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Tras el estreno de This is Spinal Tap, película de visión obligada para cualquier aficionado a la comedia (y ya puestos, a la música), algunos espectadores despistados le preguntaron a su director, Rob Reiner, por qué no había documentado la gira de un grupo más popular. Esas personas, por otra parte entusiasmadas con el film, habían mordido el anzuelo de un modo imprevisto. This is Spinal Tap recreaba la gira americana de una banda ficticia de heavy metal que posteriormente acabó editando un par de discos reales. Pese a que todos los miembros del grupo eran realmente músicos, Spinal Tap era una invención absoluta que se fue construyendo, partiendo de una idea original y una serie de situaciones sugeridas, mediante las improvisaciones de los actores. No había otro modo de aparentar una cierta sensación de realidad, tan esquiva a menudo en los guiones convencionales. Evidentemente los miembros de Spinal Tap y de su entorno ofrecían declaraciones directas a cámara, para las que tampoco era aconsejable seguir unas líneas previamente escritas. El resultado, además de desternillante, era verosímil por su similitud formal y temática con documentales musicales reales como The last waltz, de Martin Scorsese. Durante la promoción de la película, Reiner se refirió a su propia obra en diversas entrevistas con uno de esos términos tan típicos de la lengua inglesa, capaz como pocas de sintetizar y crear nuevo vocabulario por la vía de la fusión: “mockumentary”.
Resulta curioso que aquello que en inglés es visto estrictamente como una parodia, aquí sea denominado “falso documental”
Más allá de la etimología, resulta curioso que aquello que en inglés es visto estrictamente como una parodia, aquí sea denominado “falso documental”. En un caso se subraya el carácter lúdico de la propuesta; en el otro, su disposición al engaño. Antes de Reiner, muchos otros habían pretendido vestir con ropajes de ejercicio periodístico lo que en realidad era pura ficción. Desde el Orson Welles de La guerra los mundos hasta Los Beatles en A hard day’s night, no había en ellos la voluntad manifiesta de estafar al espectador, sino más bien de divertirse con él a partir de unos códigos de representación asociados desde siempre al documental, compartidos a ambos lados de la pantalla. No se trata de gastar una broma pesada, sino de pegar codazos de complicidad al respetable.
Encontraríamos algunas excepciones sonadas siguiendo el linaje bizarro y bastante agotado a estas alturas de tantas películas de terror basadas en el metraje encontrado, falsos documentales editados y presentados al público en honor a (o a pesar de) sus responsables, supuestamente difuntos. Cuando Ruggero Deodato les hizo firmar a los actores principales de Holocausto caníbal el compromiso de no aparecer en ningún medio durante un año después del estreno, con la voluntad de aumentar las dudas acerca de la veracidad de las atrocidades mostradas en esa supuesta “snuff movie”, estaba transitando una cuerda floja de muy delicado equilibrio. Las sospechas de asesinato recayeron sobre él en forma de demanda judicial, obligándole a desmontar el pastel (no pudo revelar ningún truco relativo a las escenas de tortura animal, penosamente ciertas). Dejando de lado casos extremos como este, en general el falso documental parte del previo conocimiento por parte de todos los implicados de que se trata de un juego.

Escena de ‘Holocausto Caníbal’ (1980)
Asistimos casi a diario a imaginativos bulos de propagación instantánea a través de las redes sociales y de presuntos medios de comunicación.
En estos momentos, por desgracia, lo falso (olvidemos esa cursilada de la postverdad) es tendencia. Asistimos casi a diario a imaginativos bulos de propagación instantánea a través de las redes sociales y, lo que es aún peor, de presuntos medios de comunicación. Parece más oportuna que nunca la reflexión sobre las formas del reportaje televisivo, sobre lo fácil que resulta hacer pasar como verdad cualquier trama pergeñada en una reunión de guionistas más o menos cachondos. Todo esto viene a cuento de un estreno reciente de Netflix que ha conseguido destacar en el apretado calendario de novedades seriéfilas. American Vandal (o Gamberro de instituto, para los que sigan prefiriendo las traducciones innecesarias y tirando a ridículas) nos sumerge durante ocho episodios en una investigación tan absurda como absorbente: ¿quién ha pintado 27 penes en sendos coches del aparcamiento de profesores del instituto Hanover? Todas las sospechas apuntan al personaje más odiado por toda la comunidad educativa, incluyendo al resto de alumnos, un gamberro prototípico bastante lerdo que responde al nombre de Dylan Maxwell. Junto a sus compinches, los Chicos de Antaño, ha hecho de las campanas y las bromas pesadas una forma de vida. Por supuesto, una de las supuestas ocurrencias en la que más ha reincidido ha sido la descripción gráfica algo esquemática del aparato genital masculino en todo tipo de soportes, básicamente libretas, hojas de exámenes y pizarras. Así que cuando se descubre la pintada masiva de penes en el aparcamiento, a la junta escolar le falta tiempo para expulsar a Dylan, no sin antes escuchar diferentes versiones de lo sucedido, incluida la de un testigo clave. Los únicos que creen ver el peso del prejuicio en esta condena son dos estudiantes del instituto, Peter Maldonado y Sam Ecklund, cineastas vocacionales, que deciden elaborar un documental sobre lo sucedido para reparar la injusticia.
El gran mérito de los creadores de esta serie, Tony Yacenda y Dan Perrault, es elevar lo que podría haber sido un chiste de penes estirado hasta la náusea en una intriga consistente, un cruce efectivo entre los “Whodunnit” de Agatha Christie y las comedias juveniles de instituto. American Vandal maneja con soltura los gags más obvios pero también los más sutiles, aquellos que barajan referentes recientes de la cultura popular, desde el Origen de Christopher Nolan al omnipresente y quizás omnipotente Kiefer Sutherland. Al mismo tiempo, se preocupa de ir depositando nuevas pistas y teorías alternativas a medida que Peter y Sam avanzan en sus pesquisas, dándose cuenta de que nadie, ni siquiera ellos mismos como narradores, son fiables al cien por cien. Prácticamente cada capítulo se cierra con un “cliffhanger” de manual, adictivo y bien elaborado, al nivel de muy pocas series actuales. Perrault explicaba en una entrevista a Entertainment Weekly que a su abuela la serie no le hace ninguna gracia, pero que le encanta el elemento misterioso. Ese también es parte del encanto de la propuesta, mantenernos en vilo hasta el final.

Robert Durst en ‘The Jinx’.
El objetivo principal de American Vandal es imitar desde la admiración algunas de las series documentales sobre crímenes reales que se han estrenado con éxito en los últimos años. Los referentes más conocidos para nosotros serían Making a murderer y The Jinx, ambos muy recomendables. Yacenda y Perrault citan explícitamente a Andrew Jarecki, director nominado al Óscar por Capturing the Friedmans, que en la espléndida The Jinx llegaba a implicarse personalmente en los intentos para lograr la confesión de Robert Durst, el hombre más gafe o el criminal más retorcido, sospechoso de diversos asesinatos cometidos en su entorno próximo, entre ellos el de su esposa desaparecida. Las entrevistas de Jarecki cara a cara frente a Durst, cercanas al interrogatorio policial aunque manteniendo las formas, van encaminadas a demostrar la tesis de su culpabilidad. No se parte de un punto intermedio. Aún así, Durst aguanta estoicamente casi todas las embestidas (casi); resulta difícil que su mirada negrísima no provoque más de un escalofrío a lo largo de seis episodios imprescindibles. Para los creadores de American Vandal, Peter Maldonado es una versión juvenil de Jarecki (o de Sarah Koenig, la presentadora del podcast Serial), igualmente entusiastas en su cruzada en favor de la verdad. Esta implicación máxima le lleva a tratar con mucha seriedad lo que para una inmensa mayoría de espectadores serían auténticas estupideces de patio de escuela, a desmenuzar travesuras infantiles, el “caca-culo-pedo-pis 2.0”, con métodos dignos de la policía científica. No hay ni un atisbo de ironía en los personajes de la serie cuando se dedican a reflexionar sobre si el hecho de dibujar unos testículos con o sin pelos permite identificar al autor de un dibujo. Aunque parezca mentira, les va la vida en ello. Casi acabamos creyendo que a un bote de espray de pintura le falta poco para ser arma de destrucción masiva…
Entre bromas diversas llegamos a lamentar la certidumbre de que haga lo que haga Dylan siempre será el malo de la función
En esta suspensión de la incredulidad llevada al extremo que propone American Vandal, el trabajo previo de casting y el rendimiento del reparto se llevan gran parte del mérito. La simbiosis entre intérprete y personaje mantiene el juego por todo lo alto ya desde los títulos de crédito iniciales, en que aparecen tan sólo citados los miembros del equipo ficticio de documentalistas. La implicación de los protagonistas fue plenamente activa. Como los falsos heavies de Rob Reiner, Tyler Alvárez, el actor que interpreta a Maldonado, fue invitado a improvisar siempre que preguntaba a alguno de los supuestos alumnos o profesores de Hanover, también actores. Aunque cada personaje, desde la delegada de clase hipermotivada al profesor que se excede en sus esfuerzos por hacerse colega del alumnado, pudiera caer fácilmente en el terreno resbaladizo de la caricatura, común a tantas comedias estudiantiles de brocha gorda, la naturalidad es la norma en el reparto de American Vandal. Incluso Jimmy Tatro, un joven actor que si rebuscáramos podríamos encontrar en pequeños papeles en películas como Niños grandes 2 o Infiltrados en la universidad, logra dibujar un chulo de instituto con matices. Sí, es un auténtico gilipollas, pero entre bromas y memeces diversas llegamos a comprender e incluso lamentar su inquietante certidumbre de que haga lo que haga siempre será el malo de la función. Al final, tan importante como saber quién pintó los penes en los coches de los profesores es la constatación de lo complejo que es llegar a conocer una verdad objetiva sobre nosotros mismos o sobre los demás. Maldonado se pregunta en la serie hasta qué punto los cuatro años que pasamos en un instituto, terreno cruel, arbitrario, fértil en hormonas y etiquetas, pueden dejar perfectamente definida nuestra imagen para todo lo que nos queda de vida.
Aunque dichas reflexiones parezcan algo densas, nada más lejos de la realidad. American Vandal es ante todo una serie muy divertida, una gamberrada inteligente, parodia perfecta del estilo algo solemne al que nos tienen acostumbrados en los documentales sobre crímenes reales. Y eso que afortunadamente el ‘true crime’ ha evolucionado positivamente, porque hace unos años el género vivía envuelto en una burla de sí mismo. Parece que hemos dejado atrás aquellos programas que insisten en seguir emitiendo en bucle ciertas cadenas de televisión de madrugada, dominados por el sensacionalismo más morboso, por las declaraciones de dudosos expertos forenses cuya única autoridad es llevar una bata blanca y sobre todo por unas recreaciones de hechos delictivos, dramáticas en todos los sentidos de la palabra, indignas de la peor serie Z. En cambio las nuevas series documentales que hemos mencionado juegan al tremendismo pero destacan en general por exhibir una factura impecable y mucho mejor gusto a la hora de mostrar hechos sangrientos. American Vandal recrea detalladamente todos los aspectos formales de esta nueva hornada de reportajes criminales: se muestran interrogatorios o juicios a través de material de archivo, primando el valor documental por encima de la calidad de la imagen (en algunos casos antiguos, una buena oportunidad para despertar de su hibernación a los polvorientos y olvidados reproductores de VHS); se exhiben imágenes captadas por cámaras ocultas, circuitos cerrados de seguridad o redes sociales; se repiten hasta la saciedad los planos generales del lugar del delito y aquellas declaraciones de los testigos entrevistados que subrayan un nuevo aspecto a tener en cuenta, ampliando el zoom sobre dicho entrevistado; somos testigos de las dudas que asaltan al equipo de reporteros en su camino arduo hacia la verdad…
¿Hasta qué punto las ideas preconcebidas de policías, jueces o miembros del jurado pueden convertir suposiciones e intuiciones en teorías válidas?
La casualidad, o el afán de Netflix por estrenar cada vez más producciones, ha querido que pocas semanas antes llegara a la plataforma uno de estos modelos reales asumidos y gozosamente pervertidos por American Vandal, con la que forma un programa doble más que pertinente. Se trata de The confession tapes, una serie creada por Kelly Loudenberg, que ahonda en una idea ya apuntada en Making a murderer. ¿Hasta qué punto las ideas preconcebidas de policías, jueces o miembros de un jurado popular pueden forzar una condena injusta, convirtiendo suposiciones e intuiciones en teorías dadas por válidas? Los siete capítulos de The confession tapes, el primero de ellos doble, presentan seis casos de homicidio en los que, tras pasar por unos interrogatorios extenuantes, una o varias personas más o menos relacionadas con las víctimas admitieron su culpabilidad. Años después, niegan haber cometido los hechos por los que han cumplido o siguen cumpliendo penas de prisión, en la mayoría de los casos el asesinato de familiares directos. Aseguran que fueron engañados, que los agentes de la ley aprovecharon esos momentos de fragilidad para quebrar su voluntad y lavarles el cerebro, o simplemente que con tal de poner fin a tantas horas de presión acabaron dispuestos a reconocer lo que fuera. La serie pone el dedo en la llaga de todo un sistema policial, judicial y mediático en el que muy a menudo la duda razonable queda descartada en beneficio del índice de resolución de delitos, en que las corazonadas sostenidas contra viento y marea se materializan en cadenas perpetuas no revisables, en que el sistema atropella el derecho individual a un juicio imparcial.
Aquí no hay un reportero estrella que actúe como paladín de la justicia, ni tan siquiera en forma de voz en off. Como es preceptivo en el género, se suceden las imágenes de archivo (algunas de ellas bordean el morbo prescindible) y las declaraciones, contraponiendo los investigadores convencidos de haber hecho bien su trabajo con aquellos peritos judiciales que los acusan de manipulación psicológica. Algunos de los presuntos culpables se explican directamente a cámara, otros cuentan su historia de acoso y derribo desde el teléfono público de la cárcel donde siguen retenidos. De todos los documentales reales recientes este es uno de los que baraja con más habilidad dos sentimientos primarios básicos en todo espectador: la indignación ante una injusticia pendiente de ser reparada y la curiosidad de espiar a través de un agujero en la pared, ese resorte que activa en todos nosotros el llamado “efecto mirón”. Aún así, pese al rigor y la sobriedad general que mantiene The confession tapes, llegamos al final de cada capítulo sin tener claro quién es el culpable. Las escenas de los interrogatorios policiales muestran un empeño cruel, a menudo maquiavélico y obsesivo, en conseguir arrancar el ansiado “Fui yo”, prácticas absolutamente cuestionables que no siempre despejan las dudas que podamos tener en uno u otro sentido. En algunos casos se exploran teorías alternativas, posibles responsables de los hechos juzgados que dejaron de ser investigados para centrarse en el sospechoso preferido de los agentes, pero tampoco se llega a ninguna conclusión definitiva. Estamos muy lejos de aquellos confortables y encapsulados mundos de ficción en los que Perry Mason o Jessica Fletcher lograban desenmascarar a los culpables en menos de una hora, con tiempo para un par de pausas publicitarias. Al fin y al cabo, desde la imitación o desde la más cruda realidad, ya sea para identificar a un vándalo o a un asesino, hemos aprendido a golpes que la verdad seguirá siendo un concepto escurridizo por naturaleza.