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Las series terminan metiéndose en tu vida, deberían advertirlo en las carátulas –ESTE DVD PUEDE ALTERAR SERIAMENTE SU COMPORTAMIENTO–, esto en el mejor de los casos. Porque aunque apagues el televisor la trama sigue encendida en tu cabeza, te preocupa, te persigue hasta el trabajo y se mete en la cama contigo. Y después de tantas horas cerca de esos personajes acabas interactuando con ellos, te ves hablándole a Jesse Pinkman, “¡shut the fuck up, you!” suele contestar. Y eso que yo intento hablarle con serenidad: “Jesse sal de ahí”; “Jesse tío, no entres allá”; “¡joder Jesse!”… no escucha mucho. Otras veces me he sorprendido paseando por mi ciudad junto a Tony Soprano y su respiración fatigada, le sienta fatal la humedad. Incluso una noche llegué a cenar a la vez que lo hacía la familia Fisher tras mi pantalla. Todos notaron que Nate estaba algo raro, yo sabía que había confundido su medicación con un par de anfetas y por eso todo le parecía “so wonderful”, intenté desviar la atención de los demás pero fue imposible.
A medida que los capítulos avanzan los personajes van desnudándose ante nosotros, y también se quitan la ropa, algunos. Pasamos a ser testigos privilegiados de sus peores secretos y de sus virtudes ocultas. La cámara parece filmar a través del ojo de las cerraduras. Eso nos hace sentir bien, que somos los amos del cotarro, vamos, que si nos dejaran entrar en la serie durante un par de capítulos arreglábamos todo el marrón y reconciliábamos a éste con el otro. Pero no podemos, todavía no. Hay que aguantarse sentado en casa viendo como todo se lía, se enreda y se deforma hasta lo insoportable. Y esa impotencia nos excita. Jugamos un papel omnisciente, la intimidad de la trama nos pertenece. Por eso nos gusta disfrutar de las series a solas.
Una vez decidí ver una de mis series con mis colegas y fue como sentarlos alrededor de mi cama mientras follaba con mi chica. No lo he vuelto a hacer, lo de ver la serie acompañado. No lo considero algo social. La revolución de las series se ha celebrado en privado. Luego sales a la calle y las comentas y discutes con otras personas durante largas tardes pero por la noche te tumbas a solas a mirar el siguiente capítulo, a echar un nuevo polvo. Cierras la puerta, silencias el móvil, apagas la luz. Y no existe nada más. Cómo no va eso a alterar nuestra vida. Si pasamos más horas escuchando a Frank Underwood que a nuestros ministros. Eso sí, con Frank aun no me he atrevido. Temo soltarle algún comentario y que su réplica me deje una semana sin palabras. Sabe que lo conozco mejor que su mujer y eso me convierte en su enemigo, un enemigo muy íntimo.
Escrito por Carlos Perelló en 08 octubre 2013.
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