'Cara a cara': Coacción en tiempo real
'24' y 'Cara a Cara'

Coacción en tiempo real

Jack Bauer vs. Bjorn Rasmussen: comparamos la serie danesa 'Cara a cara' con '24', el clásico de las series a contrarreloj.

Jack Bauer vs. Bjorn Rasmussen (de '24' y 'Cara a cara').

Todo creador con un mínimo porcentaje de ego en sangre (o sea,  todo creador) ha sentido alguna vez en su carrera la comprensible tentación de pegar una cabriola para llamar la atención y exclamar ante sus incondicionales aquello que en su día seguro que tuvieron que escuchar los padres del artista en cuestión cuando empezaba a ir sólo en bicicleta: «¡Mira, mira, sin manos!». Hablamos de creadores en masculino, porque en general ellas ya tienen bastante trabajo intentando hacer oír su voz como para encima plantearse retos suplementarios. Como a los treinta y tantos ya no son tan habituales los elogios por un manejo hábil del manillar, por lo menos entre los que no se dedican a ello, cada cual se busca nuevas maneras de generar admiración en el prójimo.

Para los directores de cine una de las cimas del alarde técnico pasa por rodar en plano secuencia. Quién nos iba a decir hace unos años, cuando las grandes productoras norteamericanas pretendían resucitar el 3D y en las cómodas de los espectadores más asiduos se amontonaban más gafas polarizadas que en un outlet de Opticalia, que al final el futuro del cine en su vertiente necesaria de parque de atracciones no dependería tanto de las salas de exhibición como de las decisiones de rodaje. Porque la impresión de la ausencia de cortes en un espectáculo audiovisual, impresión casi siempre falsa, lleva a parte de la crítica a arquear la ceja en gesto escéptico, pero no nos engañemos: si está bien conseguida provoca fascinación en el voyeur que anida en toda persona de alma cinéfila, esa dispuesta en cualquier momento a que la dejen boquiabierta.

Quizás muchos no le compraron a Iñárritu ese prodigio de ritmo y nervio que se llamaba Birdman (nos ahorramos el subtítulo), con un inmenso Michael Keaton al frente, porque la ambición del mejicano no acaba de caer bien. Incluso a Sam Mendes hay quien le acusa de haberse dejado arrastrar por la machada de aspirar a ser quien la tiene más larga con su portentosa exhibición en 1917 (mérito compartido ex aequo con el justamente oscarizado Roger Deakins en la dirección de fotografía). Esa sí que es una ficción realmente inmersiva, mucho más que algunas de las que nos reclamaban el peaje de las gafitas, una proeza técnica que no descuida tanto el componente narrativo como la crítica más perezosa ha estado insistiendo en afirmar, esa misma que se empeña en comparar la obra de Mendes con un videojuego.

El plano secuencia sigue siendo un número de prestidigitación, y como todo buen número suele tener truco (dejemos a un lado El arca rusa de Sokúrov, hija de las posibilidades digitales). Lo curioso es que el juego se prestaba inicialmente a sostener una tramoya teatral recluida en un espacio único, como en La soga de Hithcock, y actualmente la cámara sigue frenética a los personajes en campo abierto, por trincheras, saltos de agua y ciudades en ruinas contradictoriamente poéticas. Quizás abusar del plano secuencia sea un síntoma de soberbia creativa, un «sin manos» que no siempre tiene justificación. Ello no nos puede hacer olvidar lo agradable que resulta dejarse avasallar por un torbellino de imágenes diseñadas para causar tal efecto, recuperando uno de los sentidos primigenios del cine, cuando los Lumière mostraban la llegada a la estación de un tren que, al final, resultó ser el de la bruja.

Rami Malek en el quinto episodio de la tercera temporada de ‘Mr. Robot’, titulado «eps3.4_runtime-err0r.r00» / Crédito: Michael Parmelee

¿Y cuál es el equivalente al plano secuencia en una serie? Que no se me malinterprete, por supuesto que algunas producciones de televisión han recurrido a este truco, ya sea para una escena concreta o para todo un capítulo. Sin ir muy lejos, recordamos aquella persecución en la primera True Detective, el rito funerario a dos tiempos de La maldición de Hill House o la locura del asalto a E Corp en el ecuador de la tercera temporada de Mr. Robot, este sí desplegado a lo largo de 42 minutos apabullantes. Ese día Rami Malek no fue el único al que parecía que los globos oculares se le iban a salir de las órbitas.

Sea como sea, en una serie el plano secuencia está pensado como un recurso puntual. Uno de los obstáculos que hacen menos viable su uso televisivo son las pausas de publicidad en las cadenas comerciales, hasta cuatro por capítulo. No es lo mismo interrumpir la falsa sensación de continuidad pasando con la cámara por delante de un chaquetón oscuro suficientemente voluminoso para cubrir el objetivo, que desconectar totalmente de la trama por gentileza de una inmobiliaria, una cadena de comida rápida y un banco de esos que aseguran que no te van a dejar tirado. En cambio, esas mismas pausas publicitarias pueden ser aliadas imprescindibles en otro tipo de dispositivo narrativo, una estrategia emparentada con el plano secuencia, mucho más sencilla de mantener a lo largo de toda una temporada: la supuesta acción en tiempo real.

Alabado sea Jack Bauer, uno de los héroes catódicos más influyentes del siglo, nacido al calor de los efectos devastadores en política antiterrorista post 11-S

Aunque el suspense suele basar parte de su efectividad en la dilatación de los segundos hasta convertirlos en minutos, por la vía de un montaje fragmentado capaz de alargar una cuenta atrás hasta límites exasperantes, sincronizar los relojes de espectadores y personajes logra generar otro tipo de adrenalina. Si se consigue que el andamiaje de esta estructura no se convierta en una cotilla demasiado rígida, la ficción a contrarreloj aporta un plus de tensión que ha sido bien rentabilizado por la producción danesa Cara a cara, una serie de ocho episodios de unos veinticinco minutos de duración, estimulante muestra de género negro que sigue los pasos del policía Bjorn Rasmussen a lo largo de las horas más crudas de su vida, justo después de descubrir que su hija está muerta.

Rasmussen opta por no fiarse de la tesis oficial, que apunta al suicidio, y decide investigar lo ocurrido por su cuenta, movido ante todo por la necesidad de expiar sus propias culpas y exorcizar los fantasmas de un pasado de padre distante y severo que no ha estado allí cuando su hija lo necesitaba. Cada uno de los ocho capítulos lo constituye una conversación del policía atormentado con alguna de las personas que conocieron a la víctima, que podrían estar relacionadas con los hechos y que le revelan algunas de las facetas más inquietantes de la muchacha. Entre el final de un episodio y el principio de otro tan sólo ha transcurrido el tiempo necesario para llegar al nuevo escenario.

Aceptemos que nos encontramos ante una especie de gincana policial un poco forzada en su desarrollo; cada interrogatorio improvisado del protagonista le proporciona la pista clave para saber cuál será su próxima visita de un modo sospechosamente matemático, más o menos a los veinte minutos, cuando los títulos de crédito están al caer. Una vez asumida esta condición de dispositivo artificioso, el ejercicio se disfruta por sus muchos valores. Los actores nórdicos suelen dar en el clavo, especialmente ese grande de la interpretación que es Ulrich Thomsen, un habitual del cine danés con proyección internacional: además de recordarle en Celebración o en Hermanos, fue el temible Kai Proctor en Banshee, uno de esos malvados que quedan marcados a fuego en la memoria por su crueldad reposada, casi educada, y recientemente le hemos visto tratar a un Pontífice en coma en The New Pope. Como los mejores personajes del género, su Rasmussen es un tipo brusco, violento y muy poco empático. Si bien le vemos alterado por un trauma familiar de órdago, sospechamos que en su actividad profesional más o menos rutinaria tampoco debe apostar por la delicadeza.

Llegados a este punto, es obligado invocar al santo patrón de los agentes de la ley limitados por el reloj. Alabado sea Jack Bauer, uno de los héroes catódicos más influyentes en lo que llevamos de siglo, nacido un tiempo antes de los atentados del 11 de septiembre pero presentado al público al calor de sus efectos devastadores en la política antiterrorista global tan sólo dos meses después, el 6 de noviembre del 2001. Dicen que cuando Joel Surnow le expuso a Robert Cochran su idea de desarrollar una serie de 24 episodios que mostrara todo lo sucedido en un único día, a razón de una hora por capítulo, éste le respondió que mejor se olvidara, que era la peor idea que había oído nunca, que no funcionaría y sería demasiado difícil.

Sin duda, el planteamiento suponía todo un reto para los scripts, responsables de garantizar un mínimo raccord visual en una producción rodada durante unos meses que para el espectador debían ser 24 horas. Que se lo digan a todo el reparto, obligado a repasar peinados y barbas cada cinco días. De aquella idea descabellada surgió uno de los grandes éxitos de la televisión reciente. Ocho temporadas y media después, incluyendo la última entrega de 12 episodios y sin contar el telefilm 24: Redemption, seguro que Cochran ha tenido ocasión para admitir ante Surnow lo equivocado que estuvo en un primer momento. Quizás ninguna otra serie ha conseguido transmitir con la misma vehemencia esa sensación de apocalipsis constante, de que el mundo entero estaba al borde del colapso cada cuarto de hora, sin caer en el ridículo ni la autoparodia (las parodias, y muy buenas, llegaron siempre de fuentes externas como el Saturday Night Live).

24 no sólo consiguió multiplicar los puntos de vista con el ya famoso efecto de pantalla partida a dos, tres o cuatro bandas; también elevó el número de cliffhangers por capítulo, siempre justo antes de devolver al público al mundo real de la peor de las maneras posibles, mediante la publicidad. El tic tac del reloj no se detenía para Bauer y sus colegas ni siquiera durante esas pausas, utilizadas precisamente para esquivar los momentos más rutinarios en los que el héroe debía cruzar Los Ángeles de punta a punta, sospechamos que mucho más rápido de lo realmente plausible.

’24: Live another day’ se estrenó en 2014 con 12 capítulos.

¿Tienen algo en común al aguerrido agente antiterrorista americano y el atormentado policía danés, más allá de que hemos sido testigos de sus investigaciones en un supuesto tiempo real? De entrada, el trabajo de Jack Bauer era mucho más complejo, en parte obligado a seguir los tempos dramáticos de una temporada relativamente larga. No era sólo que en la UAT afrontaran crisis de consecuencias catastróficas para la civilización occidental (o para los Estados Unidos, que para ellos vendría a ser equivalente). Cada nuevo día vivido por Bauer era como una cebolla con infinidad de capas que debía ir desgajando a golpes, a menudo literales. El culpable del acto criminal que solía abrir temporada (en el universo de 24 el término «sospechoso» había quedado desterrado del diccionario) acababa siendo el correveidile necesario para dar paso a algún otro genio del mal oculto en las sombras, y así podíamos avanzar en círculos concéntricos hasta tres o cuatro veces, llegando a menudo a las entrañas de las  instituciones norteamericanas. Vamos, que al final siempre había algún topo suelto, ya fuera en la UAT o en la Casa Blanca.

A Rasmussen (‘Cara a cara’) no le apremia la cuenta atrás de un explosivo, sino la urgencia personal, la necesidad de hacer justicia y reconciliarse con su hija

A 24, un producto de la conservadora Fox, siempre hubo quien le achacó el sesgo patriotero y la presunta xenofobia latente en el retrato de musulmanes, mejicanos o chinos, según fuera el caso. Pero también es cierto que, a diferencia de tantas películas de acción estrenadas durante la Guerra Fría, cuando casi nadie osaba plantear estas cuestiones de corrección política en voz alta y Rambo se aliaba con los talibanes para detener a los rusos, Kiefer Sutherland no daba vida a un héroe de una pieza. Chillaba, maldecía y se enfurecía, pero todo ese griterío no podía ocultar su angustia ni sus dudas existenciales, el peaje emocional que le tocaba pagar por subordinarlo absolutamente todo a la seguridad de su país y cometer todo tipo de atrocidades en búsqueda de un presunto bien mayor. Aunque para hacérnoslo entender Sutherland limitaba todo su repertorio gestual a un único mohín de contrariedad que consistía en bajar la cabeza a un lado, le queríamos igual.

Bauer, su bolso en bandolera y su PDA (bueno, y también Chloe O’Brien) se enfrentaron a menudo a la podredumbre de muchos de sus compatriotas, demasiados como para considerarlos únicamente casos aislados. Detrás del impecable presidente David Palmer, acechaba uno de los presidentes más despreciables, corruptos, cobardes y mediocres que hemos visto nunca en la ficción, Charles Logan, pivote central de la intriga macbethiana de la mejor temporada de 24, la quinta. La serie resultó profética por situar a un presidente negro en la Casa Blanca, pero también por inventar a un dirigente tan miserable como el actual.

Gregory Itzin como el Presidente Logan en la quinta temporada de ’24’ / Crédito: FOX

Al otro lado del océano, Bjorn Rasmussen no lucha para proteger a Dinamarca de sus enemigos internos o externos. Se conformaría con salvar su alma. En comparación con Bauer, que creció con su público, a Rasmussen le hemos conocido muy poco, durante un solo día con su larga noche, intentando aclarar la muerte de su hija. A él no le apremia la cuenta atrás de un explosivo programado para estallar, sino la urgencia personal, la necesidad de hacer justicia y reconciliarse post mortem con una hija de la que se había alejado sin remedio. Para el caso, es lo mismo. No olvidemos que una de las prioridades de Bauer en la primera temporada de 24 era localizar a su hija Kim, secuestrada en el marco de una operación criminal de gran escala que superaba el ámbito familiar. Ambos surfean tambaleantes sobre la ola de los daños colaterales.

En su empeño, Rasmussen no duda en dar muestras de una brutalidad muy baueriana, saltándose a la torera la presunción de inocencia: amenaza, empuja, agrede, abofetea, asfixia… y si hace falta, está dispuesto a matar o a estrellar un coche. Ese es el único momento que requeriría un trabajo posterior de chapa y pintura, porque no hay más persecuciones ni escenas de acción frenética. Lo que sí hay es mucha coacción. Pese a que los capítulos de la serie de Christoffer Boe y Jakob Weiss son diálogos casi teatrales de una tensión constante, sesiones de esgrima verbal al borde del boxeo, estamos más cerca de Guantánamo que de las calles heladas e impolutas de Copenhague. Mientras que a Hamlet se le aparecía el espectro de su padre para recordarle que algo olía a podrido en Dinamarca (la frase era de su fiel consejero Horacio, pero el fantasma venía a confirmarla), Rasmussen experimenta alucinaciones en las que su hija muerta le apremia a descubrir lo que pueda haber de maloliente en su propia muerte. O ya puestos, en la relación tortuosa entre ambos.

Estas visiones encajan con calzador en una ficción a tiempo real. Forman parte de la apuesta de Cara a cara por un punto de vista subjetivo, el de un protagonista que hasta el final da muestras de cierta paranoia y nos hace dudar de su cordura. Bauer dejó atrás los cadáveres de muchos colegas, incluso el de su mujer, pero no tenía tiempo para que se le aparecieran en forma de espíritu. Eso no quiere decir que no sintiera remordimientos por cómo le cundía el tiempo y en qué lo empleaba. Tanto al americano como al danés los recordamos protagonizando algún momento de intimidad en el interior de su coche. El de Bauer fue en la última y anticlimática secuencia de la tercera temporada. Ambos lloran y gritan, dando rienda suelta a su dolor por el mal del que han sido testigos y, posiblemente también, por el que han provocado ellos mismos. Podemos afirmar que Jack Bauer ya cuenta con un discípulo aventajado en este oficio, tan cuestionable como efectivo para la ficción, de la coacción a contrarreloj. Ha habido muchos otros y habrá muchos más. También muchas más. Como diría Scarlett (O’Hara, no Johansson), mañana será otro día.

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