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«Gracias a Dios mi padre no está aquí para ver cómo el país se va a la mierda«, nos suelta la elocuente voz en off de Ray Drecker (Thomas Jane) en el capítulo piloto de Hung, la serie producida por HBO en 2009. Cumplidos los cuarenta, su protagonista, un precario profesor de secundaria acechado por los fantasmas de la nueva «pesadilla americana» del ultraliberalismo, decide sacar partido al único atributo que realmente está seguro de poseer, una polla big size, empezando así una tardía carrera en el negocio de la prostitución. La serie creada por Dmitry Lipkin y Colette Burson se enmarca en el sintomático panorama televisivo de la denominada Controversial TV, un imprescindible reguero de ficciones de qualité empeñadas en mostrar el irreversible declive del imperio americano, el cataclismo moral y económico de unas antiguas clases medias que –como ocurre en la novela Millennium People de J. G. Ballard– fantasean ahora con el definitivo Armagedón. Los aturdidos y desesperanzados Juan Nadies del nuevo milenio —como Walter White (Breaking Bad), Jackie Peyton (Nurse Jackie) o incluso el Jimmy McNulty de The Wire— parecen ahora condenados a convertirse en el «lumpenproletariado» al servicio de unos nuevos señores feudales, a no ser que tomen medidas expeditivas para volver a poner en correcto funcionamiento el añorado «ascensor social».
«La dichosa «casta» es un «enemigo íntimo» que se nos aparece en nuestra pantalla de plasma como una figura patética e irrisoria parapetada tras otra pantalla de plasma»
Pero, ¿quién es ese nuevo enemigo que, en plena orgía capitalista, ha traído el devastador ciclón de la Segunda Gran Depresión? ¿Quién se ha atrevido a conjurar las diez plagas de Egipto poniendo abrupto fin a la fiesta perpetua del neoliberalismo? No busquen la respuesta en ninguno de los conflictivos actores de los escenarios más remotos del «gran tablero mundial» descrito por Zbigniew Brzezinski. Tal y como afirma el filósofo Tzvetan Todorov, quizá haya que buscar a este nuevo archienemigo en el seno de nuestras propias democracias, de las que imprudentemente tantas veces hemos oído alardear en el pasado. La dichosa «casta» —a la que, si lo prefieren, también podemos llamar «canallocracia» o «criminocracia»— es pues un «enemigo íntimo» que se nos aparece en nuestra pantalla de plasma como una figura patética e irrisoria parapetada tras otra pantalla de plasma. Una figura en apariencia real que se configura como puro simulacro. Pronto descubrimos que la «casta» se articula además como una infinita sucesión de matrioskas políticas, empresariales y judiciales; una malla tupida de siervos de un amo invisible, que han sustituido el ejercicio de la política por el management de los recursos públicos, la antigua virtú política por la nueva tentación del mesianismo y la hybris. La superpoblación de villanos reduce prácticamente a cero las posibilidades de descubrir al definitivo hombre tras todas las cortinas posibles, al «jefe de todo esto», a ese malnacido que arruinó nuestras vidas al que, en homenaje a la iniciática serie The Prisoner, llamaremos simplemente Number One. Como ven, la política «real» adquiere hoy, más que nunca, dimensiones de política-ficción, de conspiranoia con inquietantes visos de verosimilitud.
Puede que aún no hayan conseguido revelarnos quién es el maldito Number One (quizá ni los propios miembros del gang político sepan del todo de quién se trata), pero lo cierto es que algunas de las mejores series televisivas contemporáneas han osado recorrer los «círculos del infierno» del poder para forzar al sufrido espectador a contemplar una galería de monstruos expresionistas que se nos antojan sospechosamente parecidos a algunos de nuestros dirigentes de hoy: De Caligari a Hitler, o de Caligari a Tom Kane, el mefistofélico alcalde de Chicago interpretado por Kelsey Grammer en la fundamental Boss. La ficción continúa sirviendo así de presagio fatal sobre un nuevo Apocalipsis, para unos espectadores abrumados por el cansancio, las responsabilidades, los miedos, las frustraciones, los entretenimientos banales y, en general, la dolorosa sensación de que su existencia se escurre perezosamente por el desagüe del baño de una vivienda que nunca terminarán de pagar. Recorrer los pasillos del Congreso junto al intrigante Frank Underwood (Kevin Spacey) o adentrarse en los intersticios de la alcaldía de Chicago con Kane es como descender al averno, como bien confirma la elección del tema musical Satan Your Kingdom Must Come Down, interpretado por Robert Plant, para acompañar los títulos de crédito de la ya citada Boss. En la ficción, y también en la realidad, la realpolitik le gana la partida al idealismo sorkiniano. El ala oeste de la Casa Blanca era una brillante morality play de la televisión de vocación New Deal, un sugestivo «cuento de hadas» sobre cómo debería ser la política. House of Cards, Boss o incluso 24 –con su despiadado retrato del presidente/terrorista Charles Logan de la quinta temporada– nos cuentan en cambio cómo funciona la política en realidad. Lo saben de sobras Pablo Iglesias y otros miembros de Podemos quienes, para librar su batalla contra la «casta», no han dudado en echar mano de las enseñanzas de series como Juego de Tronos. Incluso democracias «de calidad» como la danesa se atreven a especular, en la interesantísima serie Borgen, con una virtú política adaptada a los nuevos tiempos, encarnada por la líder del Partido Moderado Birgitte Nyborg, que actualiza sin complejos parte del legado de Maquiavelo. El progresivo embrutecimiento de la política, su descarnada sinceridad —que evidencian las cínicas «confesiones» en pantalla del congresista Underwood, en House of Cards— comportan inevitablemente el fin de la inocencia del héroe, y también del espectador.
Puede parecer sorprendente que, en un país políticamente «en llamas» como España, en el que infoshows como La Sexta noche, Al rojo vivo o Las mañanas de Cuatro nos sirven un tumultuoso relato que supera cualquier tentativa de la ficción, la ficción política brille por su ausencia en cine y televisión. ¿Alguien puede imaginarse aquí una serie equivalente a las comentadas, en la que se sus personajes pertenezcan a partidos políticos como PP o PSOE, en el que se aborden escándalos parecidos a los que inundan a diario los informativos, en el que se agite la conciencia del espectador sin miedo a una eventual insurrección? Por ahora, los productores y programadores patrios prefieren utilizar la estrategia más habitual en todas las dictaduras: el suministro de ficción «escapista» de baja intensidad —como la risible glamurización del tardofranquismo de Velvet, el sainete bullanguero de La que se avecina o las inocuas ficciones históricas made in TVE— como enésima tentativa de distracción para un espectador que, cada vez más, elucubra sobre la posibilidad del reset total.