Aquellos maravillosos años de mierda
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Aquellos maravillosos años de mierda

Netflix parece haberse apuntado un tanto doble con 'Una Serie de Catastróficas Desdichas', serie que atenta contra el concepto tradicional de “contenido para niños” y también esconde algunas lecciones valiosas para la época oscura que vivimos. El bucle dañino de la nostalgia, sin embargo, sigue a pleno rendimiento.
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Hay ciertas series sobre las que vale la pena escribir, pero que no valen la pena. Series que, por su contexto de producción o el aparato social que las rodea, vienen al pelo para hablar sobre otros asuntos más complejos, sobre nuestros vicios como sociedad, sobre las formas de control de los que nos ofrecen entretenimiento cuando en realidad nos están haciendo engullir ideología, y demás preocupaciones de la crítica mínimamente militante. Son, yendo a lo internacional, ficciones como Navy: Investigación Criminal; artefactos patrioteros de calidad poco superior a la de un videoclip comercial, pero que revelan el alcance y la perversidad de, en este caso, los temores estadounidenses al Otro y su confianza ciega en las fuerzas del orden protofascistas. En España, por lo demás, tenemos a José Luis Moreno.

neil patrick harris Aquellos maravillosos años de mierda jornet serielizadosUna Serie de Catastróficas Desdichas se nos presenta como lo diametralmente opuesto a estas ideologías “make (incluye aquí el nombre de tu país) great again”, y de hecho, lo es, como serie que pretende fascinar a su público infantil con los poderes de la lectura, la ciencia, la equidad de género y la libertad de casarse con quien a uno le salga de los (inserte aquí su órgano sexual de preferencia). Es una serie antitrump que educa en los valores del progresismo, pero cuyo análisis crítico podría no distar tanto del que hemos aplicado antes a las series de la otra cuerda ideológica: su valor reside más en lo que dice sobre nuestra sociedad que en lo que ocurre en sus tramas, en su carácter de artefacto cultural más que en sus logros artísticos. Que los tiene, eh: los episodios funcionan como un tiro y adaptan fielmente argumento y tono de los libros en los que se basan (tres niños huérfanos huyen de un actor chalado que quiere quedarse con su fortuna familiar, en un entorno atemporal que combina la oscuridad burtoniana del american gothic con la dicción neutra de un Wes Anderson); todos sus actores están francamente bien (especialmente un Neil Patrick Harris que logra superar ampliamente al conde Olaf de Jim Carrey de la versión cinematográfica); la dirección de fotografía, arte y el diseño de producción están a la altura del escandaloso presupuesto que Netflix ha puesto a su disposición… la serie está bien.

Pero su valor real, y el motivo por el que estoy escribiendo estas líneas ahora mismo, no reside en sus logros como serie. Como serie, aislada de su contexto, es un producto frío, que se apropia, y no siempre exitosamente, de fórmulas narrativas y estéticas ya cultivadas por muchos otros; una potencial fábrica de merchandising (y de temporadas futuras, ya confirmadas) que parece recrearse, y sentirse muy orgullosa, de romper la cuarta pared sin darse cuenta de que lleva varias décadas rota, y que con sus ladrillos se ha contribuido a alimentar un modelo industrial que vive de desnaturalizar los avances de la vanguardia narrativa. ¿Qué podemos extraer, pues, de un producto que a priori da tanta pereza como el enésimo mash-up de planos de Wes Anderson al ritmo de Yann Tiersen (!)*?

Dos cosas.

 

Por qué los niños (no) deberían fijarse en los adultos

El primero de sus logros proviene directamente de la fuente en la que se basa, y en su capacidad para haber adaptado tan fielmente el mensaje último de ésta; no en vano, Daniel Handler, que bajo el seudónimo Lemony Snicket publicó los trece libros de Una Serie de Catastróficas Desdichas entre 1999 y 2006, se encarga ahora del guión de la serie, con el correspondiente poder creativo y de capacidad de decisión que ello conlleva. El principal logro de los libros, ahora trasladado a la serie, consiste en no tratar a su público potencial (niñas y niños de entre 9 y 15 años, aproximadamente) como inocentes angelitos a los que hay que dorar la píldora y ocultar de los peligros del mundo exterior: llevando la educación sentimental a sus últimas consecuencias, las aventuras de los protagonistas, los huérfanos Baudelaire (la inventora Violet, el lector empedernido Klaus y el bebé-navaja suiza Sunny) son un catálogo de desgracias en las que el mundo adulto se revela como un lugar ciego y hostil, repleto de imbéciles sin rumbo, amargados y egoístas (hay mucho de Kafka en las huidas circulares de nuestros protagonistas, que literalmente saltan de la sartén para caer en las brasas, libro tras libro).

libros Aquellos maravillosos años de mierda jornet serielizadosPero también son unos libros profundamente humanistas y que, como decíamos, consiguen hacer llegar el mensaje progresista (liberal, en Estados Unidos, su país de origen) a sus jóvenes lectores/televidentes con esta contraposición esencial: la generación de los hermanos Baudelaire, basada en el trabajo duro, el estudio, la investigación y la valentía, es la esperanza (el rayo de luz que se cuela por la brecha oscura, que diría el difunto Leonard Cohen) contra el caduco e incoherente mundo de los adultos. Conseguir que una serie de alto presupuesto y que, según cálculos de plataformas externas a Netflix, ya ha reunido millones de visualizaciones, transmita este mensaje de esperanza y progresismo en tiempos tan oscuros como los que vivimos es algo que no se ha comentado demasiado al analizar la serie, y que apela directamente a las raíces de Handler como miembro de la clase artístico-intelectual del país. El conde Olaf no es Donald Trump, pero casi.

Una Serie de Catastróficas Desdichas rechaza ser el tradicional contenido infantil, enmendándole la plana a la tradición educativa de Disney (cuya estrategia, inversa y alimentada por el idealismo xenófobo y americanista del tío Walt, fue echarle azúcar a los oscuros cuentos tradicionales) y entroncando con la mucho más rica tendencia contemporánea de las series de animación a mezclar la abstracción vanguardista con la ideología progresista; en el terreno del live-action para niños, el del contenido de ficción de imagen real destinado a los menores, a esta escala no tiene, directamente, apenas competencia reseñable: Disney continúa atrapada en un bucle de sitcoms descafeinadas obsesionadas con camuflarse entre la generación youtuber y otras, como la demencial Lazy Town, perdieron su poder al convertirse en carne de meme.

Una Serie de Catastróficas Desdichas (libros y serie) está adoctrinando a nuestros niños para que lean más, cuestionen frecuentemente a sus adultos y luchen contra toda forma de injusticia. Pero también está incurriendo en un pecado extremadamente conservador, está simulando que lucha contra el aparato desde dentro del aparato (¿alguien dijo Hillary Clinton?): está cultivando el dañino bucle de la nostalgia generacional.

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‘Lazy Town’

 

Por qué los adultos (no) deberían fijarse en los niños

No vamos a hablar de nuevo en profundidad de Stranger Things, esa cosa que pasó el último verano y que confirmó, ya sin ningún tipo de duda, lo mucho que le interesa a Netflix en algunos de sus productos apelar a la nostalgia, a la idea romántica de que cualquier tiempo pasado fue mejor, de que E.T. puede volver a pasar por encima de nuestras cabezas en la bicicleta de Elliot. La serie, que también funcionaba, narrativa y estéticamente, de manera magistral, cayó para muchos en el mismo error que la que hoy nos ocupa: idear un proyecto de futuro (en ambos casos, la lucha por la justicia, como se ha encargado de confirmar un desquiciado David Harbour, el sheriff del pueblo, al recoger el premio a mejor reparto en los Premios del Sindicado de Actores) colocado sobre las arenosas aguas de una estética del pasado. Ser progresista en lo social y conservadora en lo económico (sí, alguien va a tener que decir Hillary Clinton).

«El pecado nostálgico y referencial tiende a incurrir en la glorificación del pasado»

La versión para televisión de Una Serie de Catastróficas Desdichas incurre en este pecado nostálgico y referencial, sin duda potenciado por el aparato empresarial de Netflix, a través de un doble movimiento: adapta unos libros cuya publicación finalizó hace diez años, apelando a los que entonces eran adolescentes incipientes y ahora ya son consumidores hechos y derechos; y estéticamente recrea el estilo de cineastas como Tim Burton o Wes Anderson (cosa totalmente coherente con lo narrado, por otra parte, pero que contrasta con la originalidad de la propuesta de las novelas, en su momento raras avis en un panorama dominado por las propuestas más ligeras). Nada hay de malo en ambas cosas, pero explicitan la enfermedad nostálgica de nuestra cultura contemporánea, enfermedad que, desde el análisis crítico, tiende a incurrir en la glorificación, más o menos consciente, del pasado. Este mix de progresismo y conservadurismo, de libertad y bajada de cabeza ante el mercado, no es, no nos engañemos, nada nuevo, y permea gran parte de los productos culturales desde que la cultura de masas existe. Pero no por ello debemos dejar de señalarlo, y quizá también proponer que el camino de la verdadera ficción militante pueda estar en otro lado: en el de las nuevas formas, en el de la experimentación, la abstracción, el riesgo narrativo, la sorpresa, lo inesperado.

Al final, Una Serie de Catastróficas Desdichas confirma su propia tesis, sin darse cuenta: el mundo de los adultos (los que crecimos con los libros y ahora vemos la serie) está lleno de amargura, nostalgia, de la necesidad de volver a un pasado mejor. Es irónico que sea la misma serie la que se encarga de empaquetar esta nostalgia en pequeñas dosis, de ponerles un sello y distribuirlas por todo el planeta.

*Youtube los cría y ellos se juntan.

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