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Este es un artículo basado en mi encuentro privado con Sheela y en la conferencia que ofreció al día siguiente en el teatro del CCCB de Barcelona ante 300 personas, en el marco del festival Primera Persona, y que fue conducida por el crítico Roberto Enríquez.
“Si se tratara de un serie de ficción a los diez minutos hubiéramos dejado de verla por lo absurdo de sus giros dramáticos”. Así es como Miqui Otero, codirector del festival Primera Persona, y que en esta edición tuvo como una de sus invitadas a Ma Anand Sheela, presentó la serie documental Wild Wild Country. Y no le falta razón. Durante seis capítulos contemplamos atónitos la reconstrucción de unos hechos inverosímiles que muchos no podían entender cómo habían permanecido ocultos durante todo este tiempo. Algunos la han catalogado como docudrama, por poner unos hechos históricos al servicio de la narración. En muchos casos esto deriva en la tergiversación de la verdad, y en los peores, transforma a auténticos criminales en iconos mediáticos. ¿Es este el caso de Sheela?
La que fuera exsecretaria del gurú hindú Bhagwan Shree Rajneesh, líder de la secta de los rajneesh, me espera sentada, con todo su peso entregado a la butaca. Y aunque ha perdido ese lenguaje corporal que tanto la caracterizaba, su determinación al hablar sigue intacta.
“Fui acusada de muchas cosas por parte de gente que me envidiaba por estar tan cerca de Bhagwan. Pero ser acusada no significa ser criminal (…) Ya cumplí condena de cárcel por los delitos que cometí y salí, así que por favor dejadme en paz. Si tenéis dudas, quedáoslas para vosotros, no las carguéis sobre mí”, responde Sheela, como un mantra que ha repetido incansablemente. Es muy consciente de la hostilidad que despierta a su llegada. En Barcelona, sin ir más lejos, partió en dos las redes sociales entre los que celebraron la noticia y los que criticaron a estos primeros por hacerlo. Se dijo que este acontecimiento no hacía sino santificar a una exconvicta. Como todo lo que genera curiosidad, la fascinación por Sheela tiene algo de irracional, pero no de temerario. Y me atrevo a decir que todos los que condenaron su visita acudirán tarde o temprano a alguna de las entrevistas y crónicas que de ella se han derivado. Con la misma curiosidad por saber.
¿Cómo te explicas que haya gente que sienta fascinación por ti y gente que te desprecie o a la que provocas temor? Sheela no pestañea: “¿Tienen miedo de mí, o de ellos mismos?”, me repregunta retóricamente. “El miedo es algo que destruye. Te destruye desde dentro a ti mismo y luego a los demás, como una bomba”, concluye. Pero la auténtica bomba cae cuando recupera este asunto durante su conferencia en el teatro del CCCB y mirando al público suelta: “¿Por qué habéis venido? ¿Por qué me teméis? ¿Por qué me admiráis?”. Esta vez Sheela sí espera una respuesta. Pero de las 300 personas que llenan el recinto, y que agotaron las entradas para esta sesión en cuestión de horas, ninguna abre la boca.
El negocio de la religión
La “reina” de la secta de Rajneeshpuram asegura que el “fracaso de ese experimento” –en palabras del propio Bhagwan- no fue tal. Su paraíso capitalista “fue construido con el esfuerzo de miles de personas que lo amaban (…) y si para él fue un fracaso quizás es debido a las drogas”, sentencia Sheela (el de la drogodependencia, y supuesta enajenación mental del gurú, es un tema al que acude habitualmente cuando se tratan los claroscuros de su relación con él). Es difícil localizar el origen de todo el dinero que hizo de esa comunidad una empresa multimillonaria capaz de construir un pueblo en menos de un año. Pero lo que sí se sabe con certeza es que sus miembros (o trabajadores) no cobraban por su contribución. “¿Esclavitud? No… Allí (en Rajneeshpuram) no existía el dinero, no importaba. Lo hacíamos todo por amor. Por amor a Bhagwan y a la comunidad. Y si alguien no era feliz y quería marcharse, nadie se lo impedía. Yo me marché”, argumenta.
“Creamos una religión por una cuestión administrativa. Pero era solo papel. Nuestra religión era Bhagwan”
Algunos exmiembros de la secta –que se autodenominaban sanyassin (“el que renuncia a la vida material” en el hinduismo) apuntaron en su momento que sí existió extorsión y chantaje por parte de Sheela, y su entorno más próximo, hacia personas que querían marcharse de la comuna, y a otras que no querían trabajar para el gurú. Se le acusó incluso de proxenetismo. Ella lo niega rotundamente. ¿El amor lo justifica todo? “Yo estaba locamente enamorada de Bhagwan. Todos lo estábamos. Y éramos felices en nuestra comunidad. Todas estas acusaciones están centradas en mí porque la gente ansiaba mi posición”. Cabe recordar también, en esto de “allí el dinero no existía”, que ella misma maldice a los sanyassin que “intentaban comprar el cielo regalándole cosas a Bhagwan”. De hecho era conocido como el “Gurú de los ricos”. Y a él se le atribuye esta frase: “La gente lleva miles de años ayudando a los pobres. Y lo siguen haciendo. ¿Pero quién ayuda a los ricos?”.
Esta empresa tenía la fachada de una nueva religión: “Creamos una religión por una cuestión administrativa. Si teníamos una religión, podíamos movernos a EE.UU., y Bhagwan podía obtener la tarjeta de residente. Pero era solo papel. Nuestra religión era Bhagwan”. Uno de los fundamentos de la filosofía del gurú era conciliar la espiritualidad de oriente con el materialismo de occidente. Algo que llevó a cabo literalmente al trasladar su comuna de India a Estados Unidos. Pero el choque fue inevitable: “El problema (del capitalismo) es el miedo y la política unidas», sostiene Sheela. El miedo a las personas (diferentes) es una plataforma construida por políticos. Y utilizan este artefacto para sus propios objetivos. Que es justamente lo que está haciendo ahora Trump y sus fieles. Esta es la dinámica común en todo el mundo. El caso de Rajneeshpuram atrajo más atención, pero es una cosa que pasa habitualmente en todo el mundo”.
La guerra psicológica
Al poco tiempo de llegar a Oregón, según el testimonio de Sheela, los habitantes de Rajneeshpuram empezaron a sufrir ataques por parte de los de Antelope –el pueblo más cercano- y de las autoridades del estado. Unos actos, asegura, ocultados por la prensa. Fue entonces cuando decidió acudir a la televisión habitualmente. Y en una de estas intervenciones soltó al periodista: “Dile a tu gobernador, a tu fiscal general y a todos esos cerdos bigotudos que si una persona de Rajneeshpuram es herida, me haré con 15 cabezas vuestras. Hablo en serio. No me dais otra elección. Aunque no sea una persona violenta, lo haré”. Cuando le pregunto sobre el camino de la violencia, no hay sorpresas: “La nuestra fue una comunidad sin violencia. Las armas llegaron como una fuerza defensora. (Las autoridades) al ver armas pensaron: ‘mejor nos vamos a casa’. Era solo defensa. Nosotros fuimos los que enseñamos las armas a la prensa… No se trataba de una estrategia secreta. El mensaje que queríamos dar era: no os metáis con nosotros, dejadnos en paz”. Las imágenes de sanyassin empuñando rifles semiautomáticos es una de las más surrealistas de Wild Wild Country. “Yo nunca había visto un arma hasta entonces”, añade.
“La gente necesita poner un nombre a lo que teme. La gente llama culto a aquello que desconoce»
Pero lo que sucedió en ese punto de Oregón fue un choque frontal entre dos culturas y maneras de ver la vida opuestas e incompatibles. Pongámonos populistas por un momento. Los vecinos de Antelope –un pueblo aislado habitado mayoritariamente por ganaderos jubilados de religión católica- vieron su status quo temblar con la llegada masiva de miles de hippies hindúes vestidos de rojo que practicaban orgías y veneraban la figura de un señor barbudo en Rolls-Royce que cumplía un régimen de silencio autoimpuesto. El derecho a la libre circulación es claro en este asunto. Cualquier persona o comunidad puede asentarse en el territorio que desee. Pero no es ilícito pensar que para los antelopenses (se me permita el vocablo) la actitud hermética y el origen misterioso de sus nuevos vecinos fue sufrido como un acto de violencia. Quizá el primero de todos los que se desprendieron de una guerra psicológica que terminaría con la existencia de Rajneeshpuram y dejaría un Antelope semidespoblado.
Cuando Sheela es interpelada con las palabras “culto” o “secta” su actitud cambia. “La gente necesita poner un nombre a lo que teme. La gente llama culto a aquello que desconoce. Necesita darle un nombre para bajarlo a tierra”. Habla de que, “desde luego”, el sistema en el que vivimos es otra clase de secta. Pero que nosotros no lo podemos ver porque estamos dentro. Esta idea, de que Rajneeshpuram era en muchos casos un espejo de la sociedad, es reiterada por Sheela. En otra ocasión, la vuelve a sostener cuando habla del reclutamiento de personas sin techo: “Muchos gobiernos compran votos a la gente necesitada. Es algo habitual. Nosotros también lo hicimos. Los invitamos a venir a Rajneeshpuram, nadie les obligó. Pero todo el mundo lo vio como un escándalo”. Del envenenamiento (a base de sedantes) que sufrieron los sin techo semanas más tarde, asegura no saber nada.
Su vida tras ‘Wild Wild Country’
Durante un momento de la entrevista nuestra conversación vira orgánicamente hacia Donald Trump. Su cara cambia por completo al oírme decir su nombre. Trump. “Horror”, me dice. “(Su elección como presidente) me hizo dudar de la humanidad. Y no soy una persona que duda normalmente. Pensé, si podemos elegir a alguien como Trump, qué más podremos hacer. Cómo puedes apoyar a alguien que es abiertamente racista. Que está en contra de las mujeres”. Repite varias veces la palabra “women”, con su particular dicción “fimen”. Y se permite confesar que está encantada de ser un icono feminista (?). Por lo visto algún periodista se lo ha dicho. “Eso sería más importante incluso que haber sido secretaria de Bhagwan”, dice animada. Sea o no un icono feminista, o un modelo a seguir, su determinación y magnetismo han sorprendido a muchos que desconocían su historia y, aunque esta parte de su personalidad no la exime de sus pecados, sí es apreciada al margen de ellos, como un valor que vale la pena rescatar y aplicarse.
¿Por qué no ha vuelto a la India?, le pregunto. “Mis padres murieron y no me queda nada allí”. Como podemos ver al final de Wild Wild Country, la comunidad sanyassin volvió a asentarse allí y hoy en día está abierta y plenamente operativa. “Esa no es mi comunidad… mi comunidad era Bhagwan”, responde. “Incluso cuando él asesinó mi reputación (ella utiliza la palabra “character”), me metieron en la cárcel, me llamaron pecadora… incluso en ese momento aproveché las lecciones que me enseñó Bhagwan”, añade con una honesta convicción.
Ma Anand Sheela me asegura que lleva “35 años dando conferencias y entrevistas de este tipo”
En 1988, tras casarse con un suizo – un sanyassin “homosexual”, como ella misma confiesa- Sheela consiguió la nacionalidad y ganó la inmunidad de la extradición de futuros cargos. Hoy sigue viviendo allí como viuda de suizo y regenta dos residencias para personas mayores o discapacitadas que ella misma fundó. “Trabajo siete días a la semana, 24 horas al día”, me dice. “No intento cambiar nada. Acepto la vida tal y como viene. Acepto todas estas entrevistas. Y que toda esa hostilidad hacia mí vuelva. Y agradezco que la existencia me proteja de ello”.
Wild Wild Country ha resultado ser el primer descubrimiento arqueológico retransmitido a gran escala. La comuna de Rajneeshpuram ha emergido a nuestros ojos como las ruinas de una antigua ciudad maya, haciéndonos creer que éramos los primeros en contemplarlas tras décadas de entierro. Pero Ma Anand Sheela me asegura que lleva “35 años dando conferencias y entrevistas de este tipo”. Lo que trata de decirme, es que el documental no ha cambiado su vida. Lo que está claro es que, ahora, tendrá más ofertas de otros festivales y medios de comunicación que querrán intentar saber un poco más de ella, y de lo que pasó durante esos años. Si resulta que merece ser escuchada o no, ya es un debate nuestro.