Crítica de 'Archivo 81' (Netflix): "Correr y grabar"
'Archivo 81'

Correr y grabar

La nueva propuesta de misterio de Netflix resulta adictiva a pesar de las trampas evidentes en su utilización del formato del metraje encontrado.

Dina Shihabi y su inseparable cámara en 'Archivo 81'

En medio del infierno desatado en una escalera típica del Ensanche barcelonés, entre incursiones desafortunadas a pisos de pasillos interminables y frenéticos esprints escaleras arriba y abajo, intentando huir del ataque de los ya infectados, la reportera ÁngelaVidal le soltaba a su cámara una frase que ya forma parte de los anales del cine: “Pablo, grábalo todo. ¡Por tu puta madre!”.  Se trata de una exclamación imperativa, tirando a poco solemne, que demuestra que no hace falta poner a Dios por testigo o añorar París para hacer historia y convertir una línea de guión en una cita celebrada por los cinéfilos. Por lo menos, por los fans de este auténtico hito del terror autóctono que supuso el estallido de REC, de Jaume Balagueró y Paco Plaza.

La orden de la actriz Manuela Velasco al omnipresente pero invisible Pablo (que era realmente el director de fotografía de la película, Pablo Rosso) nace en buena medida de una necesidad dramatúrgica. La misma que comparten todas las ficciones del subgénero del metraje encontrado (found footage), que en lo que llevamos de siglo se han multiplicado exponencialmente en el cine y en la televisión, cual Gremlins sometidos a una sesión de hidromasaje. ¿Cómo justificamos que, entre tanto trajín, nunca se apague la cámara, ni se acabe la batería?

Archivo 81, uno de los primeros estrenos destacados de Netflix del nuevo año, ha respetado la fórmula del podcast original en el que se basa, siguiendo la estela de otras producciones recientes de televisión como Homecoming y Limetown. Archivo 81 es una ficción sonora creada en 2015 por Dan Powell y Marc Sollinger, de la que se han emitido tres temporadas, en las que destaca un cuidado especial en la creación de ambientes. Igual que el podcast, la serie creada por Rebecca Sonnenshine (Outcast, The Boys) acepta el reto de encajar en el formato del material encontrado, sustituyendo cintas de casete por cintas de video, pero no tarda mucho en desgarrar estas costuras.

A sus responsables les da igual saltarse a la torera las restricciones propias del metraje encontrado, y convierten el visionado de cintas de Hi8 grabadas en los años noventa en flashbacks convencionales, desarrollados mediante escenas en las que se advierten decisiones de montaje y un punto de vista externo a la acción. Saben que tienen entre manos un producto suficientemente entretenido como para que a su audiencia también le dé lo mismo, convencida de entrada por un punto de partida estimulante.

Mamoudou Athie, que interpreta a Dan Turner, en un fotograma de ‘Archivo 81’.

En Archivo 81, Dan Turner, un archivista especializado en restauración audiovisual, recibe una suculenta propuesta de trabajo por parte del enigmático empresario Virgil Davenport (al que el veterano Martin Donovan le confiere un poco más de misterio del que suele rodear a los hombres de negocios que encabezan los ránkings bursátiles): se trata de digitalizar una colección de cintas que fueron rescatadas del incendio de un bloque de viviendas de Nueva York, el edificio Visser.

En ellas, una estudiante de sociología llamada Melody Pendras se proponía esbozar la historia oral del Visser entrevistando a sus inquilinos, y con tal objetivo en mente, y algún otro que conoceremos más tarde, decidía mudarse a uno de esos pisos. El Dan del año 2021 y la Melody de 1994 están unidos de manera más o menos consciente a los hechos inquietantes que tienen lugar en el edificio, relacionados también con la mansión que ocupó el mismo solar hasta los años veinte del siglo pasado. La conexión contra natura que se establece entre estos dos dramas personales le debe mucho a la sobriedad de Mamoudou Athie y a la fragilidad de la actriz de Arabia Saudí Dina Shihabi, a quien también vimos en Daredevil, Jack Ryan y Altered Carbon.

Para disfrutar de esta propuesta hay de olvidarse de los cambios de formato, y sobre todo del sinsentido de algunas decisiones de los personajes

Desde su eclosión, favorecida por el éxito de El proyecto de la bruja de Blair (también explícitamente citada en esta serie), el metraje encontrado ha acabado siendo más de una vez la coartada perfecta para cineastas que todavía no dominan la técnica, ya que la realización de aspecto amateur viene casi impuesta por el formato; en cambio, a los guionistas les plantea retos añadidos de verosimilitud. Normalmente, estas historias que intentan aplicar el barniz del realismo documental en bruto a las tramas más sobrenaturales se basan en la confianza que unas personas sometidas a situaciones de estrés inimaginables, incluso peores que la presentación trimestral del IVA para un autónomo, se preocuparán de mantener en todo momento un dispositivo de grabación en marcha, más o menos enfocado.

Lo que en el fondo no es más que puesta en escena, por muy improvisada y caótica que se pretenda, debe intentar pasar por registro casi accidental de las amenazas más terribles llegadas de otros mundos (a veces, también de este). En Archivo 81, el presunto amateurismo técnico nos llega con cuentagotas, forma parte del envoltorio más que del auténtico contenido, y la justificación narrativa acaba siendo secundaria.

Cada uno de los ocho episodios de Archivo 81 se inicia con alguna secuencia que quiere imitar texturas añejas: celuloide antiguo, grabaciones de televisión de décadas atrás, viejas cintas de VHS machacadas por el uso, de esas en que la parte inferior de la imagen se ve distorsionada… Ya metidos en situación, la mayoría de los capítulos se estructuran en base a las cintas de Melody, las mismas que va reparando y visionando el protagonista masculino.

El veterano Martin Donovan es un misterioso empresario llamado Virgil Davenport

Pero el aspecto doméstico de esas escenas es sustituido en casi todos los casos por un tipo de imagen nítida, propia de estos tiempos de uniformidad digital en los que vivimos, y pronto comprendemos que no siempre vamos a contemplar el misterio desde los ojos de Dan. Esta sensación de que las grabaciones eran solo una excusa para hacernos viajar en el tiempo se agudiza aún más en el largo flashback histórico del penúltimo capítulo.

Quizás no sea del todo honesto, pero tampoco pasa nada. Para disfrutar de esta propuesta hay de olvidarse de los cambios de formato, y sobre todo del sinsentido de algunas decisiones de los personajes. No tan sólo las de Melody, que parece agarrarse a su cámara de vídeo eternamente encendida como si fuera una tabla de salvación, sino también las de Dan, a quien los traumas psicológicos derivados de una tragedia familiar del pasado hacen que le parezca ideal tener que desarrollar el trabajo en un búnker perdido en el bosque, sin cobertura de móvil ni servicio de Internet. Según le hace ver su buen amigo Mark, autor de un podcast sobre hechos paranormales (en homenaje al origen de la serie), se trata de una versión mucho más austera del Hotel Overlook de El resplandor, en que el aislamiento llevaba a la locura progresiva.

Tampoco es que los personajes de otras ficciones terroríficas sean mucho más coherentes, pero los protagonistas de relatos de metraje encontrado suelen ser especialmente cazurros en su obsesión por no alejarse del peligro. A Pablo y a Ángela Vidal les perdonamos, porque estaban confinados dentro del edificio. Lo de Melody Pendras y Dan Turner ya es otro cantar, aunque de su imprudencia depende que se mantenga nuestro interés.

Si nos seguimos remontando hacia atrás, no hace falta escarbar mucho para encontrar ecos de Lovecraft, y hasta de ‘La divina comedia’

Una vez superados los escrúpulos propios de un espectador quisquilloso, este cuento oscuro de sectas diabólicas, brujería y secretos familiares engancha por su apuesta por crear una mitología propia, presidida por el ente llamado Kaelego. Por momentos parece como si una leyenda negra propia del folk horror, el terror ancestral ambientado en entornos rurales, hubiera sido trasplantada al corazón de Manhattan. Otro rasgo distintivo de Archivo 81 es su respeto profundo por la tradición audiovisual, más allá del referente evidente que constituye el found footage de las últimas décadas, en el que por desgracia se cuentan por lo menos tantos fiascos como éxitos.

El prolongado zoom que nos presenta al personaje de Dan, descendiendo desde un plano general abierto frente al Flatiron hasta una parada ambulante de cintas de video, remite al movimiento inicial de Francis Ford Coppola en La conversación, una de sus obras mayores. En este combinado de referentes cabe un poco de todo, del Solaris de Andréi Tarkovski a los efectos maravillosamente artesanales de Ray Harryhausen para Jason y los argonautas, pasando por un clásico algo olvidado de la animación de los ochenta que es Nimh, el mundo secreto de la señora Brisby, de Don Bluth, el creador que osó desafiar a la casa madre en la que se formó, la Disney, en su propio terreno.

Por supuesto, los recovecos ocultos del Visser podrían ser perfectamente los del edificio Dakota, este sí real, allá donde Roman Polanski rodó La semilla del diablo. De hecho, los personajes de Samuel y Cassandra (Evan Jonigkeit y Kristin Griffith) son herederos espirituales de aquella Minnie Castevet a quien la actriz Ruth Gordon le prestó rostro y presencia perturbadora. Incluso la amiga pintora de Melody, Anabelle (Julia Chan), se añade a la fiesta al exclamar: “¡Más Sarah Connors y menos Mary Poppins!”. Es ella misma quien, al agarrar la cámara de su colega, presume de ser capaz de rodar “Cassavetes shit”, en referencia a uno de los actores y cineastas más radicales del cine independiente americano, que por cierto era el marido de Mia Farrow en el clásico de Polanski.

En ‘Archivo 81’ se lleva la estética video doméstico tan típica de las cintas Hi8.

Si nos seguimos remontando hacia atrás, no hace falta escarbar mucho para encontrar ecos de Lovecraft, y hasta de La divina comedia: en Archivo 81, un personaje llamado Dan Turner (Dan T., Dante para los amigos de rastrear las teorías más locas en sus ficciones favoritas) es guiado al infierno por un empresario llamado Virgil (Virgilio), sin olvidar que también aparecen por allí una médium de nombre Beatriz y un cometa bautizado en homenaje a Caronte, el barquero que transportaba las almas llegadas al inframundo.

Como en tantas otras producciones seriadas que encontramos actualmente en las plataformas, a Archivo 81 le cuesta mantener la tensión con la que arranca, aunque nunca naufraga del todo. No deja de ser curioso que, en esta reivindicación de obras clásicas del audiovisual que distingue y honra a sus guionistas, se inventen la figura de William Crest, supuesto creador de telenovelas de misterio para la televisión, una especie de ilustre antecesor ficticio del célebre Rod Serling, el impulsor de La dimensión desconocida.

Ni que sea tangencial, esta mención a una obra maestra de la ficción antológica, muy sabia a la hora de administrar el suspense en pequeñas píldoras de apenas media hora, resulta paradójica en una producción forzada por contrato a encajar en el molde de Netflix (y de otras plataformas) y estirarse hasta las ocho horas caiga quien caiga. El supuesto interés de Crest por una snuff movie en la que quedó registrado un ritual de brujería con sacrificio humano incluido, inspiración para una serie maldita que nunca vio la luz, acaba siendo clave para activar las partes más tenebrosas de una trama laberíntica y recargada de ramificaciones, imposible de comprimir en veintipocos minutos. Pese a lo disfrutable que es este Archivo 81 algo tramposo, que lo es, a lo mejor sí que es conveniente dejar de grabar de vez en cuando…

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