traumas del pasado de los que hasta ahora hemos visto muy poco, la punta del iceberg. Lo que sí sabemos es que cuando Burton se quita las gafas de montura negra, más te vale estar lo más lejos posible de este matón con pinta de Harold Lloyd, urbanita perdido en un entorno rural que no parece el suyo. Al fin y al cabo, Banshee no deja de ser una historia de personas que no han encontrado su lugar en el mundo… y para orientarse se pelean unos con otros.

«Tras los créditos finales aparece siempre una breve escena que nos recuerda el destino de algún personaje o nos introduce un nuevo elemento que será desarrollado en el siguiente capítulo (o temporada)»
Unas líneas más arriba mencionábamos el admirable montaje de la serie. En este aspecto “Banshee” tiene dos detalles que la elevan unos cuantos puntos más. En primer lugar, sus títulos de crédito iniciales, sucesión de Polaroids al ritmo de la energética sintonía compuesta por Methodic Doubt, unas imágenes que son diferentes en cada capítulo y que por sí mismas ya condensan parte de la narración. Por último, tras los créditos finales aparece siempre una breve escena, la mayoría de las veces sin palabras, que nos recuerda el destino de algún personaje o nos introduce un nuevo elemento que será desarrollado en el siguiente capítulo (o temporada). Aquellos irreductibles que en una sala de cine siempre nos quedamos hasta el final de “las letras”, a la espera de una sorpresa final, cuando ya se han abierto las luces, los trabajadores del local empiezan a barrer palomitas y te miran algo extrañados, como si tuvieras verrugas verdes por toda la cara, agradecemos este detalle. También cuando estamos en el sofá delante del televisor. Un capítulo de “Banshee” te puede sorprender literalmente hasta el último segundo.
Esta es una serie gamberra, consciente de su desmesura y fanfarronería, del más difícil todavía en las coreografías de sus peleas. Si llegáis al enfrentamiento entre camiones en una autopista (sexto capítulo de la segunda temporada) entenderéis a qué me refiero. Es difícil olvidar las diversas ocasiones en que Proctor y Hood han resuelto sus diferencias con los puños, un hecho que no ha impedido que después hayan forjado alianzas coyunturales, menos fiables que Luis Bárcenas en una ONG. Pero ya sabéis aquello de “el enemigo de mi enemigo…”. La lista de riñas y escaramuzas varias sería mucho más larga y cargada de spoilers, o sea que aquí la dejamos. Las sangrientas y tortuosas batallas de la serie, con todo el catálogo de armas disponibles, darían para muchos análisis de planificación visual.
Banshee es una relectura del “western” más brutal, en una tierra que recoge todos los sinsentidos de la América fundacional: la pasión omnipresente por las armas, el encaje de los colonos europeos de tradiciones culturales y religiosas diversas (en este caso, los “amish” de origen holandés), el arrinconamiento de los indios en reservas acotadas como jaulas no precisamente de oro… Por encima de todo, Banshee es un gancho de izquierda directo al espectador. No se avergüenza de ofrecer acción pura y dura, pero no se conforma simplemente con eso. También hay auténtica emoción. Y todo eso en un pueblo de aspecto apacible. El rótulo que nos anuncia la entrada a su término municipal se limita a advertirnos de que conduzcamos con cuidado. Os aseguro que en Banshee la policía de tráfico sería la menor de vuestras preocupaciones…