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Las redes sangran, sudan, secretan Black Mirror. Hemos posteado con los dientes prietos, a lo tarumba, sin dejar que el cadáver del primer episodio se enfríe. Diablos, el mundo tenía que saber que hemos visto la nueva temporada antes que nadie y que nos gusta o la odiamos más que nadie. Era cuestión de vida o muerte… para nuestro ego.
Muy pocos han contenido su egorrea seriéfila en Twitter, Instagram o Facebook; el resto ya hemos comunicado al universo virtual lo mucho que mola una serie que precisamente nos advierte del mal uso y abuso de las nuevas tecnologías, una serie que dispara contra esa burbuja de irrealidad que hemos creado en el ciberespacio para eludir las complejidades del mundo que está ahí fuera. Hemos protagonizado nuestro propio episodio de Black Mirror mientras veíamos Black Mirror. Meta Black Mirror o algo así. Apocalipsis ahora.
Los hechos en frío: Black Mirror ha perdido un poco de veneno, de acuerdo, pero sigue dejando una picadura muy fea en el intelecto. Nada que ver con su traslado a Netflix. Los que señalaban el edulcorado yanqui como el final anticipado de la ficción se equivocaban. La tercera temporada ha conseguido mantener muy alto el listón de las anteriores entregas y ha conservado la misma mordida letal en al menos tres episodios memorables: Nosedive, San Junipero y Men Against Fire. Solo con estos capítulos se podría formar una trilogía de Black Mirror al uso y nadie habría hablado de bajón.
«Brooker es una tahúr cojonudo, pero no puede sacar siempre escalera de color. Asimismo, se masca su intención de aportar a la serie mayor variedad de géneros y tonalidades»
Pero somos tocapelotas y estamos muy mal acostumbrados. Nos quejábamos de que las temporadas de la serie de Charlie Brooker se nos hacían cortas y ahora el problema es que sobran episodios. En realidad, todos sabemos que en el contexto de exigencia de Black Mirror, es imposible mantener el mercurio en la cumbre, de forma sostenida, a lo largo de seis episodios largos. Brooker es una tahúr cojonudo, pero no puede sacar siempre escalera de color. Es imposible. Asimismo, se masca su intención de aportar mayor variedad de géneros y tonalidades, aprovechando la amplitud de espacio de Netflix. En esta tesitura, los tres capítulos más “endebles” no son en absoluto piezas desdeñables, de hecho superan con creces al 80% de la diarrea televisiva que se emite actualmente.
Playtest, el más plano, proporciona ideas apasionantes sobre los videojuegos y la realidad aumentada. Shut Up and Dance te atrapa en sus minutos de mayor tensión, pese a tener el desenlace más previsible (y obligarte a tapar la puta cámara del portátil con una tirita). Y el capítulo final, innecesariamente largo a mi modo de ver, es un broche con sobrantes de mala leche. De hecho, el propio Brooker sufrió en 2004 un linchamiento vía mail a causa de una columna incendiaria sobre George Bush que escribió para The Guardian. Hated in the Nation está directamente inspirado en esa oleada de odio virtual sufrida por el guionista, a causa de un comentario políticamente incorrecto. Y se nota. Digan lo que digan, incluso en sus minutos menos inspirados, Black Mirror me sigue pareciendo una serie provista de zarpas muy afiladas y preñada de ideas que te derriten el cerebro.
Además, después de ver la tercera temporada –trufada de huevos de pascua y guiños autorreferenciales-, me invade la inquietante sensación de que se ha estrechado la distancia. La distopia es ya. Nosedive es tan pavorosamente real que te congela la sonrisa. Es como si Black Mirror ya no nos hablara del futuro que vivirán nuestros hijos o nietos, sino de nuestro futuro. Es el aliento del apocalipsis en la nuca. Erigida ya en oráculo perverso, la serie vuelve a jugar magistralmente a las profecías instantáneas, convirtiendo nuestra realidad en un Instagram implacable (Nosedive), visualizando Twitter como un patíbulo (Hated in the Nation), descubriéndonos que el paraíso después de la muerte es el ciberespacio (San Junipero) e imaginando un videojuego que hace añicos la psique de sus usuarios (Playtest). Cerca. Muy cerca.
Al igual que otras antologías televisivas como The Twilight Zone o The Outer Limits, Black Mirror es una perfecta parábola de los terrores de su tiempo (aunque también lo son 1984, Los Invisibles, Valis, El Show de Truman, Hijos de los Hombres, El Fugitivo y una eternidad de referencias que van más allá de la Dimensión Desconocida). Si en la genial serie de Rod Serling, la paranoia de la Guerra Fría flotaba como un espectro, la tecnología, o mejor dicho, el uso que hacemos de ella, es el poltergeist tormentoso de la ficción que nos ocupa. En los momentos álgidos de la nueva campaña, la serie te coge por el pescuezo y vuelve a dejarte colgando en el abismo de tu propia imbecilidad, entre sollozos y patadas al aire, mientras buscas el móvil para contarlo.
De hecho, no descarto que en un futuro muy próximo, quién sabe si en la cuarta temporada, Black Mirror rice el rizo y tenga un capítulo dedicado a la sobredimensión enfermiza de las series en las redes sociales, a un brote masivo de psicosis seriéfila en una sociedad cortocircuitada por el éxito viral de serie que precisamente intenta prevenir dicho apocalipsis. Será un episodio memorable: una serie distópica cuyo primer episodio nos habla de una serie distópica como la causante de sus propias visiones distópicas. Entonces, el universo implosionará. Y volveremos a la negrura.