'The Politician': El orgasmo fingido de la democracia
'The Politician'

El orgasmo fingido de la democracia

Analizamos a fondo la nueva serie de Ryan Murphy, 'The Politician', un estudio sobre la psicopatía de la ambición.

Ben Platt encarna a Payton Hobart en 'The Politician'.

John Lennon dijo una vez que la vida es aquello que te va sucediendo mientras estás ocupado haciendo planes. En esta ocasión nos salvamos de la temida cita apócrifa. Sabemos que lo dijo de verdad, por lo menos cantando, ya que era un verso de “Beatiful Boy (Darling Boy)”, tema incluido en el disco de 1980 Double Fantasy. Es cierto que al hacerlo recogía un pensamiento del escritor, periodista y dibujante de tiras cómicas Allen Saunders, a quien el Reader’s Digest ya le atribuía la misma frase en 1957. Pero lo dijo, que es lo importante. Quizás por eso el protagonista de The Politician, Payton Hobart, es más de Billy Joel que de John Lennon, porque el plan que ha trazado para su vida desde su más tierna infancia no admite rodeos ni distracciones. Otra cosa es que el tiempo le acabe dando la razón al bueno de John, y que Payton lo experimente de manera palpable.

Este chico prodigio de la mercadotecnia, vendedor a todas horas de su propio carisma, se ha propuesto llegar a la Casa Blanca desde que era un niño. Para alcanzar esta meta reservada a unos elegidos, ha estudiado las características biográficas destacadas de los presidentes más populares, intentando replicarlas en su propia evolución personal. La primera estación en este viacrucis hacia el poder pasa por ser elegido presidente del Consejo de Alumnos de su instituto, el ficticio San Sebastian, ubicado en la muy real, californiana y televisiva Santa Bárbara. La segunda consiste en ser admitido en Harvard, sin sobornos ni enchufes externos.

Este joven henchido de ambición personal tiene un plan, como el abuelo que fuera Martínez Soria; su plan no es la expresión de un deseo, sino la aplicación fría y metódica, casi matemática, de un esquema de vida que le va a conducir a lo más alto sí o sí. Reposar las posaderas en la butaca del Despacho Oval ha acabado siendo un objetivo que visto lo visto depende más de la fortuna familiar que de la inteligencia, y Payton va sobrado de ambas. Hijo biológico de una camarera de un club de strip-tease, fue dado en adopción a la familia Hobart y creció en una de esas mansiones churriguerescas, por no decir horteras, con las que los máximos potentados de los Estados Unidos intentan compensar su falta de rancio abolengo. Además, es el más listo de la clase, o tiene pinta de serlo.

Y esto es lo más importante para un político, o en general para cualquier profesional que pretenda triunfar en la sociedad de la apariencia: tener la pinta. En una de las primeras escenas de esta nueva serie de Ryan Murphy, la primera de su jugoso fichaje por parte de Netflix, pergeñada junto a sus cómplice habituales, Brad Falchuck e Ian Brennan, asistimos a una discusión sobre un orgasmo fingido entre dos personas que, como tantas otras parejas, más de las que estarían dispuestas a reconocerlo, han acabado escrutando la foto finish de la fogosidad conyugal rastreando posibles muestras de simulacro. Ya sea en el lecho de la pasión o delante de un atril, tarde o temprano todo ser humano racional se ve obligado a actuar de manera opuesta a como se siente. Llámale fingir, llámale mentir. O “pretend”, como los ingleses, que queda la mar de fino.

«Llámale fingir, llámale mentir. O “pretend”, como los ingleses, que queda la mar de fino»

A menudo los personajes de The Politician se preguntan los unos a los otros si están fingiendo, incluso aquellos entre los que intuimos una complicidad forjada a lo largo de los años. No venimos a desvelar ninguna verdad oculta, no estamos ante ningún Watergate, si afirmamos que la política es el reino de la impostación, una simulocracia. Y si entendemos el ejercicio de la política como la ley del más fuerte, o del más privilegiado, camuflada bajo el arte de la seducción de masas estaremos de acuerdo que un ecosistema especialmente dado a estas maniobras es el “high school” tal como nos lo ha dado a conocer la ficción estadounidense más taquillera; no por sus recaudaciones, sino por la omnipresencia de taquillas personales en cualquier pasillo (que los dioses de la demoscopia nos perdonen tamaño juego de palabras y no nos hagan caer en picado en las encuestas de popularidad).

Se trata de un espacio definitivo para la formación de la personalidad en que el estatus depende directamente de la aceptación de los demás, en que la dictadura de la imagen impone sus reglas con la contundencia de un golpe de carpeta bien dado. Alexander Payne ya nos avisó de manera más concisa acerca de las enrevesadas intersecciones entre la política y los tejemanejes estudiantiles en Election, su segundo largometraje.

Esta es una sátira política, sí, pero también es un culebrón de instituto bastante retorcido, un rasgo que la emparenta con ‘Glee’

Lo que pretende Murphy (nada que ver con el inglés “to pretend”) no está tan lejos de lo que, en mayor o menor grado, han logrado sus anteriores creaciones: Nip/Tuck, American Horror Story, Feud, Pose… En cierto modo todas ellas se valían de la farsa o de lo truculento para escarbar en los comportamientos más esquivos de la sociedad norteamericana. Esta es una sátira política, sí, pero también es un culebrón de instituto bastante retorcido, un rasgo que la emparenta con Glee, el que podría considerarse el producto más ligero de la factoría, aparentemente más frívolo y enfocado al puro entretenimiento.

Es cierto que en algunos capítulos, The Politician corre el riesgo de perderse en sus buenas intenciones, las de recrear el precio de la ambición en el microcosmos de un instituto. Algunos pasajes más monótonos o retorcidos, afectados por el síndrome “High School Dejà Vu”, quedan compensados sobradamente gracias a dos episodios muy concretos: aquel que pone el foco en un votante indeciso, más interesado en perfeccionar sus ejercicios onanistas que en el futuro de su centro de estudios, a pesar de ello sometido a bullying electoral por parte de los dos equipos de campaña hasta forzar el votus interruptus; y el último capítulo, “Vienna”, que no por casualidad eleva su potencial dramático, y las expectativas ante la futura segunda temporada, mediante la acertada decisión de saltar a la pista central del circo, alejándose del instituto como epicentro de la trama… y añadiendo a una siempre reivindicable Bette Midler a la ecuación.

Bette Midler en ‘The Politician’.

La serie cuenta con un reparto muy solvente. En el apartado de veteranas reincidentes en el universo Murphy tenemos a Jessica Lange, la abuela posesiva que se convierte en bruja histriónica de cuento de los hermanos Grimm, y a Gwyneth Paltrow, la progenitora que se debate entre ser madre pija o madre coraje. Entre los nuevos valores encontramos a Lucy Bointon, talento ascendente desde sus trabajos en Sing Street o Bohemian Rhapsody; Zoey Deutch, a quien ahora veremos en Zombieland: Mata y remata, y que aquí asume un papel especialmente delicado, la víctima de un simulacro familiar paralizante; Laura Dreyfuss, que apareció en la última temporada de Glee y en Broadway ya es una presencia consolidada; o Theo Germaine, un actor transgénero no binario, que se refiere a sí mismo indistintamente usando todos los pronombres, para un papel en el que jamás se mencionan cuestiones de género, en ese afán de normalidad que Murphy le ha querido dar al tema en otras de sus series. Respecto a los secundarios, poco podemos objetar a una serie que da pie al reencuentro afortunado con Dylan McDermott, January Jones o Bob Balaban, y que de paso nos cuela un par de cameos delirantes de Martina Navratilova, la tenista. Delirantes por su aportación a la historia y por su nivel interpretativo.

Aun sin todas estas contribuciones, la serie sostendría el interés, incluso en los pasajes más carnavalescos, por el talento de Ben Platt, el protagonista, que le confiere a Payton un rostro ambiguo y cargado de contradicciones, ese que nos reta mirándonos fijamente desde la magnífica secuencia inicial de créditos. En ella asistimos literalmente a la construcción del candidato ideal, ese yerno capaz de asistir a la cena de Navidad con una sonrisa en los labios después de haber ocultado bajo la alfombra un trapo sucio más. Esa mirada de Platt, a medio camino entre la sonrisa Profidén y la carcajada maléfica que no llega a estallar, una fachada tan diplomática como inquietante, nos da buena medida de lo que nos va a ofrecer el personaje.

Más allá de ver en la política un teatro de apariencias, un juego de sombras chinas, nos la presenta como un terreno abonado para psicópatas en diverso grado

Introduce también otro elemento de reflexión. Más allá de ver en la política un teatro de apariencias, un juego de sombras chinas que se evaporan al querer alcanzarlas, nos la presenta como un terreno abonado para psicópatas en diverso grado. ¿Para ser político de éxito conviene protegerse tras una falta de empatía? Que no se escandalice ningún profesional de las poltronas a sueldo del Estado que pueda estar leyendo esto. No lo digo yo. Es el propio Payton Hobart quien se muestra preocupado por su incapacidad congénita de sintonizar con los sentimientos ajenos, puesta a prueba por una de las desgracias que desencadena la acción.

Lo cierto es que escuchando ciertas declaraciones políticas actuales, referidas a temas tan candentes como la inmigración, el fantasma de la psicopatía no parece andar muy lejos. Y no hace falta irse lejos y recurrir a Trump, que es lo obvio. En un alarde de honestidad, el protagonista de The Politician se plantea un interrogante clave: ¿es posible hacer cosas buenas sin ser una buena persona? Ojalá sus señorías, las de aquí y las de allá, se autoevalúen a menudo de esta manera delante de un espejo.

Ben Platt, como Laura Dreyfuss, viene de triunfar en Broadway con su talento vocal. La serie se ha adaptado a su potencial en un par de secuencias. Una serie que abre cada episodio con la portentosa «Chicago» de Sufjan Stevens no puede andar muy desencaminada musicalmente hablando. Murphy, Falchuck y Brennan han demostrado sobradamente la importancia que le dan a la banda sonora en anteriores proyectos. Parecen ponerse nostálgicos en dos o tres escenas que podrían haber encajado perfectamente en Glee. La apasionada interpretación que se marca Ben Platt en el último episodio de “Vienna”, una canción de Billy Joel de 1977 que curiosamente fue cara B de su famosa “Just the way you are”, debería suponer un aumento exponencial de las escuchas en línea de la música del hombre del piano, de modo similar a como Peaky Blinders lo hizo con la obra de otro hombre del piano algo más torturado, un tal Nick Cave.

De hecho, uno de los posibles proyectos futuros de Platt es de aquellos que marcan época. Varias épocas, en el fondo. Richard Linklater estaría planteándose adaptar el musical de Stephen Sondheim Merrily we roll along, que sigue las vidas de un compositor de Broadway “vendido” a la industria de Hollywood y de sus amigos a lo largo de veinte años. Y, cómo no, decidido a convertir los maquillajes envejecedores en una curiosidad extravagante, pretende rodar durante ese mismo lapso de tiempo con su reparto. Este Boyhood del musical estaría encabezado por Ben Platt y Beanie Feldstein, el cincuenta por ciento de otra comedia universitaria a contra corriente que ha calado hondo este verano, más por la fuerza de sus interpretaciones y la reconversión feminista de los tópicos de siempre que por la brillantez del guión: Súper empollonas.

Que nadie se engañe con estas digresiones musicales. Bajo una presunta capa de entretenimiento superficial para adolescentes con ínfulas de estadista, The Politician deja caer unas cuantas verdades sobre el arte de contar mentiras, ya sea a los demás o a uno mismo. Cuando un político no miente, que haberlos haylos, puede ocurrir que cuente la verdad demasiado lentamente, o adornada del modo que más le convenga. Nada tan diferente de lo que son capaces de hacer la mayoría absoluta de los electores en su parcela privada, por otro lado. De aquellos votos vinieron estos lodos. Con todos los manierismos y giros teatrales que se quieran, Murphy consigue hacernos entender lo que ya intuíamos: demasiado a menudo, la democracia, más que una fiesta, es un orgasmo fingido.

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