Comparte
Cronista mordaz del desconcierto, las obsesiones, la perpetua inmadurez y las meteduras de pata del hombre contemporáneo en novelas, ya referentes generacionales, como Fiebre en las gradas, Alta fidelidad o Un gran chico, el escritor británico Nick Hornby no abandonaba su corpus creativo en State of the Union. Su primer trabajo audiovisual original (más allá de las versiones de sus libros, antes había adaptado a Nina Stibbe en la serie Love, Nina, o a Lynn Barber en la estupenda peli An Education) fue toda una sorpresa: con una premisa y un formato imbatibles, Hornby construía un diálogo tan breve como afilado entre dos personajes en plena crisis matrimonial. Diez episodios de unos diez minutos de duración enmarcados entre las cuatro paredes de un bar, en la conversación que mantienen justo antes de continuar con su sesión semanal de terapia de pareja.
Los protagonistas de la primera temporada de State of the Union estaban en la cuarentena y compartían la frustración generada por ese punto de inflexión vital en el que la rutina y el aburrimiento, la paternidad/maternidad y el agotamiento, los cada vez más frecuentes choques y desencuentros, parecen convertirse en el caballo de Atila para no dejar que, a su paso, vuelva a crecer la hierba. La infidelidad de Louise (un error original repetido tres veces) era la espoleta que dinamitaba el estado de las cosas, aunque la apatía de Tom, sentirse un completo fracasado, tenía mucho que ver en que ese matrimonio, en el pasado feliz, decidiera agarrarse a una consejera matrimonial como último salvavidas ante el naufragio.
Stephen Frears demuestra el partido que se le puede sacar a un único decorado y al breve camino que supone cruzar una calle
Poner el foco en los encuentros previos a la terapia, apenas diez minutos en el bar de la esquina, tiempo suficiente para que Louise se tome una copa de vino blanco y Tom, una pinta de cerveza, permitían ir al meollo del asunto sin perderse en distracciones vacuas. En sus breves charlas semanales, podían jugar con lo que sentían, con lo que querían decirse y lo que preferían callar, con lo que habían tratado en la sesión anterior o con lo que sugerían agendar para la inmediatamente siguiente. Podían recordar lo que les unía y lo que les separaba, podían disculparse o pelearse, incluso hipotetizar con lo que hubiera sucedido si en aquella lejana fiesta no se hubieran seducido y no se hubieran acostado.
Diez minutos dan para mucho. Para los personajes, pero también para el lucimiento de dos intérpretes con la chispa de Chris O’Dowd y Rosamund Pike, y de un guion preciso y unos diálogos brillantes. Incluso para que el otro gran nombre tras la serie, un tal Stephen Frears (ya socio de Hornby cuando llevó al cine, maravillosamente, Alta fidelidad), demuestre el partido que se le puede sacar a un único decorado y al breve camino que supone cruzar una calle.
Aunque el protagonismo de State of the Union sea compartido, la huella de los temas habituales en la literatura de Hornby estaban bien presentes: en esencia, Tom (crítico musical en paro, «porque el mundo ya no necesita a los críticos musicales») podría ser la versión del Rob Flemyng de Alta fidelidad con una década más de experiencia, que no parece haberle servido para absolutamente nada. De igual modo, el Scott de la recién estrenada segunda entrega de la serie (las tenéis ambas en HBO Max), podría sumarle un par de décadas más al personaje literario. Porque en State of the Union temporada 2, la premisa se repite, aunque con una serie de cambios más bien superficiales que no alteran lo esencial. Aquí el matrimonio supera los 60 y la acción se traslada de un pub inglés a un café de aires hipsters en Connecticut.
Si conociéramos a Rob Flemyng a los 60, probablemente se parecería bastante a Nick Hornby
En ese contexto, los diez minutos de charla nos permiten conocer a Scott, un dinosaurio incapaz de avanzar con el mundo, cómodo con su reciente jubilación, encantado de pasar los días jugando al golf o saliendo de pesca, y volviendo a ver, una y otra vez, Grandes esperanzas (la de David Lean, ojo). Un señor condescendiente ante esas nuevas aficiones de Ellen (el yoga, la meditación, las reuniones con un grupo de cuáqueros, la ayuda económica a un huérfano somalí) a las que no ha prestado ninguna atención, extrañado que en el local de su encuentro no haya leche de vaca para blanquear un café normal y corriente de los de toda la vida, absolutamente desconcertado ante la firme decisión que su esposa ha tomado tras 40 años juntos: divorciarse. Hornby retrata a ese tipo con la empatía propia de quien, aun siendo consciente que la masculinidad tradicional solo puede transformarse o morir, necesita un manual de instrucciones como el aire que respira. Si conociéramos a Rob Flemyng a los 60, probablemente se parecería mucho a Scott. Y bastante a Hornby.
Hay un cambio algo más significativo en esta segunda temporada respecto a la primera: el partido de tenis narrativo, el juego a dos, aquí se amplía con un tercer elemento que permite profundizar algo más en las reacciones del protagonista masculino ante el cambiante paisaje sociocultural, y en su posible pequeña catarsis: Jay, le camarere y encargade del local, un personaje no binario, después descubriremos que asexual y, aunque de entrada lo parezca, nada amigue del veganismo. Alguien en las antípodas de Scott, quien, con tics de señoro, de entrada se ríe del lenguaje inclusivo y mira de reojo a dos gays que se besan en otra mesa del local. State of the Union sigue apostando por los diez minutos de conversación de esa pareja que se acerca al abismo, pero Jay amplía el foco y aporta matices a la primera impresión: ni Scott es tan cromañón, al menos no es tan cromañón sin remedio, ni Ellen tiene toda la razón que le daríamos al principio.
Y, de nuevo, en una inteligente decisión que convierte la serie en el reverso de En terapia, Hornby vuelve a ahorrarnos lo de entrar a la consulta. Una idea que, cuenta el escritor, robó a Cheers (y esta, a su vez, a Colombo): no había episodio en el que Norm, aquel orondo cliente del mejor bar de Boston, no hablara de su mujer, aunque tampoco había episodio en el que le viéramos la cara. Los espectadores jamás seremos testigos de las sesiones de ayuda de nuestros protagonistas, aunque sí les escucharemos hablar sobre ellas.
Perdida la capacidad de sorpresa, quizás un pelín menos redonda que la primera temporada, esta nueva entrega de State of the Union sigue poniéndose en las manos del talento de Nick Hornby con la escritura y los diálogos, del saber estar de Stephen Frears moviendo la cámara y encuadrando lo justo, y de la química de dos fuera de serie como Brendan Gleeson y Patricia Clarkson, más la sorprendente incorporación de Esco Jouléy en el rol de Jay. Pensándolo bien, quizás esos aparentemente leves cambios entre la primera y la segunda temporada sí alteren lo esencial, porque aquel retrato de la pareja que busca reconducir sus complicidades es, ahora, el de una masculinidad amenazada (con razón) pero dispuesta a una cierta deconstrucción y reformulación.