'The Last Dance': I love this game!... Incluso 20 años después
'The Last Dance'

I love this game!… Incluso 20 años después

'The Last Dance' es una perfecta radiografía de cómo y por qué acabó la dinastía más querida del baloncesto de los años noventa: los Bulls de Michael Jordan.

'The Last Dance' está disponible en Netflix.

Pensar en baloncesto es para muchos pensar en la NBA. Y pensar en la NBA sigue siendo para otros tantos pensar en Michael Jordan. Aunque nuevas estrellas han conseguido números o hazañas que les pueden situar a su nivel, el juego cambió para siempre cuando Jordan llegó a la liga de baloncesto más famosa del mundo.

El jugador, criado en Carolina del Norte y drafteado en 1984, se erigió, a poco de su debut, en el emblema ideal para relevar a una generación de jugadores estelares como Larry Bird, Magic Johnson, Julius Erving, Abdul-Jabbar, Moses Malone o Isaiah Thomas que fueron los protagonistas indiscutibles de la internacionalización de la liga como producto de masas en esa década de los ochenta.

Con Jordan llegó el jugador dominador total en la pista y nació un nuevo tipo de estrella, elegido para transformarse en un producto de marketing vehicular para catapultar la definitiva consagración de la NBA como un espectáculo deportivo sin fronteras.

Pero el baloncesto no es un deporte individual y hasta que Jordan no se rodeó de un equipo competitivo, el preciado anillo de campeón se le resistía. En 1991, por fin, empezó la dinastía de Jordan con sus Chicago Bulls. Una franquicia perdedora que del 91 al 98 se alzó con seis campeonatos, convirtiendo a su plantilla en una de las mejores de toda la historia de la NBA y en un equipo de ensueño que el mundo del deporte sigue recordando. Sin embargo, durante esos ocho años de dominio total no todo fueron hazañas, trofeos o celebraciones bañadas de champagne, confeti y sudor. Como suele ocurrir en el deporte de alta competición, lo más interesante sucedía detrás de las puertas de los vestuarios.

22 años después del último título de Michael «Air» Jordan y los Chicago Bulls, The Last Dance, la apabullante y magnífica serie documental que han estrenado ESPN y Netflix, abre ahora esas puertas, de par en par, para destripar las entrañas de un equipo histórico y de una organización deportiva que, tras años en la cúspide, estaba decidida a desmantelar y reconstruir un equipo consolidado, obligando a un jugador de leyenda, a sus compañeros y a su entrenador a marcar 1998 como el año de su último asalto a la liga; como el año en el que, en palabras de Phil Jackson, iban a realizar su último baile.

De ’30 for 30′ a ‘The Last Dance’

Con una factura estética espléndida y un montaje espectacular, deudor de la magnífica y emblemática serie documental 30 for 30 -que la misma ESPN creó para celebrar su treinta aniversario- The last dance se beneficia de dos recursos clave, consecuencia el uno del otro. El primero, la posibilidad de usar las cerca de 10.000 horas de imágenes inéditas de esa temporada final 97-98 que, por iniciativa de la división audiovisual de la NBA, NBA Entertainment –dirigida entonces por el hoy comisionado de la NBA, Adam Silver– rodaron un equipo de cineastas que tuvo acceso ilimitado para filmar todo lo que allí sucedía. Y el segundo, la perspectiva temporal que aportan las dos décadas de distancia que se han tomado para contar esta historia.

¿Por qué es uno consecuencia del otro? Durante las conversaciones iniciales entre todas las partes implicadas, Adam Silver logró el OK definitivo de Michael Jordan asegurándole que las imágenes sólo verían la luz cuando la superestrella lo permitiera. Y así, una vez terminada la temporada 97-98 con esa canasta definitiva ante Utah Jazz que dejó sentado en el suelo a Bryon Russell y dio la vuelta al mundo, las 10.000 horas de filmación fueron almacenadas hasta nuevo aviso en Secaucus, Nueva Jersey, en un almacén propiedad de la liga.

Era imprescindible contar con un equipo detrás de las cámaras capaz de diseccionar a Jordan sin poner en peligro el equilibrio entre su imagen pública y su persona

Hasta que en 2016 llegó el productor Michael Tollin, preparado para convencer a Jordan con un proyecto épico a la altura de su figura. Era obvio que para este cometido era imprescindible contar con un equipo detrás de las cámaras a la altura del reto, un equipo al que el mismísimo Jordan pudiera respetar lo suficiente como para permitirles abrirle en canal y diseccionar su figura sin perder un ápice de su esencia ni poner en peligro ese preciado equilibrio –tan difícil de conseguir y tan fácil de perder– entre su imagen pública y su persona. Sin un productor como Tollin, con larga experiencia produciendo ficciones y documentales de temática deportiva quizás no tendríamos hoy en Netflix a The Last Dance.

Pero tampoco sería así sin el prestigio colectivo de un equipo como el de ESPN Films. No sólo por tener 30 for 30 a sus espaldas sino también por traernos el fundamental documental de casi 8 horas de duración O.J: Made In America –recordemos, producción televisiva ganadora del Oscar al mejor documental en 2017–. Gracias a todo ello, Jordan comprendió que había llegado la hora de liberar esas imágenes almacenadas en Nueva Jersey y permitir a todos los protagonistas hablar de forma abierta y sincera sobre todo lo bueno y malo que sucedió durante la temporada del último baile.

Michael Jordan y Dennis Rodman celebrando el título contra Utah Jazz de 1998.

Dentro de la cancha, pero con distancias

Por un lado pues, la cercanía que desprenden esas imágenes tomadas entre 1997 y 1998 potencian nuestros instintos más voyeurísticos y nos recuerdan, de paso, lo mucho que hemos perdido en cuanto a textura y personalidad lumínica con el paso del analógico al digital. Pero sobre todo, resulta inevitable no gozar boquiabiertos viendo algunos de esos momentos privados que hasta la fecha estaban prohibidos para el resto de mortales. En su día sólo nos conformábamos con ver a esos dioses jugando sobre el parquet, narrados por Ramón Trecet, Pedro Barthe o el gran Andrés Montes. Ahora, gracias a The Last Dance, finalmente estamos dentro. Sin embargo, estar dentro sirve de poco sin esa distancia temporal que las reservas de Jordan han permitido. Ahí radica la gran fortaleza de The Last Dance como documental deportivo.

Y es que hoy en día poco queda de ese halo misterioso que envolvía los vestuarios de los grandes ídolos deportivos. El encanto de los cromos adhesivos de Panini o las trading cards de Upper Deck se encontraba precisamente ahí, en la inalcanzabilidad y proyección limitada de los iconos de la cancha. Ahora la exposición de los atletas es constante: vivimos un momento en el que cada plataforma dispone de un puñado de documentales que nos prometen vivir el día a día interno de un club deportivo, y eso sin hablar de las redes sociales de los jugadores o del bombardeo de información deportiva a todas horas.

La lista de ejemplos recientes es muy larga, especialmente en el mundo del fútbol, no hace falta mencionarla. Y aunque es cierto que para la mayoría de fanáticos del deporte esta última hornada de documentales deportivos resultan muy atractivos por la inmediatez y exclusividad de sus imágenes, no menos cierto es también que son, en la mayoría de los casos, productos de márketing muy cuidados donde el control de lo que se muestra por parte de los clubes y jugadores implicados es muy alto. Y es comprensible, pues en plena competición profesional, y con todo lo que está en juego ¿quién querría exponer sus interioridades al público? Ya han habido casos en los que estas nuevas series documentales han producido problemas internos en plena temporada, pero mejor que lo dejemos aquí.

 

Poner fecha de caducidad a un equipo campeón

Un largo puro y una copa bien llena en mano. Sentado en un sillón casero pero como si de un trono se tratase. Pese a que se muestra relajado y dispuesto a hablar, es inevitable no verlo como a un dios en la tierra. Debe ser muy intimidador sentarse frente a él junto a una cámara. Si no lo conociéramos parecería más aterrador que Thanos y su demoledor chasquido. Pero ahí está, frente a nosotros, listo para diseccionar su carrera y los pormenores del equipo que marcó sus mejores años como jugador. Sin esa distancia de tantos años no podríamos disponer de este Michael Jordan relajado y dispuesto. Sin el tiempo como aliado nadie, ni los responsables de la serie, ni los espectadores podríamos echar un vistazo al icono y convertirlo en ser humano.

El actual éxito de ‘The Last Dance’ nos recuerda que más de 20 años después el impacto y el legado de esos años sigue intacto

Si no hubieran pasado más de veinte años, quién sabe si el mejor escudero de la historia de la NBA, el siempre infravalorado Scottie Pippen, se volvería a reivindicar, otra vez más, como pieza clave en el relato del último título conquistado por los Bulls, explicando a corazón abierto los motivos de una decisión personal que aún hoy escuece en el Jordan más rencoroso. Sin todo eso, también nos costaría lo suyo ver a un Dennis Rodman ahora algo apagado, pero tan honesto como siempre, aunque siga escondiéndose bajo gafas, piercings y gorras.

Sobra decir que, para quien se enamoró de este deporte durante la etapa de Jordan y los tiempos del lema «I love this game!», The Last Dance es un imperial documento audiovisual que volverá a poneros los pelos de punta y os recordará por qué seguís enamorados de la NBA y de todo lo que la rodea. Su actual éxito nos recuerda también que más de 20 años después, el impacto y el legado de esos años que vivimos viendo de madrugada a esas estrellas del aro sigue intacto.

Denis Rodman, Michael Jordan y Scottie Pippen en el banquillo de los Bulls.

El reinado y dominio de Jordan y los Bulls sigue, pues, indiscutible. Ahora toca profundizar, con perspectiva y un arco argumental de diez episodios, en las heridas causadas –y no del todo cicatrizadas– de la decisión tomada por Jerry Krause, mánager general de los Bulls, que marca la línea por la que discurre todo el relato de The Last Dance: prescindir del entrenador Phil Jackson al término de 1998 y desprenderse de la mayoría de jugadores veteranos para rearmar un nuevo equipo más joven que acompañara los últimos años de Jordan. Tan sólo Krause parecía convencido de esa idea pero era el único con potestad de ejecutarla hasta las máximas consecuencias, pese a que Jordan se opusiera.

La trayectoria y evolución de esa lucha de egos constante entre los protagonistas en la pista y los que toman las decisiones en los despachos, siempre presente en cualquier organización deportiva de alto nivel, marcó un último año para la historia, con una pregunta inevitable sobrevolando el ambiente: ¿Por qué se ponía fecha de caducidad desde los despachos a un equipo que seguía siendo campeón? Privar a un hexacampeón como Jordan de la oportunidad de defender sus títulos allí donde los ha ganado, en la cancha, puede ser quizás la mejor aportación posible de un ya difunto Jerry Krause para la narrativa de The Last Dance. Los traumas causados por su decisión pueden ser la clave para que, por ejemplo, quien vea la serie sin apenas conocimiento de la NBA o incluso sin ningún interés por el deporte profesional, se emocione y se quede atrapado por el lado más humano y sentimental de la serie.

Sin la rechoncha figura del tuerto Jerry Krause emergiendo como némesis de un siempre exigente y ultra competitivo Michael Jordan, nos perderíamos ingredientes fundamentales como son el dolor, los reproches y el resentimiento más seco e incontestable que aún existe entre todos los miembros de ese equipo cuando echan la vista atrás. Rememorando el abrupto final de su brillante dominio en la liga de baloncesto más famosa del planeta, se muestran como los seres humanos que son y no sólo como los ídolos de cromos y videojuegos que recordamos.

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