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Desde el inicio de la humanidad, las sociedades han inventado diversos mitos para celebrar que, tras el solsticio de invierno, el sol volvía a salir invicto, ganándole terreno a la luna, haciendo crecer una vez más las cosechas y, en definitiva, recordando que lo que hoy conocemos como “fin de año” (al menos en el hemisferio norte) no era sinónimo de “fin de los tiempos”. Quizá por ello no es tan extraño que Netflix haya aprovechado estas fechas saturnales para estrenar dos producciones cuyos elocuentes títulos dan cuenta de sus puntos de partida. Sin embargo, tanto Dejar el mundo atrás como Carol y el fin del mundo no son las primeras ni serán las últimas producciones audiovisuales en vaticinar el desastre civilizatorio por una vía u otra.
Repasamos las ideas desde las que se han aproximado algunas de las más destacadas e intentaremos ver qué aportan de nuevo estas últimas incursiones en lo que ya se ha convertido un subgénero propio, ya sea del terror o la ciencia-ficción con vocación más o menos realista.
1) Utopía vs Distopía. Elige tu propio colapso.
Autoritarismo, fanatismo, catastrofismo, terrorismo…
Son algunas de las caras de una poderosa reacción antiilustrada que domina los relatos de nuestro presente
Marina Garcés (Nueva ilustración radical, 2018)
Desde el temido Efecto 2000 a la pandemia de la COVID-19, las dos primeras décadas del nuevo milenio han sido abono perfecto para pensamientos apocalípticos de toda índole. Las diversas crisis económicas, climáticas, sociales y políticas experimentadas por la ciudadanía no han ayudado a desinstalar del inconsciente colectivo de al menos un par de generaciones esa condición póstuma que acuñaba la filósofa Marina Garcés ante el inmovilismo consecuente a esta incesante sensación de no-futuro. Como una de las máximas expresiones de la cultura popular del ahora, la ficción seriada ha sido uno de los mayores escaparates para este tipo de narrativas.
En un artículo para The Atlantic, el showrunner Noah Hawley (Fargo) se fijaba en cómo en series como The Walking Dead (Robert Kirkman, 2010-2022), por encima de los zombies, el verdadero enemigo siempre eran los demás. Reforzando una visión individualista del mundo en la que, si desaparecieran las normas de civismo, a tu vecino le daría igual matarte que echarte una mano. Por eso en muchas de estas ficciones especulativas el protagonista devenido en líder del grupo de supervivientes suele ser un representante de la ley del mundo antiguo, como Rick Grimes, que con la llegada del mundo nuevo terminará aplicando una justicia, no tanto basada en las leyes de un estado de derecho que ya no existe si no en una suerte de virtud ética e incorruptible (con su correspondiente nivel de claroscuros, que por algo estamos en una serie postapocalíptica).
Y es que en el fondo, no deja de ser una reelaboración distópica del Viejo Oeste, ese territorio mítico que América, como nación elegida y bajo la doctrina del destino manifiesto estaba llamada a conquistar. Una nueva frontera, por supuesto, sin estado ni ley y en el que por lo tanto, y en palabras de Hawley, «sólo un buen tipo armado puede detener a un mal tipo armado».
Sobre este terreno se levantaran no solo series como los mentados muertos vivientes y su plétora de spin-offs y ramificaciones, si no también series europeas de vocación más realista como la aclamada El colapso (2019), la terriblemente certera Years and Years (2019) o fenómenos recientes como The Last of Us (2023). Sin embargo, la adaptación de Craig Mazin y Neil Druckmann destaca sobre sus coetáneas por ofrecer una lectura crítica de ese arquetipo, personificado en el Joel de Pedro Pascal, puro western, cuya mirada del mundo se irá resquebrajando según avancen la serie y su relación con Ellie, brillando especialmente en episodios como Long, Long Time, donde conoceremos la potencia emancipadora del cultivo de la fresa a través de la bella historia de amor de Bill y Frank, o Kin, donde Joel se reencontrará con su hermano Tommy en una idílica comunidad en Jackson, que no tardará en ser definida (y rechazada por Joel) como una utopía socialista.
Sí hay futuro, y tenemos que escribirlo
Layla Martínez (Utopía no es una isla, 2018)
El fenómeno que supuso The Walking Dead , punta de lanza de un revival zombie que se extendía por cine, cómics y otros medios, coincidente con un contexto en el que la emergencia climática comenzaba a abrir noticiarios por primera vez llamó la atención de diversos analistas y pensadores acerca de la alarmante carencia de pensamientos propositivos e imaginativos ante un futuro en el que habría adaptarse a cambios radicales respecto a un presente turbocapitalista a todas luces insostenible a medio y largo plazo. Mientras ensayistas como Aaron Bastani, Donna Haraway o Peter Frase se lanzaron a abrir posibilidades en el plano teórico, nacían subgéneros literarios como el solarpunk, que abogaban por escenarios post-colapso algo más optimistas. El lema era que para luchar por un futuro mejor y más justo, el primer paso era poder llegar a imaginarlo. Aunque sin llegar a la trascendencia de sus homólogas catastrofistas, estos postulados han comenzado a filtrarse en algunas producciones recientes.
La reivindicable Station Eleven no pudo llegar en peor momento a HBO. Pese a llevar en marcha desde 2015, el fin de nuestra sociedad debido a una epidemia de gripe estaba demasiado bien contada como para emitirse en 2021, con varias cepas de COVID-19 aún haciendo estragos y los diversos confinamientos y restricciones sociales aún presentes. Más allá del punto de partida, lo cierto es que la historia protagonizada por Mackenzie Davis transcurría un par de décadas después de aquello y mostraba una sociedad en reconstrucción en la que la gente seguía demandando algo de lo que suelen olvidarse las narrativas más agoreras: el arte. Recuperando la figura de los cómicos de la legua, Station Eleven sigue en su trama principal a un grupo de teatro que representa obras de Shakespeare a lo largo de las diferentes comunidades que han ido emergiendo sobre una América renaturalizada y moderadamente feliz.
La risa es sin duda otra de las vías para superar las crisis del tipo que sean. The last man on Earth (Will Forte, 2015) o Upload (Greg Daniels, 2020) juegan en esa liga aunque desde puntos de partida muy diferentes. La primera es una parodia del subgénero iniciado por Soy leyenda de Richard Matheson, mostrándonos a un supuesto “último hombre vivo” que resultará no estar tan solo como esperaba. Siembra la idea de un post apocalipsis lúdico en el que la carestía y la ausencia de recursos son cosa del pasado y solo queda bailar sobre las ruinas de la civilización a falta de, a priori, amenazas mayores.
La segunda, proyecto en solitario de Greg Daniels, es una distopía tecnológica que bien podría compartir universo con el Black Mirror de Charlie Brooker. En ella, los ciudadanos pueden “subir” su alma de manera póstuma en una suerte de más allá digital. Podría ser perfectamente una versión con glitches de The Good Place (2016), de su socio Michael Schur ( Parks and Recreations, Brooklyn Nine-Nine) porque, como en todo producto digital, este paraíso se verá rápidamente atravesado por pasarelas de pago, planes premium, SPAMS y similares, dando lugar a un retrato bastante vitriólico del alma humana que conecta también con la fábula negra que nos propuso Damon Lindelof, que a su vez ya había tanteado con la sociedad tras el shock colectivo con las magistrales Watchmen (2019) y The Leftovers (2014). En Mrs. Davis (2023) seguimos la odisea de una monja de armas tomar en un mundo en el que una IA parece haber sustituido a Dios, y donde solo unos pocos parecen estar a disgusto con la algoritmocracia, mostrando de nuevo una sociedad donde la mayoría de los conflictos se han solucionado aplacando la rabia contra la máquina.
Una de las series europeas más destacadas de esta temporada, The Architect, construye con mimbres del presente un futuro tan aterrador como cercano en torno a la crisis inmobiliaria y de alquiler, ampliándolo a cuestiones como el trabajo, el consumo o la gig economy. Sin embargo, y sin hacer demasiado spoiler, la emancipación y la lucha por lo colectivo son una de las ideas que atraviesan la serie y hace que la anotemos en el grupo de las que nos abren a imaginar soluciones para un futuro en común. Por esa misma senda camina Apagón, la producción de Movistar Plus+, con directores de la talla de Rodrigo Sorogoyen o Raúl Arévalo, y que nos muestra cómo nos organizaríamos en España ante un apagón digital que inutilizase la mayor parte de nuestra tecnología. Pese a las no pocas similitudes con la francesa El colapso, la adaptación del pódcast El gran apagón intenta buscar un hueco para la esperanza en cada episodio. Pese a algunas acusaciones de un buenismo un tanto forzado, lo cierto es que la serie ofrece lecturas muy interesantes especialmente en los capítulos dirigidos por Isa Campo, Alberto Rodríguez y un Isaki Lacuesta que, aún en el terreno de la ficción especulativa, no puede evitar bordear el registro documental tan ligado a su carrera cinematográfica.
2) No mires arriba, deja el mundo atrás. El apocalipsis imperativo.
Y me dio más pena el último episodio de ‘Friends’ que lo nuestro, más pena que lo nuestro
Astrud (Minusvalía, del álbum Tú no existes, 2007)
Cuenta la leyenda que cada dos años Netflix está obligada a tirar la casa por la ventana con una superproducción repleta de caras conocidas y que toque temas candentes de manera original, de modo que, de la mano de una brutal campaña de marketing, consiga dominar la conversación mediática durante dos o tres semanas y, quien sabe si con suerte, conseguir alguna nominación al OSCAR. Tras colarse en las mismas tertulias, columnas de opinión y debates en redes con los que ironizaba, No mires arriba (2021) parecía la lectura perfecta del clima conspiracionista y el coleo trumpista que había moldeado la pandemia en Estados Unidos. Todos los que pensamos en los Culpables Remanentes de la mentada The Leftovers cuando veíamos las desquiciadas manifestaciones negacionistas en nuestras plazas nos vimos reflejados en la sátira de Adam McKay, autor forjado en la llamada Nueva Comedia Americana que supo encontrar un (oscarizable) camino a la madurez cambiando los gritos y trompazos de Will Ferrel por los dardos envenenados hacia los ricos y poderosos (no en balde es productor y responsable del piloto de Succession)
El caso de Sam Esmail parece seguir la senda opuesta. Aunque su primer trabajo autoral fue precisamente un largo, Comet (2014), no fue hasta la llegada de Mr Robot (2014-19) que su nombre comenzó a ser conocido en los círculos seriéfilos. En su posterior trabajo, Homecoming (2018), adaptación de un exitoso podcast de ficción, con Julia Roberts como rostro principal de su primera temporada (la segunda, menos exitosa, repitió suerte con Janelle Monáe) volvió a indagar en la conspiración institucional y la paranoia. Así llegamos a esta Dejar el mundo atrás, adaptación de una novela de Rumaan Alam, donde amplía sus temas predilectos con un reparto encabezado de nuevo por Roberts, pero al que se suman otras estrellas como Mahershala Ali, Ethan Hawke, Kevin Bacon junto a talentos emergentes como Myha’la (Industry, Black Mirror) o Farrah Mackenzie (La suerte de los Logan).
[NOTA: A partir de aquí puede haber spoilers moderados]
La historia nos presenta al personaje de Julia Roberts como una mujer de éxito, un tanto misántropa e impulsiva, que decide improvisar unas vacaciones familiares en una lujosa casa de campo apartada de todo. Como si se tratase de un cruce entre Nosotros (Jordan Peele, 2019) y Llaman a la puerta, una presencia en mitad de la noche alarma a la WASPísma familia. Dos personas negras vestidas de gala, presentadas como un padre de mediana edad (Mahershala Ali) y su hija adolescente (Myha’la), dicen ser los dueños de la casa y les informan de que ha habido una caída de la electricidad y las señales móviles en la ciudad, por lo que han decidido guarecerse en su propiedad hasta que todo se arregle. La historia a partir de aquí transcurría entre el soterrado conflicto racial, desconfianzas mutuas y la confirmación de que, en efecto, algo está pasando fuera de aquella cabaña.
Las referencias a Peele y Shyamalan no se quedan en lo meramente argumental, pues Esmail como director ha decidido importar de ambos creadores su gusto por la imagen impactante e icónica, siendo un barco y una concatenación de coches TESLA los protagonistas de los momentos más logrados visualmente en la película. Al contrario que el director de El incidente (2008), que sabe perfectamente cómo manejar el ritmo y la tensión en sus imágenes sin parar la cámara, Esmail parece estar gritando todo el tiempo en sus planos que le hagamos caso. Aún en un momento tan juguetón en su carrera como el actual, con auténticos despiporres como Servant (2019), Shyamalan sabe cómo encuadrar y componer un plano y cuándo, y sobre todo por qué, mover la cámara. En ese sentido, la narrativa de Dejar el mundo atrás es de una amoralidad que haría llorar a Godard. Pura hiperactividad para un espectador contemporáneo con TDA audiovisual que pretende tenerle todo el tiempo atento a la pantalla mediante cabriolas e impactos, pero que contrasta con lo que realmente pide la historia.
En ese sentido, y quizá sea un efecto colateral de sus decisiones, o que Esmail es mucho más fino de lo que podría parecer, la mueca del público tradicional se encontrá más cerca de la pequeña de la familia (quienes viesen esa joyita de Soderbergh que es La suerte de los Logan ya saben del poderío de la pequeña Farrah Mackenzie, aquí sin Country Roads de fondo) Una niña que, en mitad de todo el barullo, tanto en el fondo como en la forma de la película, sólo quiere que la dejen tranquila para poder ver el capítulo que le queda para terminar Friends (1994) Es quizá en este punto, en mitad de operaciones de control social a gran escala y preparacionistas varios, donde la tesis de fondo en la película se pone más interesante.
Entre las muchas consecuencias que desató Jordan Peel con el fenómeno que supuso Get out (2017), está la de una corriente imperativa en el cine de género contemporáneo. Películas que exhortan desde su cartel al protagonista, a la par que al público, a hacer o no hacer algo. Sal de ahí, no mires, no respires, no hagas ruido, habla conmigo… Los pensamientos del espectador mientras ven la película saltan al título de la misma como una verbalización de las ansiedades de los tiempos que vivimos. Todo va rápido, hay que hacerlo ya y ahora. No hay tiempo. No hay alternativa. No hay futuro.
Siguiendo los tropos de la construcción de guión, el mundo de los protagonistas se pone patas arriba. Ya sea una visita a los suegros o un meteorito cerniéndose sobre nuestras cabezas, la propia película impone su visión de lo que hay que hacer. Algo que podemos relacionar con las preocupaciones generacionales, tanto de los creadores como de los potenciales consumidores de esos títulos. Educados en un mundo anterior al actual en el que las promesas eran de éxito y confort, y desde luego no de la acumulación de crisis climáticas, económicas, laborales, habitacionales que les ha tocado vivir. La fibra del pánico se toca fácilmente, la situación es caótica y desesperada y no queda otra que salir de ahí, no mirar, no respirar, no hacer… ¿Pero qué pasa con las generaciones posteriores? ¿Aquellas que nacieron ya en esos escenarios?
En 2012, el escritor y video ensayista John Koenig incluyó en The Dictionary of Obscure Sorrows el término anemoia como definición de una nostalgia por una época que nunca existió. Esto mismo es citado en la película en relación a la obsesión por Friends de la pequeña Rose Sandford. «Me hacen feliz. Realmente necesito eso ahora mismo. Si queda alguna esperanza en este mundo de mierda, quiero al menos saber cómo les van las cosas. Me preocupo por ellos», responde el personaje cuando le preguntan por ello, verbalizando las cada vez más abundantes relaciones parasociales que se establecen entre personajes reales y de ficción cuando se vive la vida a través de una pantalla. Mientras seguimos en la película las búsquedas desesperadas de ayuda o soluciones para el conflicto por parte de los adultos, el personaje de Mckenzie nunca es escuchado ni tenido en cuenta. En ese contexto es normal que ella ponga por delante a Ross, Rachel y compañía antes que su familia. Un giro literalmente conservador, pues llama a conservar un pasado mítico en el que podías quedar con tus amigos en una cafetería, aunque solo fuese un decorado. El boxset de DVD como bote de formol para un pasado no vivido pero confortable de ver.
3) Novocaína para el alma y tóner para la impresora. El apocalipsis funcional.
Mi sonido favorito es el de una taza de té al posarse sobre el platillo
Hannah Gadsby (Nanette, 2018)
En julio de 1980, los hermanos Bill y T. J. Palmer abrieron su primer restaurante con la idea de crear “una cadena de locales con aire de pub de barrio que pudiera ofrecer un servicio amable junto con comida de calidad a un precio más bajo que la mayoría de sus competidores”. Tras descartar nombres como “Canela” o “Pimienta”, e inspirados por la guía telefónica, lo llamaron Applebee’s y hoy en día ocupa un lugar en el imaginario colectivo similar a la cadena VIPS en nuestra cultura. También nos sirve para definir a Carol, alguien cien por cien en la medianía social, una persona “normal”, que escucha “de todo”, amiga de sus amigos (si los tuviera), que sin duda elegiría la Tagliatella con plan perfecto para una cena romántica y que no aspira a más que a poder sentarse a merendar en el banco favorito de su VIPS de siempre (perdón, de Applebee’s). No es poco. Tener un local favorito (aunque sea una franquicia) con un banco favorito (aunque sea indistinguible del de cualquier otro local de la cadena) significa en cierto modo, haber encontrado tu sitio en la vida. Carol Kohl sin duda estaría satisfecha con estos pequeños placeres si no fuera porque el planeta Kepler-22b se ha desplazado de su órbita solar y se dirige inexorablemente hacia la Tierra, asegurando la destrucción de toda vida en el planeta en apenas unos meses.
Curtido en las salas de guionistas de The Onion, The Colbert Report, Inside Job o Community, Dan Guterman es también autor de alguno de los episodios más recordados de Rick y Morty, como «The Ricklantis Mixup» (o “Cuentos de la ciudadela”). Lejos de las ansias por epatar de la serie de Dan Harmon y el malogrado Justin Roiland, Guterman ha basado su primera producción propia en un tipo de personaje más acostumbrado a ser secundario que protagonista. Su nombre es Carol, tiene 42 años y, antes del fin del mundo, trabajaba en la secretaría de un instituto, pero podría perfectamente llamarse Phyllis y trabajar en una oficina en Scranton, Pennsylvania a las órdenes de Michael Scott.
De hecho, bien podía haber sido doblada por la propia Phyllis Smith que daba vida tanto al personaje homónimo en The Office (2005) como a la azulada Tristeza en Del revés (Pete Docter, 2015), quien seguramente estaría a los mandos de la cabeza de Carol si pudiésemos mirar dentro de ella como en la película de PIXAR. Y es que si algo sorprende esta producción animada respecto a otras ficciones apocalípticas es que aquí, más o menos, todo funciona. De hecho lo que ha dejado de funcionar es el capitalismo, los bancos ya nos reclaman sus deudas, el dinero ha dejado de tener valor y, salvo unos servicios mínimos cubiertos por militares, la gente ha abandonado sus trabajos y se dedica a cumplir sus sueños bajo la atenta mirada de un planeta turquesa que va creciendo en el horizonte episodio a episodio. Eso es realmente lo que pone patas arriba el mundo interior de Carol. Sus ancianos padres se han consagrado al nudismo y viven en trieja con su fornido cuidador; su hermana se ha obsesionado con el paracaidismo y vive literalmente saltando de un país a otro; sus antiguas compañeras son esa clase de gente que te dice “buah, tienes que ir” cuando vuelven de hacer el pack turístico completo en un país exótico y Carol… Bueno, digamos que Carol está más cerca de la protagonista de Melancolía (Lars Von Trier, 2011) que del aventurero Willy Fogg.
A nivel formal, la serie viene con el sello de calidad de la productora de Rick y Morty y su tono se alinea con otras animaciones para adultos de Netflix como The Midnight Gospel (Pendleton Ward, 2020) o las temporadas finales de Bojack Horseman (Raphael Bob-Waksberg, 2014) donde se maneja un delicado equilibrio entre drama, comedia y existencialismo. Su ritmo pausado y sus tramas tranquilas no son para amantes de las emociones fuertes y su visionado está más cerca del efecto ansiolítico que de la acción trepidante. Porque, en mitad de toda esa bacanal de disfrute casi por decreto, y tras varios intentos infructuosos de encontrar su sitio, Carol dará con el propósito de sus últimos días en un lugar llamado “La Distracción”, un edificio repleto de cubículos, fotocopiadoras y ordenadores con toda la estructura que podríamos esperar alrededor: jefes, departamentos, salitas de descanso con máquinas expendedoras que se atascan y, por supuesto, compañeros.
Casi sin darse cuenta, pero con departamento de Recursos Humanos mediante, Carol entrará a “trabajar” a hacer no se sabe muy bien qué en esta empresa que, aunque pueda recordar a ficciones laborales con giro distópico como Severance (2021), tendrá un fondo mucho más humano. Simplemente, la rutina del trabajo de 9 a 5 les proporciona una sensación de orden frente al caos hedonista del mundo exterior con la que todos se sienten mucho más seguros, aunque tengan que esconderlo de sus familias poniendo como excusa que están “escribiendo su novela” o “aprendiendo surf”.
A lo largo de los 10 episodios de la serie, iremos conociendo más de cerca a algunas de estas personas con las que Carol, poco a poco, irá estableciendo esos vínculos casuales que tanto añoraba. Porque para Carol, la idea de intimidad ideal está en preparar un pastel de plátano para compartir en el office, o acordarse del cumpleaños de una compañera que de establecer relaciones más apasionadas o intensas. Se aleja incluso del optimismo desbordado de productos como Ted Lasso (2021), ella no quiere cambiar nada o a nadie, se conforma con que el mundo funcione a base de una poquita fe y un mínimo de cariño por los de su alrededor. Lo que sí comparte con la serie de Jason Sudeikis es que su actitud va influenciando poco a poco a los demás hasta llevarlos (a los compañeros y a nosotros) a su terreno.
Mientras nos distrae con episodios embotellados como la reformulación del clásico del cine surfero Un verano sin fin (Bruce Brown, 1966), el especial de Halloween o los dedicados a la vuelta al mundo en crucero que emprenden los padres y su novio o a cerrar la trama de Eric, un esbozo de interés romántico que apenas dura unos minutos en pantalla; la introvertida oficinista nos irá contagiando de su pequeño gran amor a la rutina y el placer de las pequeñas cosas. No será hasta el último episodio, narrado desde el punto de vista de la responsable de RRHH como si de un true crime se tratase, que la serie pone sus cartas sobre la mesa. El sonido de la taza de té que es la vida Carol al posarse sobre el platillo de lo que había estado buscando todo el tiempo. Suena a piel sintética vieja y agrietada, pero es el sonido de la felicidad.
Ante el inmovilismo de la sensación de no-futuro, ya sea porque un planeta viene a chocarse con el nuestro o por una gran conspiración orquestada por los poderes fácticos, la nostalgia siempre será un lugar de refugio ante el cambio. Las series clásicas se muestran en ambas producciones como madriguera perfecta, ya sea dentro o fuera del texto. Sea el bar de Cheers o los apartamentos cruzados de Friends. A veces, cuando todo pinta mal, uno solo quiere ir con sus amigos a donde todo el mundo conoce su nombre.
No es la utopía soñada pero quizá sea una utopía de ficción, práctica y funcional lo único que precariamente nos podamos permitir. Los creadores lo saben, las plataformas lo saben, el algoritmo lo sabe, y podemos confiar en que, al menos hasta que se extinga la wifi, estarán ahí para nosotros.