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Rimbaud sabía que lo acabaría consumiendo una sed insaciable. Nos avisó con sus versos: ¿Qué necesita el hombre? Beber / Yo, morir en los ríos bárbaros. Se trataba esa de una sed de vida, demasiada vida para ser vivida demasiado tiempo, pero también de una sed literal. Es de sobras conocido el papel del alcohol –y otras sustancias como el opio– en la tortuosa biografía del poeta maldito. La sed incontrolable, nos dice Rimbaud, desemboca necesariamente en una muerte bárbara. Es la senda que toma todo adicto. Es la senda que tomó Javier Giner. Consiguió escapar de ella, con mucha ayuda, antes de que fuera demasiado tarde. En Yo, adicto (Disney+), libro antes que serie, nos cuenta su historia de sed.
La honestidad sobre uno mismo debe ser siempre hiriente. Necesariamente hiriente. De no ser así, tal honestidad no es más que una mera escenificación falaz, un teatrillo vacío que solo sirve para cubrir el ego de purpurina. Javi Giner es brutalmente honesto en Yo, adicto. Por eso me creo su historia y lo que quiere contarme con ella.
No le cierra la puerta al optimismo, a pesar de la tragedia inmanente a toda historia de adicción. Hace bien, sin embargo, en no caer en el sentimentalismo facilón
No hablo de honestidad a la hora de compartir de forma crudísima sus momentos más bajos tras noches infinitas de fiesta y orgías, que también. Los instantes de honradez más significativos de la serie surgen en las escenas donde encontramos a un Javi Giner que se muestra como una persona arrogante, engreída, agresiva —odiosa. ¿Está ese carácter influenciado por la adicción? Es evidente, sí. Pero sería injusto atribuirlo todo a dicha enfermedad.
Un ejemplo. Ese terrible momento en el que una compañera del centro de desintoxicación, que a la postre se convertirá en su mejor amiga, comparte con el grupo el infierno que está viviendo y Giner le recrimina que lo haga en catalán, interrumpiéndola sin cesar para que hable en castellano hasta que la chica estalla ciega de ira y dolor. Allí hay honestidad en su máximo exponente, porque Giner sabe perfectamente lo que el espectador pensaré de él: menudo cretino, sea un adicto o no lo sea. Podría haberse ahorrado ese capítulo vergonzoso de su camino hacia la recuperación, pero entonces el relato hubiera perdido mucha verdad, y por lo tanto decencia. Eso es. Retratando ciertos momentos de indecencia, la serie obtiene una decencia fundamental.
Es importante destacar este hecho porque eso nos permite afirmar que la transformación del protagonista a lo largo de la serie no es solo médica (un adicto que deja de serlo, pero sabiendo que en el fondo siempre lo será) si no también personal (una persona que deja de ser la persona que era, pero sin perder su identidad por el camino). Este doble camino aporta una profundidad muy interesante a la historia, en especial en los momentos en que ambos intentos de redención renuncian a su transcurso paralelo y se entrecruzan, dibujando a un personaje complejo con el que podemos empatizar o, por lo menos, abrazar.
‘Yo, adicto’ es una serie notable y, por encima de eso, una historia de vida que necesitaba ser contada
A pesar de latir desde un rincón muy oscuro sumergido en los pozos de la adicción, la serie también cuenta con sus momentos de luz. La danza liberadora con Benvolgut de Manel, la cohesión más allá de la hermandad que se va creando entre personas rotas que se ayudan a reconstruirse, la humanidad vibrante y serena de los trabajadores del centro. Yo, adicto es una serie que no le cierra la puerta al optimismo, a pesar de la tragedia inmanente a toda historia de adicción. Hace bien, sin embargo, en no caer en el sentimentalismo facilón. Todo momento de feliz de la serie tiene su reverso aterrador. Pienso en el precioso baile de Giner con su madre que termina en una de las discusiones familiares más espantosas y catárticas que jamás haya visto en una serie.
Citada esta escena concreta resulta ya ineludible hablar de una de las mayores virtudes de Yo, adicto: el trabajo interpretativo de su reparto. Oriol Pla hace algo gigante. Su metamorfosis en Javi Giner trasciende la pantalla, y tan solo queda algo empañada por una voz en off que narrativamente no me acaba de funcionar. Eso no quita que estamos ante una de las interpretaciones del año, quizás tan solo a la altura de lo que hizo Pol López en Nos vemos en otra vida. En esa fantástica serie también aparecía Quim Ávila, uno de los secundarios de lujo de Yo, adicto.
Junto a Victoria Luengo, Omar Ayuso, Nora Navas, Marina Salas, Itziar Lazkano y Ramón Barea forman un elenco excepcional que hace brillar aún más el trabajo descomunal de Pla. Es culpa de todos esos actores y actrices que los espectadores encontremos tanta vida en el páramo de adicción y muerte —física y metafórica— en el que nos sitúa la serie.
Yo, adicto es una serie notable y, por encima de eso, una historia de vida que necesitaba ser contada. La corriente de los ríos bárbaros de los que hablaba Rimbaud puede arrastrar a cualquiera. En la ribera, sin embargo, siempre habrá brazos dispuestos a tirar de nosotros y ayudarnos a salir de las aguas torrenciales. Somos sed, pero también somos salvación. Yo, tú —si es que acaso existe alguna diferencia entre ambos.