'Transparent': amar lo distinto
Esto sí es una familia disfuncional

‘Transparent’: amar lo distinto

La segunda temporada del celebrado drama cómico de Amazon Studios continúa ahondando en las disfuncionales dinámicas de la familia Pfefferman, a la vez que amplía su discurso hacia lo universal y sigue rompiendo tabúes en lo que a representación televisiva se refiere.
Transparent

Hace unos años, se celebró la llegada de Modern Family como poco menos que una revolución, tanto formal como temática, para el panorama televisivo de la comedia estadounidense; estábamos ante un producto sumamente eficaz, preocupado por articular un discurso alrededor de los nuevos modelos de familia, en el que las opciones no heterosexuales no suponían excesiva fuente de conflictos y el amor entre personas de edades muy alejadas entre sí se presentaba libre de gran parte de los tabúes que lo han venido acompañando. Formalmente, además, la serie huía del tradicional estatismo del sistema multicámara en estudio para buscar los exteriores diurnos y nocturnos, la yuxtaposición de escenas y un estilo documental más frenético y libre del que surgían nuevas posibilidades dramáticas sobre todo relacionadas con el ridículo: pocos personajes hay más dignos de lástima que el estúpido padre de familia constantemente desbordado por las circunstancias que es Phil Dunphy.

«El humor de Modern Family era increíblemente eficaz, sus personajes sorteaban con bastante gracia el estereotipo y sus diálogos solían tener el punto justo de inteligencia»

La revolución de la serie de Christopher Lloyd y Stephen Levitan, sin embargo, no era tal: quizá lo era en un ecosistema mediático tan conservador como el estadounidense, o quizá la campaña de promoción que su estreno trajo aparejada nos convenció a todos de ello, pero una cierta toma de distancia exige reconsiderar el diagnóstico. En efecto, el humor de Modern Family era increíblemente eficaz, sus personajes sorteaban con bastante gracia el estereotipo (aunque hablasen directamente desde dentro de él) y sus diálogos solían tener el punto justo de inteligencia como para contentar tanto al espectador casual como al seriéfilo empedernido o al académico. Sin embargo, también era profundamente reduccionista (normalizar las actitudes externas al sistema supone, aquí, simplemente incorporarlas y limar sus irregularidades, convertirlas en el modelo blanco de clase media alta que alimenta un sistema desigual desde la base) y extraía muchas de sus virtudes de modelos anteriores y profundamente más rupturistas: el estilo documental y el discurso alrededor del ridículo son pilares fundamentales de The Office (en la original inglesa y las primeras temporadas de la versión estadounidense), pero allí encontrábamos a un autor pagado de sí mismo (Ricky Gervais) que convertía el ridículo del odioso David Brent en una forma de reírse de su egocentrismo, en una especie de terapia de shock autoinfligida que revelaba el absurdo detrás de su personaje pero también de sí mismo y, en definitiva, de toda la clase trabajadora inglesa. La crueldad de The Office invitaba al espectador a abrir los ojos acerca de las hipocresías de su vida diaria.

Modern FamilyModern Family, por el contrario, utilizaba su estilo documental para ser, casi siempre, cruel de manera vacía con sus personajes, hasta convertirlo prácticamente en una seña de identidad: hasta convertirlos en un puñado de estúpidos que no se merecen el nivel de vida que llevan, un poco a la manera del Homer Simpson de tiempos recientes. De algún modo, es como si los narradores estadounidenses de las televisiones generalistas no tuviesen la capacidad de autocrítica colectiva de los ingleses, y la serie deja pronto de ser un comentario acerca de la familia norteamericana tipo para convertirse en un compendio de situaciones cada vez más extremas, con unos personajes progresivamente caricaturizados.

Por encima, Transparent, cuya segunda temporada emitió Amazon este otoño, podría también parecer una serie cruel y extrema, poblada de personajes exagerados y dementes envueltos en aventuras cada vez más alocadas, muchas de ellas pasadas por el filtro de lo sexual. Pero sería quedarse en la superficie, o, en fin, mirar la luna en vez del dedo: Transparent posee un respeto por la dañada familia Pfefferman, un cuidado tan delicado a la hora de ir pelando las diversas facetas de sus complejas y, sí, estúpidas y contradictorias personalidades, que juega en una liga completamente diferente. La de una serie que sabe que no basta con la peripecia exagerada, sino que lo que cuenta es la estructura narrativa profunda que la sostiene.

Transparent

«Transparent es un asunto de amor u odio: o te enamoras de estas vidas enfermas y carcomidas por la ironía o no querrás verlos nunca más.»

Pues la revolución de Transparent, que empezó en su primera temporada y continúa, con matices que la amplían y enriquecen, en esta segunda, sí es tal: empieza ya en la forma, enamorada de la cámara irregular al hombro, de la improvisación, de los diálogos que de tan repetitivos e inconexos se vuelven reales, humanos, tangibles. Es un estilo que bebe mucho del cine independiente estadounidense, una industria rica y diversa que viene atravesada por líneas tan variadas como las fundacionales de John Cassavettes o Woody Allen y más allá, los cineastas que practican el mumblecore (esto es, dramas íntimos y de hogar rodados con cuatro duros) o aproximaciones televisivas más próximas como la de Lena Dunham con su Girls. En su sinceridad a la hora de retratar una escena eminentemente cínica como es la de los ricos habitantes de Los Ángeles (e incluso en su falta de miedo al ridículo), Transparent es un asunto de amor u odio: o te enamoras de estas vidas enfermas y carcomidas por la ironía, de estos personajes casi siempre insoportables, o no querrás verlas nunca más. Ambas opciones, en cualquier caso, son la prueba de que estamos ante una ficción importante, valiente, rompedora: una que no toma prisioneros, y que se ofrece al espectador tal y como es, de la manera más honesta posible.

Si la primera temporada ahondaba, de manera más costumbrista que otra cosa, en los conflictos de una familia disfuncional de pijos californianos que tienen que enfrentarse al hecho de que su padre siempre se ha sentido mujer y ha decidido actuar en consecuencia, empezando a travestirse y actuar como tal, la segunda traza un arco que amplía y contrasta las conquistas de aquella. Las amplía porque hace que el drama pase de lo familiar a lo metafórico, lo universal: conectando las desventuras de la familia, de manera ideológicamente muy clara, con la historia universal del desprecio por lo diferente, de la injusticia y la intolerencia hacia las opciones sexuales no normativas, mediante una serie de flashbacks parcialmente fantásticos que trazan una interesante historia del siglo XX. Es una jugada valiente que la acerca por momentos a una serie de tesis, con capítulos que tratan diversas temáticas como son la lucha feminista a lo largo del siglo XX o la economía de las prácticas BDSM. Y es precisamente en ese acercamiento a las tesis feministas donde la temporada se contrapone a la anterior, ahondando en las contradicciones del movimiento social al enfrentar a Maura (un magnífico Jeffrey Tambor) a un grupo de mujeres que no ven en él al gran héroe de la tolerancia que muchos querrían, sino solo a un tipo vestido de señora cuya lucha debe ser bien distinta a la feminista. Todo esto alcanza la cima en Man on the Land, episodio brillante que es, desde ya, una de las mejores entregas televisivas de la pasada temporada. Entre medias, la serie rompe un buen puñado de tabúes al afrontar la representación de cuerpos no normativos, envueltos además en relaciones sexuales, en otro movimiento hacia adelante que la convierte en una de las ficciones más avanzadas y sofisticadas que uno pueda echarse a la cara. Y que así siga.

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