'After Life': La redención de un hijo de puta
'After Life'

La redención de un hijo de puta

'After Life' podría parecer algo minúsculo, casi anecdótico, cuando en realidad es una preciosa confesión a soto voce sobre los mecanismos que nos ayudan a sobrevivir a un mundo cada vez más hostil.

El paisanaje de 'After Life' y un Ricky Gervais (Tony) aislado / Foto: Netflix

Lo de Ricky Gervais es poco habitual y quizá sería correcto empezar diciendo eso: un tipo que hasta los 40 años trató de ser cualquier cosa fracasando en todos los ámbitos. Dibujante, cómico, cantante y -seguramente- vendedor de enciclopedias, Gervais iba por ahí con un letrerito en la frente que anunciaba su defunción por incomparecencia en el circo de la fama. Después de The Office ascendió al Olimpo de los que pueden hacer lo que les da la gana. Publicó su libro de dibujos, hizo de cómico llenando cualquier local como si fuera una final de la Champions, cantó (con rintintin) y vendió miles de discos y no sabemos si fue a vender enciclopedias, pero si lo hubiera hecho todo el mundo le habría comprado una.

Pero Gervais, más británico que el toffee, Harrods y los hooligans, no iba a parar ahí y su verborrea le iba a meter en líos. Eso y su tendencia a bromear con gordos, niños, alérgicos, transexuales, alcohólicos o religiosos, acabó creando una especie de culto al revés, en el que parte de la profesión, la prensa y unos cuantos tuiteros, decidieron declararle la guerra. Gervais siempre ha dicho que se la sopla y ha acompañado sus frecuentes declaraciones al respecto con una sentencia rotundamente cierta: «La estupidez y la muerte de uno, solo afectan a los demás».

Dicho esto, e invitándoles a leer el estupendo perfil de mi camarada Bunyol, para más detalles sobre el terrible Gervais, entremos en vereda: After Life es lo más Gervais que ha hecho Gervais desde que conocemos a Gervais. Quitaré de la ecuación a The Office, porque allí el bufón era un desconocido que empezó a romper las paredes de nuestro salón, saliendo de la tele como la niña de The Ring.

Tuit de Gervais junto a su compañera: «Last day filming #AfterLife. Gonna miss this beautiful girl.» / Credit: Twitter

No le habíamos catado antes y por tanto aún no habíamos tratado de meterle en la jaula de nuestros prejuicios: ese espacio en el que etiquetamos a cualquiera que transite por nuestro territorio. De ficción o no.

El Gervais de After Life es lo más cercano al Gervais que yo había metido en mi jaula: un tipo solitario, honesto, profundamente detestable en la lejanía, pero imprescindible en las distancias cortas. Cínico de manual, sofista probablemente, ateo e ingenioso, un ‘one-liner’ brillante. Descreído, escéptico y malhablado. La quintaesencia del cabronazo que todos querríamos ser en esas ocasiones en las que alguien nos maltrata y la respuesta perfecta a sus ofensas se nos ocurre en casa, cinco horas después, cuando ya nos ha hervido la cabeza más veces que el té de la cinco.

After Life es -formalmente- su serie más simple. Aquí no hay ‘metas’ que valgan. No hay una cámara a la que se mira de reojo, no hay reflexiones del show-business mientras se hace show-business. Es la historia de un hombre que pierde a su mujer y de paso el resto. Es la puerta a la que arrancan de sus goznes y apoyan contra el marco, privándole de su función primordial: sigue siendo una maldita puerta, pero ya no sirve para nada. En esa desesperación, vista tantas veces en cine o televisión (con mucha más ceremonia y sus respectivos subrayados), encuentra el británico un terreno en el que recuperar todo ese terreno perdido al sarcasmo: un personaje perdido para el que respirar es un esfuerzo intolerable y que lamenta tener que abrir la lata para su perro, porque eso le recuerda que si se quita la vida, alguien sufrirá las consecuencias.

No es cualquier cosa que l’enfant terrible quiera de repente darnos un tortazo de nostalgia casi generacional, sin necesidad de piruetas y sin dejar de ser Gervais

En ese hilo que conecta la existencia de un periodista de un pequeño periódico local y su anodina vida de mierda, despojado de su cómplice, de la persona en la que vivía más que en su propia rutina, encuentra Gervais -por fin- rastros de auténtica ternura. Por supuesto, el cómico rellena los huecos con su camarilla habitual: el obeso de las patatas fritas, el heroinómano que vive en un garaje, la señora del cementerio que cada día se pega la charla con la lápida de su marido o la prostituta que le dice que le hará cualquier cosa por 50 libras y acaba en casa de Gervais fregando los platos. Sin embargo, esta vez cada uno de esos personajes le sirve al bufón para hablar de la perdida, la soledad, el tedio existencial y, sobre todo, del profundo vacío que dejan las personas que nos hicieron pensar que algo de esto tenía sentido.

Y sí, hay risas y momentos memorables (la noticia sobre el tipo al que le aparece una mancha de humedad en la pared con cierta similitud a Kenneth Branagh o sus visitas a un psicólogo al que parece importarle un pito su paciente), pero por primera vez hay algo más. Hay un niño, su sobrino, con el que que borra de las conversaciones cualquier rastro de cinismo y sorprende porque sirve para ver un Gervais en lides dramáticas, muy afinado, con auténtico temple. No es cualquier cosa que l’enfant terrible quiera de repente darnos un tortazo de nostalgia casi generacional, pero de algún modo tiene sentido que llegados hasta aquí, Gervais le de la vuelta a la tortilla, sin necesidad de piruetas y sin dejar de ser Gervais.

«Contra este cielo de fuego; tu muerte es tan pequeña» cantaba el genovés Fabrizio de André. Contra la obra de Gervais, After Life podría parecer algo minúsculo, casi anecdótico, cuando en realidad es una preciosa confesión a soto voce sobre los mecanismos que nos ayudan a sobrevivir a un mundo que es cada vez más hostil, o como mínimo lo parece. Mientras reflexiona sobre lo futil del propio oficio (de periodista), las peleas en Twitter, el peso del humor en la superación de la tragedia o la redefinición de las lineas rojas cuando todo parece perdido y por tanto, nada importa, Ricky Gervais acomete su mayor misión hasta ahora: demostrar que hay vida después de la nada. Para un cómico que se ha pasado dos décadas usando el nihilismo más feroz como arma arrojadiza, sentarse a hablar de que empieza a costarle un poco seguir siendo el lobo feroz, es una misión compleja.

Para el espectador, After Life también es un test, casi un dogma de fe. Uno puede creerse que está viendo una suerte de gospel con tintes de redención de uno de los mayores bastardos que ha pisado el mundo de la comedia contemporánea o, por el contrario, mirar a la tele y exclamar lo que uno acostumbra a exclamar, mientras la sonrisa se le congela en la cara, cada vez que Gervais aparece en el horizonte: «Será hijo de puta».

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