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Si en Los ensayos (2022) Nathan Fielder retorcía las convenciones de la no-ficción en un híbrido que tenía tanto de documental como de reality show, ahora, con The Curse (2023) en colaboración con Ben Safdie (Dimantes en bruto, Good Time), se embarca en una ficción que, curiosamente, se nutre de las formas de la telerrealidad sin por ello renunciar a una cuidadísima (y afinada) puesta en escena.
Para afrontar tan mayúsculo reto, Fielder y Safdie urden una historia conformada por varias capas. Todo empieza con el matrimonio que conforman Whitney (Emma Stone) y Asher Siegel (el propio Fielder), una pareja empeñada en construir un Edén a escala salpicado de casas respetuosas con el medio ambiente en la pequeña comunidad de Española, Nuevo México.
¿Qué necesidad tienen los Siegel de ‘despegarse’ de la realidad, de construirse una nueva?
Al mismo tiempo que desarrollan su proyecto inmobiliario, los Siegel se embarcan en el montaje de un programa de telerrealidad comandado por Dougie (Ben Safdie), productor-director de un show que consiste en observar a la pareja explicando las bondades de sus casas pasivas mientras buscan inquilinos para ellas y optimizan las condiciones de una barriada depauperada y marcada con el hierro candente de los estigmas.
¿Telerrealidad, ficción o todo en uno?
Sucede aquí que los conductores del espacio terminan por convertirse en el objeto del programa y las formas de la telerrealidad absorben sus miserias desde el momento en que el objetivo de la cámara se posa sobre ellos. Para ello Nathan Fielder, que dirige siete de los diez capítulos, se aplica en el uso de las tomas distanciadas y los zooms, combinados con un prodigioso trabajo de reencuadre (baste con ver la secuencia de apertura) que magnifica la situación de bloqueo afectivo, profesional, cultural y de encaje social que sufren Whitney y Asher (un reencuadre, muchas veces multiplicado, que también sirve para desunir y seccionar a la pareja: estamos ante una planificación violenta, voluntariamente feísta).
Emma Stone interpreta de manera apabullante a una mujer ebria de woke culture.
Ese entreverado de formas proporciona al espectador la sensación de estar asistiendo a un híbrido entre making of y programa de cámara oculta (se establecen así ciertas conexiones con Jury Duty) en el que la confección del programa y la vida de los Siegel conforman un todo indisociable, como si Tu casa a juicio se mezclara con Amor con fianza.
Si en Los ensayos se trataba de inyectarle continuas dosis de ficción a la realidad para hacerla vivible, en The Curse observamos cómo la construcción ficcional de una realidad inexistente –moldeada por el programa– se apropia, incluso, del imaginario colectivo: no es casual que el incidente sobrenatural con el que se cierra la serie sea percibido por la gente que lo contempla como parte del show (“¿esto es para la televisión, no?”).
‘The Curse’ contiene un diseño de personajes complejo
Pero ¿qué necesidad tienen los Siegel de ‘despegarse’ de la realidad, de construirse una nueva? Aquí entra en juego un diseño de personajes sumamente complejo en el que las fallas personales, los desarreglos cotidianos y la ruindad heredada se entreveran con un análisis macrosociológico en el que aparecen la gentrificación, la solidaridad interesada, la mercantilización de la caridad o la revisión de la figura del buen samaritano como disfraz ideal para presentarse a un lavado de conciencia.
‘The Curse’ es una serie obsesiva, patética e incomoda porque, como el forraje cromado de las casas pasivas de los Siegler, deforma las imágenes que emanan de ella
Ahí está Whitney, alguien que busca a toda costa limpiar la imagen de carroñera inmobiliaria recibida de sus padres, a los que aleja de ella cuanto puede salvo que tenga que recurrir a sus fondos para poder seguir adelante con su proyecto.
Emma Stone interpreta de manera apabullante a una mujer ebria de woke culture que quiere descolonizar (al menos conceptualmente) la Española, una zona principalmente habitada por hispanos e históricamente perteneciente a los indios Pueblo, todo ello desde una perspectiva puramente neoliberal en la que incluso el reajuste de cuentas con el pasado se vehicula a través del dinero (verbigracia todo el running gag a propósito de la figura del indio).
Asher, un personaje sumamente ‘made in Nathan Fielder’
Si en la primera secuencia, Dougie falsificara las lágrimas de una mujer para configurar la (falsa) realidad que quiere vender, Whitney se aplicará en esa tarea de blanqueamiento de manera constante llegando incluso al absurdo de financiar los robos en la tienda de ropa del barrio para eliminar cualquier posible rastro de delincuencia y demostrar que la Española es un buen lugar para vivir (el mejor, de hecho). Sus objetivos, sin embargo, no pasan por purgar la culpa histórica, sino por convertir ese gesto en un valor de mercado y de autopromoción.
Vayámonos a Asher, un tipo apocado, acomplejado por tener el pene del tamaño de un lápiz heredado por siete hermanos, alguien que se sitúa en el extremo idolatra de una relación asimétrica cuya parte opuesta ocupa una mujer que lo maneja en función de sus intereses (él acepta el papel de ridículo bufón sin rechistar). Sus intentos de emancipación (y de autoafirmación) terminan siempre mal (denunciar al casino en el que trabajo por aprovecharse de los ludópatas o inscribirse en cursos de stand up comedy) porque, en el fondo, lo único que buscan es la construcción de una (falsa) imagen que facilite su aceptación, algo fundamental para un tipo que siempre se define a partir de los demás.
Pantallas dentro de pantallas
The Curse es una serie obsesiva, patética e incomoda porque, como el forraje cromado de las casas pasivas de los Siegler, deforma las imágenes que emanan de ella (si las passive houses reflejan alteradas imágenes que proceden de la realidad, la serie hace exactamente lo mismo: todo es material de segunda mano, filtrado).
Los protagonistas son personajes condenados en virtud de una cosmovisión cuyo único horizonte es el beneficio
He ahí la metáfora perfecta de un show en el que todos los personajes –pensemos en Dougie y su alcoholismo o sus aspiraciones a convertirse en un Iago del plató– tratan de procurarse una máscara que oculte su verdadera idiosincrasia para terminar siendo un retrato distorsionado de sí mismos.
Y todo ello gracias a la televisión, a esa nueva televisión de la era del streaming en la que programas que nadie ve –como este ‘Green Queen’– se acumulan en catálogos intercambiables e inútiles, programas protagonizados por pseudoestrellas que acaban siendo consumidos por sus propios personajes. Véase la presentación de Whitney y Asher en un programa de cocina con Vincent Pastore como invitado: una pantalla (la que introduce a la pareja) dentro de una pantalla (la del espacio que conduce Rachael) dentro de otra pantalla (la nuestra) como mise en abyme de un modelo que se despliega ad infinitum y ad nauseam (no es casual que en un episodio que se abre con tan elocuente secuencia se citen series como Los soprano o títulos como Los productores, modelos de ficción opuestos a esa televisión que los banaliza… y ahí está el chiste sobre el Holocausto para corroborar tan peligrosa superficialidad).
La maldición de ‘The Curse’
La maldición a la que alude el título de la serie, y que funciona como justificación argumental para detonar un episodio final tan kafkiano como lógico –Asher despertándose como una versión renovada de Gregor Samsa–, también aplica sobre los parámetros culturales y sociales en los que se mueve gente como los protagonistas, personajes condenados en virtud de una cosmovisión cuyo único horizonte es el beneficio (recordemos que será la racanería de Asher, que finge darle dinero a una niña que vende bebidas solo para grabar ese gesto y aparezca en el show, la que desatará el desastre).
De ahí que se opte por un modelo de comedia extemporánea (en la línea de Barry ) en la que la elongación de las situaciones deforma el gag hasta transformarlo en un retablo patético –el video para Tik Tok de Whitney quitándose un jersey –lo que, junto con su intrincada apuesta formal, hace de The Curse una propuesta atípica, rupturista (a veces hasta la repulsión) y sumamente audaz.