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Este es un recorrido que pretendemos que se siga con una sonrisa, especialmente si el lector está entre los treinta y los cuarenta y tantos. Comentamos siete perlas de la cosecha de series vintage, huyendo de algunas más a menudo evocadas como Black Adder o Hotel Fawlty. Aunque esto no sea un Delorean, conviene que te abroches el cinturón. Vamos de regreso al pasado…
-Primera bola: Buck Rogers
En aquellos años, la liturgia semanal de las series solía ser el sábado por la tarde. Mientras en Televisión Española emitían El equipo A o V –todo era cuestión de iniciales- en Cataluña se emitían series como La dona biònica, L’espantaocells i la senyora King o Buck Rogers al segle XXV. Esta space opera recuperaba un personaje creado en los años 20, actualizado para responder a la moda cósmica iniciada con la La guerra de las galaxias –entonces casi nadie la llamaba Star Wars- y reanudada en televisión con la serie Galactica.
«El rey de la función en ‘Buck Rogers al segle XXV’ era el pequeño robot asistente del astronauta descongelado, Twiki»
Buck Rogers era un piloto de la NASA a bordo del transbordador espacial Ranger 3. Un accidente lo dejaba en animación suspendida, congelado hasta que volvía a despertar, en el año 2491 -un año en que Félix Millet podría haber quedado ya visto para sentencia, aunque no conviene precipitarse-. Rogers descubría que la Tierra había sufrido una terrible guerra nuclear poco después de su despegue, cinco siglos atrás, y se aliaba con la coronel Wilma Deering para defender el planeta de la terrible raza draconiana. El actor protagonista, Gil Gerard, formaba parte del fugaz star-system de la época. La tele los cría y ellos se juntan, puesto que Gerard estuvo casado del 79 al 87 con otra actriz imprescindible de la televisión de aquellos años, de larga melena negra, lisa y reluciente, y nombre de reminiscencias italianas, que te tiene que sonar: Connie Selleca, a quien vimos en El gran héroe americano y Hotel.
De todos modos, el rey de la función en Buck Rogers al segle XXV era el pequeño robot asistente del astronauta descongelado, Twiki. Alguna cosa profética debía tener la serie para bautizar al robot con ese nombre, perfecta contracción de Twitter y Wikipedia, dos conceptos propios del siglo XX y pico. Twiki, en realidad un enano embutido en un disfraz plateado, tenía un grito de guerra que todos imitamos en algún momento: se trataba de repetir «bidi-bidi-bidi» destensando los labios mientras sacudías las mejillas. Recrearlo tenía mérito. Cuando no hacía «bidi-bidi-bidi», por cierto, la voz original del robot era la de Mel Blanc, un actor de rostro poco conocido que puso voz a algunos de los mejores personajes de dibujos animados de todos los tiempos. Resumiendo, Mel Blanc fue la voz de Bugs Bunny, el pato Lucas y Pablo Mármol, de Los Picapiedra. Eso sí que es un currículum, ¿verdad?
-Segunda bola: Magnum
Thomas Magnum, detective privado, fue uno de los primeros caraduras que nos cayó simpático. Tom Selleck lo tenía todo a favor: era atractivo, tenía un bigote más frondoso que el de los prepúberes de nuestra clase y sabía lucir las camisas veraniegas mucho mejor que Jesús Gil. Magnum vivía en Hawai. En el pasado había ayudado a un escritor de éxito, de nombre Robin Masters, el Sánchez Piñol de la isla de Oahu. En una desproporcionada muestra de agradecimiento, el enigmático señor Masters le había cedido al detective la casa de invitados y el Ferrari 308 GTS, en régimen de usufructo. Puerta con puerta a la casa de invitados, en la mansión, residía el mayordomo y administrador de los bienes del escritor, Higgins, que respecto al detective evolucionó de la manifiesta hostilidad a la amistad camuflada de indiferencia o irritación. Sus fieles compañeros, los dobermans Zeus y Apolo, tampoco eran muy amigos de Magnum.
«No había punto medio: o bien iba con vaqueros y camisa floreada, o sacaba del armario el impoluto traje blanco de marine»
A Robin Masters nunca le vimos la cara. En algunos capítulos le escuchamos la voz, que en la versión original era la de Orson Welles, ni más ni menos. Incluso nos dejaron vislumbrar su espalda en una sola ocasión. No eran pruebas suficientes de su identidad; a lo largo de ocho temporadas Magnum estuvo convencido de manera intermitente de que Robin Masters era un pseudónimo de Higgins, que llegó a admitirlo en el capítulo final, para acabar diciendo que había mentido. Los guionistas jugaron con la duda hasta el último minuto… y no la resolvieron.
Para darle al protagonista un trasfondo más sólido que el de un chulo de playa, a Magnum le convirtieron en oficial retirado de la Marina de los Estados Unidos, combatiente con honores en Vietnam. No había punto medio: o bien iba con vaqueros y camisa floreada, lo máximo que se llega a arreglar un participante en el Saloufest, o sacaba del armario el impoluto traje blanco de marine. Dos de sus grandes amigos eran veteranos como él. Rick trabajaba en el Club Rey Kame-Hame-Ha, nombre de un rey hawaiano del siglo XVIII -curiosamente homónimo de la técnica de combate más famosa de Dragon Ball: en nuestra vida ha habido expresiones que nos estaban predestinadas-. El otro amigo era T.C., que ofrecía un servicio de aerotaxi por las islas, en helicóptero. Uno de los pocos taxistas que, en lugar de bajar la bandera, bajaba él directamente.
Magnum se había estrenado en la CBS en 1980 y llegó a TV3 en abril de 1985. Sí, sí, antes nos esperábamos mucho para conocer los productos yanquis de éxito… y sin piratería. Sin duda es una de las ficciones fundamentales de los 80, por su combinación de acción, misterio y humor. Como Luz de luna, en algún capítulo no había caso por resolver y los personajes se veían envueltos en un receso cómico, del estilo de viajar atrás en el tiempo, por poner un ejemplo. Además, fue una de las primeras series en romper la llamada cuarta pared. Magnum no dirigía monólogos a cámara como el presidente Francis Underwood en House of cards, pero a menudo le bastaba una mirada para comunicarse con el espectador. Su arqueo de cejas en los títulos de crédito iniciales era definitivo.
-Tercera bola: Bola de drac (Bola de dragón)
Por más que la ex periodista Mercedes Milá insista en afirmarlo de Gran Hermano, el auténtico fenómeno sociológico de la televisión de los últimos treinta años ha sido Bola de drac (Dragon ball). Para miles de niños y niñas, el 15 de febrero de 1990 ha quedado marcado en rojo en el calendario mental. El impacto fue inmediato. Aquel día se emitía en Cataluña el primer capítulo de una serie que nos presentaba a un niño con cola de mono y poderes especiales, entre los cuales no se incluía el de saber peinarse.
«Toriyama tomó como base argumental una leyenda china, ‘El viaje hacia el Oeste’, y la condimentó con numerosas escenas de artes marciales»
En esos inicios, Bola de drac compartía el mismo sentido del humor surrealista de Doctor Slump, la otra serie reconocida de Akira Toriyama. Los espectadores, que ya habían tenido antes noticias de la niña robot llamada Arale, pisaban terreno familiar. La primera temporada era, por encima de todo, una comedia muy divertida. Toriyama tomó como base argumental una leyenda china, El viaje hacia el Oeste, y la condimentó con numerosas escenas de artes marciales. El resultado revolucionó el mundo del manga y el anime en Japón y en Occidente.
Inicialmente, en un tono ligero que emparentaba al niño despeinado con los habitantes de la Villa del Pingüino, Son Goku conocía a Bulma. Ella le explicaba la leyenda de las siete bolas de dragón esparcidas por el mundo, que una vez reunidas permitían invocar al dragón Shenron y pedirle un deseo. Bulma, que llevaba los cabellos de color turquesa mucho antes que algunas abuelas supuestamente enrolladas se iniciaran en el arte del tinte, fue uno de los primeros mitos eróticos confesables de toda una generación. Su nombre era toda una declaración de intenciones: Bulma, Buruma en japonés, era una evolución de bloomers, bragas en inglés. Fetichismos japoneses.
-Cuarta bola: El nan roig (El enano rojo)
En una nave espacial minera un vertido de unos hilillos de cadmio provocaba la muerte de toda la tripulación. Sólo sobrevivían Dave Lister, técnico de baja categoría, más bien gandul, que únicamente pensaba en ahorrar para viajar a las islas Fidji, y su gata embarazada, Frankenstein. Ambos estaban incomunicados del resto de la nave. Tres millones de años más tarde, el despistado ordenador de a bordo, Holly, despierta a Lister. Es el único ser humano que queda en el universo. En esta nueva y solitaria etapa lo acompañan un holograma de su compañero de habitación y superior jerárquico, el petulante Arnold Rimmer, marcado con una enorme H en la frente, y un ser presumido y elegante que resulta que es un descendiente evolucionado de la gata.
«Bajo una superficie caótica y algo escatológica, tenía unos guiones perfectamente milimetrados»
La premisa daba mucho juego y, especialmente en los primeros capítulos, no decepcionaba. Bajo una superficie caótica y algo escatológica, El nan roig tenía unos guiones perfectamente milimetrados. Muchos vieron Red dwarf como lo que habría podido ser The Young ones si la casa de aquellos cuatro indocumentados hubiese salido proyectada hacia el espacio. La temporada inicial, la mejor, planteaba paradojas de bucles temporales, duplicaciones de personajes y tramas tan enrevesadas como delirantes.
Red dwarf fue una creación de Rob Grant y Doug Naylor, unidos en el simbiótico nombre de Grant Naylor, responsables de muchos gags del Spitting image, del molde del cual acabaría saliendo Los muñecos del guiñol. En el proceso de casting de la serie, dicen, fueron probados pesos pesados como el desaparecido Alan Rickman, Hugh Laurie o Alfred Molina. Si los hubieran escogido, seguro que la serie no hubiera tenido una vida tan larga -quizás excesivamente larga-.
-Quinta bola: Roseanne
En la Gran Bretaña The young ones había removido los cimientos de las comedias de situación de familias sonrientes, aquellas en que durante los títulos de crédito cada actor, cuando aparece su nombre, se gira siguiendo las órdenes del realizador fingiendo gran sorpresa: “Ay, hola, ¿qué hacéis aquí? No os esperaba…”. La hipocresía televisiva arranca de muy lejos y llega a su clímax con La hora de Bill Cosby. En los Estados Unidos surgió un negativo corrosivo. Seguía las reglas de la sitcom típica, pero con otro espíritu. Roseanne presentaba una familia de clase baja en la que tanto el padre como la madre debían buscar trabajo para mantener a la prole. Era un hecho inédito en las comedias Profidén, tan inusual como que los progenitores bromearan sobre su orgullosa obesidad.
«En general en ‘Roseanne’ las mujeres llevaban la voz cantante. Y eso que Roseanne Barr no era precisamente la mejor actriz de su generación»
Roseanne y Dan tenían tres hijos: Becky, Darlene y D.J. -menos mal que esta manía de referirse a la gente por las iniciales no se ha transmitido mucho a este lado del Atlántico-. Vivían en el ficticio pueblo de Lanford, Illinois. Sabemos que era ficticio, entre otros motivos, porque si llega a ser auténtico Bruce Springsteen o Sufjan Stevens le hubieran dedicado un disco. Uno de los dos, seguro.
Si bien es cierto que sin John Goodman, en el papel de Dan, la serie hubiese sido muy diferente, en general en Roseanne las mujeres llevaban la voz cantante. Y eso que Roseanne Barr, siempre con una media sonrisa incrédula en los labios, no era precisamente la mejor actriz de su generación. Darlene, la hija más espabilada, era la actriz Sarah Gilbert. Al novio oficial de Darlene en la cuarta temporada le esperaba un futuro de éxito: es el actor Johnny Galecki, mucho más popular ahora por ser Leonard en The Big Bang theory. Después de tantos años los dos actores que fueron pareja en Roseanne lo han vuelto a ser durante algunos capítulos en la comedia sobre nerds tecnológicos. Una relación de ficción intermitente entre el tiempo y las series.
A lo largo de nueve temporadas Roseanne abordó temas espinosos en la televisión de la época, como la homosexualidad, el aborto, el sexo adolescente, las operaciones de estética -Roseanne Barr se redujo los pechos y, muy coherentemente, la Roseanne personaje de ficción, también-. Gradualmente, se fue desconectando de una audiencia que había sentido a los Conner como unos vecinos con sus mismos problemas. Hasta el punto que en la novena temporada les había tocado la lotería y vivían rodeados de lujo. Al final, quizás para recuperar las simpatías del público en un desesperado último golpe de timón, todo había sido una trampa narrativa en la línea de Dallas o Los Serrano. El último capítulo de la serie revelaba que Roseanne había estado escribiendo sobre su familia, distorsionando muchos detalles e inventándose otros. Seguían siendo pobres y, lo que es peor, Dan no había sobrevivido a un ataque al corazón que sufrió en la octava temporada. Y John Goodman tan contento. De hecho, había querido dejarlo y salió poco en esa última temporada, en parte porque le coincidía con el rodaje de El gran Lebowski. No se puede negar que él, o su agente, tenían buena vista…
-Sexta bola: Radio Cincinnati
La emisora musical de ficción que más nos gustaba era la WKRP. Ya sabes que en los Estados Unidos las radios se identifican con un conjunto de iniciales, con predominio de consonantes, como si fuesen nombres en clave codificados por la máquina Enigma. Radio Cincinnati reunía una importante colección de incompetentes, empezando por el hijo de la propietaria, Arthur Carlson, que cumplía las funciones de gerente. El nuevo director de programas que llegaba en el episodio piloto parecía el único realmente interesado en reflotar la empresa; de hecho, la propietaria reconocía en alguna ocasión que la mantenía abierta únicamente para desgravar.
«Muchas situaciones de esta sitcom de cuatro temporadas estaban basadas en experiencias reales de su creador Hugh Wilson»
El disc joquey estrella de la emisora se hacía llamar Johnny Fever. Trabajaba en Ohio porque lo habían despedido de una radio de Los Angeles… por haber pronunciado la palabra “mocos”. Sufría una narcolepsia congénita que le provocaba quedarse dormido encima de los controles del estudio o con los labios pegados a la taza del café matinal. Quizás por ello no se quitaba las gafas de sol aunque le fuera la vida. El responsable de los informativos era Less Nessman, un catálogo de megalomanía que no podemos decir que sea totalmente de ficción. De entrada, había fijado una línea blanca en el suelo, alrededor de su mesa, una más en la redacción, para dejar claro que aquel era su despacho. A quien se acercaba le obligaba a abrir y cerrar una puerta imaginaria. Era un espejismo clasista poco justificado. El tal Less era un reportero más bien discreto que falseaba las conexiones de tráfico picándose en el pecho para hacer creer que iba en helicóptero.
La recepcionista era Jennifer, la actriz Loni Anderson, famosa por haberse casado con Burt Reynolds, uno de los tipos duros del cine de esos años. Esta Anderson, por aspecto físico general y recauchutado de los labios en particular, bien pudiera haber sido parienta de una Anderson posterior, Pamela.
Muchas situaciones de esta sitcom de cuatro temporadas estaban basadas en experiencias reales de su creador, Hugh Wilson, cuando era creativo publicitario en una emisora de Atlanta. Cualquiera que haya trabajado en una radio, sea cual sea, sabe perfectamente que es un trabajo que puede inspirar tanto comedias de enredos como melodramas que conviene ver con el clínex a mano. Después de triunfar con Radio Cincinnati, Wilson fundó una de las sagas cinematográficas más rentables de los 80, una antología del disparate conocida entre nosotros por el gráfico nombre de Loca academía de policia. Ya sabes, el policía que hacía ruiditos con la boca y todos los demás…
-Séptima bola, set y partido: Tres estrelles
En Tres estrellas, Paco Mir, Carles Sans i Joan Gràcia, los miembros de Tricicle, se desdoblaban en más de 60 personajes, fieles a lo que les veíamos hacer en el teatro. La ventaja de una grabación era que no hacía falta ser transformista y cambiarse a toda velocidad; el inconveniente, que exigía una planificación muy rigurosa para multiplicar la presencia de los tres en pantalla. Afortunadamente, contaron con la colaboración de otros actores: Xavier Serrat, Àngels Aymar, Anna Briansó, Rosa Novell, Pep Ferrer, Regina do Santos, Guillermina Motta, Pep Cruz, Emilio Aragón -payaso de formación y futuro médico de familia, fue mariachi por un día-…
La acción transcurría en el Hostal La Gavina de s’Agaró, en la Costa Brava, aunque se rodaron muchas escenas en decorados de estudio. Cada capítulo exponía dos o tres tramas que desembocaban en un final similar: una persecución multitudinaria digna de una historieta de Bruguera que marchaba calle abajo, hacia el mar, mientras un Carles Sans desesperado les suplicaba que volvieran, con un montón de facturas en las manos. Eran sinpas colectivos en toda regla.
«Nada más entrar en el hotel encontrabas el grupo de recepcionistas más compacto de la historia, exhibiendo una coordinación envidiable»
En este hotel se registraron el conde Drácula, un grupo de abuelas risueñas en gabardina, un jeque árabe y sus concubinas, los participantes de un concurso de gafes… Otros personajes repetían semana tras semana, o porque trabajaban en el hotel, o porque residían en él a perpetuidad. Para empezar, nada más entrar encontrabas el grupo de recepcionistas más compacto de la historia, exhibiendo una coordinación envidiable. Saltaban a la vez desde detrás del mostrador cuando los reclamaba un cliente, tan serviciales que a menudo iban vestidos como él. Si les hubiera faltado trabajo, los podrían haber contratado en un espectáculo de Lord of the dance.
En las habitaciones se encontraba una tigresa sexual que ocasionalmente retenía a la fuerza alguno de los hombres que corría por el pasillo. Las capturas las marcaba con un cuchillo en la cabecera de la cama. Que no fuera que un día Paul Verhoeven o el guionista Joe Eszterhas no vieran un Tres estrellas y se inspiraran en esta depredadora para crear Catherine Tramell, el personaje de Sharon Stone en Instinto básico. Si te fijas, el apellido Tramell es claramente pronunciable en catalán. En cambio, los dos abuelos aficionados al ajedrez que siempre acababan golpeando el techo con una escoba, exigiendo silencio, no creemos que hayan inspirado ningún thriller de trasfondo erótico.
Fragmento del libro ‘Jo també veia Bola de drac (Ara Llibres) de Josep Maria Bunyol.