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Jamás estará catalogada como tal, y puede que a priori no lo parezca, pero The Handmaid’s Tale es en realidad una serie de puro terror -algo que voy a intentar demostrar con este texto-. No solo por los conceptos horribles que plantea, sino por cómo estos son ejecutados y cómo la serie juega inocentemente con el género para darse a conocer al espectador de la manera más oscura posible.
Rodada como una película de terror al uso, The Handmaid’s Tale resucita el espíritu de M. Night Shyamalan de El Bosque alineado con Wayward Pines –y sus oníricas conexiones con el universo de Twin Peaks y, por ende, con David Lynch– y lo une con el problema de la fertilidad que reflejó Alfonso Cuarón en su Hijos de los hombres, pero llevado a un nivel mucho más enfermizo.
Asimismo, y a causa de esa controversia de la fertilidad y la obsesión por que las mujeres se queden embarazadas –ya que la república de Gilead considera que es el único fin por el que una mujer nace-, la serie de Hulu también recupera el germen de It Follows, película con la que Robert Mitchell entró por la puerta grande del cine de género independiente en 2015.
A Mitchell se le quedaba corto hacer un slasher más, quiso captar uno de los pilares por los que se mueve ese subgénero y representarlo como el verdadero monstruo del espectáculo. Un ser capaz de encarnar múltiples formas, imposible de detener y del que nadie puede escapar. Un concepto que ha sido el que más ha castigado a la mujer en lo referente al cine de terror: el sexo.
It Follows no es más que la personificación de una idea que ha girado siempre en torno al slasher desde que El fotógrafo del pánico (1960, Michael Powell), Black Christmas (1974, Bob Clark) o La noche de Halloween (1978, John Carpenter) penetraron en el mundo del celuloide para dejar huella: si practicas sexo con alguien, morirás. Ese mensaje explícito está muy presente en The Handmaid’s Tale. No en el ámbito adolescente, como en esas susodichas películas con serial killer incluido. Sino en el ámbito de las mujeres adultas capaces de procrear. Aquellas que pueden darle a su comandante retrógrado, misógino y machista, un hijo. Lo que para los adolescentes es el extraño ser de It Follows, para las protagonistas de The Handmaid’s Tale son sus comandantes y sus lacayos.
La protagonista, Defreud (interpretada por una inmensa e indescriptible Elisabeth Moss que merece todos los premios habidos y por haber), a la que escuchamos en gran medida por su voz en off, expone al espectador en la primera temporada que no quiere parecer una de esas jovencitas estúpidas típicas del cine de terror que caen en manos del villano cuando van a buscar a su novio de turno al sótano de la casa a través del conocidísimo: “¿Justin, estás ahí abajo?”. Es algo tan nimio que puede pasar desapercibido fácilmente, pero guarda consigo una parte esencial del género en el que se está moviendo The Handmaid’s Tale.
Ni el color blanco ni el rojo vuelven a significar lo mismo después de tener consciencia de que son los colores del castigo y lo inhumano
Los perfectos modales, el orden, la puesta en escena tan pulcra, son elementos que visualmente deberían ser muy positivos, e incluso crear en nosotros una grata satisfacción. Pero en realidad son parte de los pilares del in crescendo de rabia e impotencia que crece en el espectador. Ese ambiente tan perfeccionista se convierte en el verdadero infierno en la Tierra.
Ni el color blanco ni el rojo vuelven a significar lo mismo después de completar el visionado de la serie y tener consciencia de que son los colores del castigo y lo inhumano. Colores que adoptan la forma de las prendas estilo siglo XIX que deben vestir las criadas –o concubinas- para ser diferenciadas del resto de mujeres –y, para más inri, deben hablar como si estuviesen en esa época para aumentar la sensación de sumisión y de retroceso en el tiempo y hacer que la mujer se sienta como en aquellos oscuros años-. Aquellos donde se le decía con quién debía casarse, cuándo debía tener hijos y sus tareas quedaban reducidas a mantener el hogar limpio y rebosado de comida.
No contentos con eso, los responsables y dirigentes de Gilead ni tan solo respetan la identidad de las mujeres -en ese sentido, sus personajes parecen haberse escapado de un film de Yorgos Lanthimos; que son crueles, sin emociones y monótonos-. The Handmaid’s Tale incorpora cierto toque de la esencia de Frankenstein al robar las identidades de las criadas y hacer copias las unas de las otras. Como si fueran simples máquinas sin alma.
Da verdadero pánico pensar en este futuro distópico que plantea la serie. Donde el mundo podría convertirse en un monstruo absoluto sobrepasando los límites de todos los valores establecidos para imponer unas reglas dictatoriales totalmente abominables. El mundo, tal y como lo conocemos, dejaría de existir. Con el permiso de Nietzsche, la República de Gilead se lo habría cargado. Que no os vendan más la moto, The Handmaid’s Tale es un incondicional producto de género maquillado por las ingentes capas de drama que lo rodean. Y su segunda temporada confirma que la serie está derivando por caminos cercanos al gore y al torture porn.
“Con su mirada”.