'Chernobyl': Aquí no hay nada que ver, circulen
'Chernobyl'

Aquí no hay nada que ver, circulen

La serie de HBO nos advierte de dos cosas: que la estabilidad del poder es más importante que la de la vida y que en las grandes tragedias el monstruo es siempre el hombre.

Imagen del tercer capítulo de 'Chernobyl' / Crédito: HBO

Que la mayor crítica que se puede hacer a Chernobyl sea también la más ridícula («No tiene sentido que no la hayan hecho en ruso») da buena cuenta de la brutal excelencia de la serie de HBO, que aprovechando la distracción de Juego de Tronos ha soltado la bomba: ¿la mejor serie de la cadena desde los tiempos de The Wire y Los Soprano? Pues sí. Sin ninguna duda: sí.

El mayor desastre nuclear de la historia sigue siendo un misterio absoluto. La opacidad del aparato político soviético impidió conocer el alcance de la tragedia, encerrados como estaban en un sistema que centrifugaba cualquier atisbo de verdad que pudiera precipitarse al exterior. Las ventanas estaban cerradas a cal y canto, y cuando alguien empezó a soltar conjeturas, el Kremlin ordenó succionar la información disponible hasta hacerla irreconocible. Había volado por los aires un reactor nuclear, no habían avisado a los civiles del complejo que se ocupaba de su funcionamiento, no habían alertado a los bomberos de que todo aquello era potencialmente mortal.

Se liberaron tal cantidad de gases letales que Europa del Este parecía el escenario de una película de terror y el problema tardó meses en solucionarse porque a nadie le pareció buena idea pedir ayuda al enemigo ya que había que asegurarse de que el enemigo nunca se cerciorara de que se había producido un accidente de nivel 7 en la escala INES. El más grave de todos los posibles.

Todo eso y mucho más asoma en Chernobyl, una serie tan rotunda en sus virtudes que cuesta encontrarle defectos. Es sombría como un (buen) filme de horror, pero se las apaña para mantener siempre un pie clavado en el drama gracias a un reparto tan estructuralmente perfecto que, al cabo de cinco minutos, uno ya vive en el universo de todos aquellos que trataron de parar un desastre atómico con las manos desnudas, en algunos casos de forma literal. Además, es capaz de ajustar con tal precisión todos los elementos (fotografía, diseño de producción, música, etc), que si uno se olvidara de los rostros de algunos actores conocidos, creería estar viendo un maldito documental.

El desastre de Chernobyl fue un accidente de nivel 7 en la escala INES, el más alto.

Para no engañar a nadie, la serie ya arranca con una nota funesta y no se anda con chiquitas a la hora de entrar en calor. Lo que vemos luego es una perfecta representación de la concatenación de errores que condujeron a un cataclismo provocado por la mano del hombre, en el que la naturaleza fue simplemente un espectador pasmado.

Chernobyl se mueve con agilidad en el retrato de una sociedad plagada de secretos en la que nadie admite saber nada e incluso aquellos que pueden admitir que saben algo preferirían seguir sin saber nada. En el hermetismo se vive a medias, pero en la negación no se puede vivir, es una reflexión que resulta difícil no hacerse después de ‘sufrir’ un par de capítulos de la serie. Complicada en su digestión, desoladora en su devenir de los ojos al cerebro del espectador y poco amiga de los subterfugios, Chernobyl no deja títere con cabeza.

Y en ese espíritu de que los peores monstruos son de carne y hueso es donde alcanza su verdadera estatura de doloroso soliloquio sobre el lazo de sangre entre el miedo y la mentira

Precisamente en ese fresco desolador de la oscuridad que precede al accidente y que pasa de ser un simple elemento ornamental y estilístico para mutar a algo conceptual (algo que el guion consigue con habilidad casi demoníaca) se encierra el alma de Chernobyl, una serie en la que no hay válvula de escape, ni respiro al espectador. Como si negando la ficción se llegara a perfeccionarla. Y en ese espíritu que a veces linda con el cine de Cronenberg o el de Lynch, en el que los peores monstruos son de carne y hueso y no tienen nada de sobrenatural, es donde esta maravilla alcanza su verdadera estatura de doloroso soliloquio sobre el lazo de sangre entre el miedo y la mentira.

Las salas de espera de los hospitales, los laboratorios de los científicos o la mesa del comité encargado de supervisar el incidente son escrutados sin piedad por una cámara que no demanda explicaciones y que a veces las rehúye, empeñada en hurgar en las miserias de la burocracia, la política barata y los despojos de un mundo que acaba de caerse a pedazos. Y la máxima expresión de esta horrenda (y a la vez fascinante) radiografía de un sarcófago en llamas, es esa reunión en la que el profesor Legasov, interpretado por un actor tan sólido que podría romper el Peñón de Gibraltar a cabezazos –Jared Harris– trata de explicar a un grupo de funcionarios de alto rango, encabezados por el propio Mijaíl Gorbachov​, lo que realmente pasa en la central nuclear. O aquella escena en la que otro don-nadie preocupado por no acabar en un gulag entrega a su superior una lista de posibles sospechosos de la explosión. Auténticas visiones del fin del mundo que desmerecen a las de la mismísima Biblia, en la que los jinetes del Apocalipsis visten trajes baratos, fuman como carreteros y lucen bandera en la solapa.

Chernoby funciona a dos niveles de una forma espectacular: por un lado, en su vertiente puramente narrativa, gracias a un reparto de hormigón armado encabezado por el citado Harris y apuntalado por figurones como Stellan Skarsgard o Emily Watson, siguiendo la escritura de Craig Mazin, que hasta ahora solo había hecho comedias de medio pelo y que ya puede mirar por encima del hombro a cualquier showrunner de la última década. La otra es como despiadado retrato de la bajeza del cacique: aunque su imitación de avestruz provoque una verdadera matanza, este no despega la cabeza de las entrañas de la tierra.

«Yo soy una física nuclear y usted trabajaba en una fábrica de zapatos», le dice el personaje de Emily Watson al desgraciado que debería oprimir el botón de alarma. «Sí, yo trabajaba en una fábrica de zapatos, pero ahora mando sobre los trabajadores del mundo», le contesta el gerifalte. Y es que si de algo sirve Chernobyl es para corroborar, con un simple vistazo a las noticias, que nada ha cambiado. Que cien Chernobyl no cambiarían ni un miligramo de la condición humana. La condición que nos conduce a la inevitable conclusión de que 100.000 muertos no son nada si nuestro culo queda bien resguardado de la lluvia. Que sobrevivir a cualquier coste es aceptable, porque al fin y al cabo uno mismo debe ser siempre la prioridad. Pasemos ese sagrado conocimiento de generación en generación, hasta que el último humano sea borrado de la faz de la Tierra.

Si eso no funciona, solo hay que esgrimir el clásico «yo me limitaba a seguir ordenes». Y aquí paz, y después gloria.

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